La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

25 de febrero de 2009

La Junta de Beneficencia en 1833 y la mendicidad

La revolución burguesa que se asentó definitivamente en España, y por lo tanto en la recién nacida provincia de Guadalajara, a partir de 1833, supuso un cambio profundo en la mentalidad de la sociedad tradicional. El logro del máximo beneficio en vida sustituyó a la esperanza de la vida eterna como motor de la acción individual y social. La caridad cristiana se vio sustituida por la reprobación de la sociedad y la persecución del Estado; los pobres ya no tenían una función religiosa, ofrecer a los favorecidos la oportunidad de ejercer la misericordia y ganar el cielo, sino que eran vistos como peligrosos ejemplos para las clases populares, que podían caer en la ociosidad o renunciar a la laboriosidad que enriquecía a la pujante burguesía. Aquí reproducimos un artículo publicado en el Boletín legislativo, agrícola, industrial y mercantil de Guadalajara en sus números del 25 y 27 de noviembre de 1833, con motivo del establecimiento de la Junta de Beneficencia.

Al publicar este artículo, cuyo relato es histórico, estamos mui lejos de dar más fuerza a la animadversión que hoy escitan generalmente los mendigos viciosos, los pobres fingidos. Conviene inculcar esta sensación justa; pero no debe exagerarse, porque entonces vendríamos a parar al estremo opuesto: el de ser implacables contra la verdadera pobreza.
De tiempo inmemorial las almas benéficas se ocuparon de buscar los medios más a propósito para socorrer a los verdaderos pobres. Lo primero que ocurrió a aquellas personas caritativas, fueron los socorros pecuniarios; pero no tardaron en conocer que el hombre de todo abusa, y que lejos de verse estimulado por los beneficios que recibía, se abandonó a la más completa holgazanería, y al más pernicioso de todos los vicios, la ociosidad.
Así que vieron los pobres que recibían socorros sin necesidad de trabajar, abandonaron poco a poco los oficios a que antes estaban dedicados, y empezaron a correr de puerta en puerta, impetrando la beneficencia pública, para recibir ostensiblemente a la faz de sus convecinos, limosnas que antes la verdadera caridad cristiana distribuía a escondidas en el seno de las familias indigentes, sin que estas pudiesen averiguar el nombre de la persona generosa que las socorría.
Viendo los óptimos frutos que la pereza sacaba con sus importunos ruegos de las almas piadosas y cándidas, se hizo un arte el modo de sorprender y engañar a las personas crédulas, y este arte le enseñaban los padres a sus hijos, y estos a los suyos. No han faltado autores en todas las naciones, y particularmente en la nuestra, que arrancando la máscara que cubría a estos mendigos viciosos, descubrieron sus arterías y males ficticios, su vida regalada y su arrogancia. Esta llegó a tal estremo que miraban como un derecho lo que no es ni puede ser más que un acto de beneficencia, de pura caridad; murmuraban descaradamente cuando las limosnas solo bastaban para satisfacer sus necesidades, porque querían que sufragasen los gastos de todos sus vicios crapulosos. Dado el primer paso en el sendero del vicio, nada pudo contener a aquellos hombres que, virtuosos en otro tiempo y laboriosos y ejemplo de los demás obreros de su arte, vinieron a ser, por el hábito continuado de la haraganería, la plaga de la sociedad.
Sauval nos refiere que en 1660 había un congreso de mendigos en un antiguo y derruido salón gótico, mui espacioso, al estremo de un callejón sin salida sucio y asqueroso de una población grande que no designa. Para entrar, dice, era necesario bajar una cuesta larga, tortuosa y desigual. Allí había una gran sala medio enterrada en el cieno, donde vivían unas cincuenta parejas, cargadas de infinidad de chiquillos legítimos, naturales o robados a sus padres. Me aseguraron que en aquellas ruinas vivían más de quinientas familias amontonadas unas encima de otras. Parece que pocos años antes había tenido una población más numerosa; y allí se nutrían con las rapiñas, viviendo en la ociosidad, la glotonería y toda especie de vicios y crímenes. Allí, sin ninguna inquietud por el porvenir, cada cual gozaba a su guisa del presente, comiendo por la noche lo que durante el día, con bastante trabajo y, a veces, con no pocos palos, había grangeado; porque llamaban grangear a lo que las leyes entienden por hurtar; y era uno de los estatutos fundamentales del congreso de los milagros, como ellos llamaban a su reunión, no guardar nada para el día siguiente. Cada uno vivía con la mayor licencia, nadie guardaba fe ni lei; no conocían ningún sacramento.
Lejos de ser ecsajerada esta descripción de Sauval, aun está mui distante de lo que efectivamente sucedía en Europa por aquel tiempo. Sólo en París se contaban doce congresos de milagros al principio del último siglo. Hasta entonces nadie tampoco había podido penetrar en aquellas guaridas de los vicios más soeces, y los que lo intentaron pagaron su temeridad con la vida; allí el mendigo estaba al abrigo de toda persecución; allí vivía entre los suyos, únicamente con los de su mismo jaez, y se despojaba sin temor de la máscara hipócrita de que se había servido todo el día para engañar a los pasajeros. Una vez allí, el cojo andaba derecho. El paralítico danzaba, el ciego veía, el sordo oía, y hasta los ancianos decrépitos se rejuvenecían. A estas instantáneas y multiplicadas metamorfosis diarias debían aquellos congresos su nombre. ¿Quién, con efecto, a la vista de tan maravillosas mutaciones no hubiera creído que eran milagros? Aquellos mismos hombres, tan sobrecargados de trabajos y males, que se veían al anochecer retirarse a su yacija, aquellos miserables a quienes las llagas, las fracturas, las fievres, las parálisis apenas permitían arrastrarse a lo largo de las paredes apoyándose los unos en los otros, como si fueran a caerse, todas aquellas sombras humanas que se deslizaban silenciosas y tristes como la muerte, todos aquellos seres que parecían postrados por la edad, las enfermedades y la inopia más espantosa, apenas llegaban al umbral de su caverna que, como si les hubiese tocado con la varita de virtudes, recibían una nueva vida. Pasada la puerta de entrada, todos los males desaparecían con su aparato doloroso; pasada la puerta de entrada huían veloces los años que un momento antes abrumaban a aquellos seres: mujeres, niños, ancianos, jóvenes, todos parecían hallarse en una edad vigorosa de agilidad y salud. Aquel jabardillo que se precipitaba para entrar ha reemplazado el silencio con la algazara, las lágrimas con las risotadas, la tristeza con la alegría, la desesperación con la esperanza; impaciente por gozar de la vida, teme perder un momento y corre con una increíble velocidad a sumergirse en las numerosas revueltas de su madriguera, para entregarse con impunidad a toda la indecencia del vicio, a los escesos de la licenciosidad.
He aquí lo que formaba aquella masa de pueblo, a la vez tan miserable y favorecido, tan pobre y rico, tan feble y poderoso, tan tímido y temible, aquella masa que contaba millares de individuos, que obedecían a un rey, que tenía sus leyes, su justicia, su moralidad, y aún sus ejecuciones sanguinarias. Aquella masa llegó a ser tan numerosa, que les fue preciso dividirse en clases, estableciendo entre ellos ciertas gerarquías y privilegios. Aquellas clases, a las que dejaremos los nombres que ellas mismas se dieron en su jermanía o jerigonza, eran:
-Los horteras de arranque, semi-mendigos que solo tenían derecho de pordiosear y ratear durante el invierno.
-Los fulleros, encargados de mendigar en las tabernas, hosterías y sitios públicos de grande reunión, y de escitar a los pasageros al juego fingiendo perder su dinero contra algunos camaradas que les servían de compadres.
-Los tarmas francos, que fingían toda especie de enfermedades y poseían el arte de ponerse malos en las calles, con tal perfección que engañaban aún a los médicos que se afanaban por socorrerlos.
-Los hubertistas, que todos llevaban certificados de haber curado de la rabia para vender a precio elevado polvos de plantas de ninguna virtud.
-Los mercachifles, que por lo regular iban de dos en dos por las calles gritando que eran mercaderes arruinados por las guerras, algún incendio u otro accidente.
-Los macos, eran también enfermos fingidos, que aparentaban estar hidrópicos o bien se cubrían los brazos y piernas de ulceras ficticias. Pedían limosna a la puerta de los templos, con el fin, según decían, de emprender la peregrinación al punto donde suponían deberse curar.
-Los gerifaltes, provistos de un zurrón en el cual embaulaban las provisiones que sus importunidades arrancaban. Estos eran los provehedores de la asociación.
-Los pulidores, eran otra especie de guitones cuyas mujeres se daban a sí mismas el título de marquitas, y sus hijos se apellidaban manceres.
-Los matreras, se reclutaban entre los soldados y pedían con la espada al lado una limosna que más de cuatro veces fue peligroso rehusarles.
-Los huérfanos, eran muchachos casi desnudos, encargados de representar el papel de hallarse helados y de temblar de frío, aun en el estío.
-Los maltratados, otra especie de gandules que se fingían estropeados y andaban con muletas.
-Los guilopas, que vagaban de cuatro en cuatro, con una mala ropilla, sin camisa, con un sombrero sin copa y una botella en guisa de bandolera.
-Los ganforros, que siempre iban acompañados de un jabardillo de mujeres y niños, enseñando a cuantos encontraban un certificado que atestaba que el rayo había derruido sus casas y muebles, que bien entendido nunca habían tenido.
-Los conchíferos, figuraban ser peregrinos cubiertos de conchas, con barbas luengas y descomunales, que pedían limosna para continuar, según decían, su viaje de peregrinación, que ni aun siquiera pensaban comenzar.
-Los mogrollos, especie de peregrinos sedentarios, elegidos entre los que tenían más pobladas cabelleras, y que pasaban por haberse curado la tiña con remedios que vendían con mucho misterio y a precio escesivo.
-Los búhos o engaviadores. Estos eran los maestros encargados de enseñar la belitrería, y de instruir a los novicios en el arte de cortar las bolsas con sutileza, fingir llagas, etc.
-Por último, los zamarradores, mendigos que se golpeaban en el suelo revolcándose en él, y echando espumarajo javonoso por la boca, por un medio que ha llegado hasta nosotros, con locuaz colectaban abundantes limosnas.
Basta lo dicho para probar los vicios de los que pedían limosnas en los tiempos antiguos; los que deseen enterarse más por menor en este punto, pueden leer el Regimiento o Thesoro de pobres, que escribió maestre Juliano, médico del Papa, impreso en Valladolid en 4º, en el año de 1553.
Conocidos los vicios de los que se dedicaban a la holganza fiados en los socorros, no solo que la caridad cristiana derramaban a manos llenas sobre ellos, sino en los que por sus rapiñas se apropiaban bajo la máscara siempre de una desnudez absoluta, los particulares pusieron un freno a tamaño desorden, creando juntas de beneficencia encargadas de socorrer domiciliariamente a los verdaderamente necesitados. Aquellas juntas no contentas con el primer paso dado hacia el bien general, y particular de los individuos indijentes, dio otro que desterró casi en su totalidad los seres viciosos, que como las plantas parasitas, vivían a costa de los demás. Consistió esta disposición en prohibir no sólo la holganza, sino también pedir limosna, remitiendo de pueblo en pueblo hasta el de su naturaleza, donde debían ser bien conocidos, a aquellos que pordioseaban, y en él recibían, si realmente eran indigentes, el socorro que la junta parroquial distribuía a los de su especie.
Muchos años hace que estas juntas filantrópicas creadas en beneficio de la humanidad doliente y necesitada, se hallan establecidas en Europa, y aunque acaban de crearse en España, en los pueblos donde no ecsistían, es de esperar que produzcan los mismos frutos que en Madrid, Barcelona, Valencia y otras poblaciones, donde ya las había y que con ellas veamos desaparecer de entre nosotros la haraganería y la miseria; la primera por el trabajo que por uno de los artículos de su creación deben procurar las juntas a cuantos se hallen en estado de trabajar, y la segunda por los alimentos sanos que deben distribuir a los impedidos y enfermos.

19 de febrero de 2009

Carta a Monseñor Tedeschini en 1952

Una de las formas de protesta que tuvo más eco durante los años del Franquismo fueron las cartas públicas, en las que un puñado de intelectuales y personas de relevancia social solicitaban, respetuosa pero firmemente, el ejercicio de las libertades ciudadanas o el fin de las penas y castigos que habían caído y caían sobre los vencidos. Una de las primeras fue la que hoy transcribimos, dirigida a Monseñor Tedeschini "y a todos los eminentísimos y reverendísimos señores cardenales, arzobispos, obispos y sacerdotes" que asistieron al XXXV Congreso Eucarístico Internacional que se celebró en Barcelona desde el 27 de mayo de 1952, y al que un régimen tan aislado internacionalmente como el franquista dio una trascendencia extraordinaria. En esta carta los católicos antifranquistas levantaban acta de acusación contra la Iglesia Católica española por su actuación antes, durante y después de la Guerra Civil, una memoria histórica que no debería olvidarse nunca.

Eminencia:
Los católicos españoles y sus amigos, que suscriben, con ocasión del Congreso Eucarístico Internacional, de Barcelona, juzgan oportuno elevar por vuestras manos con la mayor deferencia al Sumo Pontífice Pío XII las manifestaciones y súplicas siguientes:
1.- Si el XXXV Congreso Eucarístico Internacional va a reunirse como “símbolo de paz”, y si debe ser un mensaje de la Paz de Cristo y un triunfal homenaje a nuestro Jesús en la Hostia, por los pasos engalanados de Barcelona, nos sentimos impulsados a suplicar al Soberano Pontífice, que tenga a bien exigir de la Católica España –si ha de serlo de nombre y en verdad- el respeto efectivo, a) de todos los derechos naturales y cívicos de la persona humana en todos los españoles, como que todos son igualmente hombres e hijos por igual de la misma Patria, b) el respeto de la familia y del hogar con la reintegración de sus miembros dispersos sin justa razón, c) el respeto de las libertades humanas y cívicas, entre las cuales los documentos pontificios reconocen en particular la de huelga.
2.- Asimismo nos vemos obligados por deber ciudadano y cristiano a solicitar que el Papa requiera de las autoridades civiles y eclesiásticas españolas, que hagan por fin la pacificación de los españoles todos, dando una amnistía verdadera y general, que realice de hecho todas las precedentes, sin restricciones arbitrarias y sin las hipocresías de los avales políticos, o vengativos, o codiciosos, de forma a) que puedan salir de las cárceles todos los detenidos por motivos políticos, sin ficciones, ni pretextos contrarios disfrutando de entera libertad, ni restringida ni vigilada, b) que sea permitida la entrada, libre de recelos, a su propio domicilio y a la recuperación de sus bienes, a todos los refugiados fuera de España, que quieran volver a su Patria. Por cuya causa es menester intimar las penas respectivas a cuantos los denuncien falsamente o sin motivo los molesten.
3.- Además, considerada la multitud de errores doctrinales y prácticos, contrarios enteramente a la doctrina evangélica y a las enseñanzas de la Iglesia, que han pululado durante estos últimos lustros en la vida española, así religiosa y moral, como política, social y ciudadana –ante el silencio quizás con la venia de casi toda la Jerarquía-; nos sentimos obligados a desear vivamente que el Papa Pío XII, mediante una encíclica o letra apostólica, dirigida a España, declare tales desvíos y errores, y señale las prácticas y enseñanzas cristianas para devolver la normalidad cívica sojuzgada, no menos en lo religiosos que en lo ciudadano. Así podríase atajar, a tiempo, una nueva guerra civil, que no puede distar mucho, más atroz que la de 1936.
4.- Una buena palabra del Papa, un gesto paternal de Pío XII podría traer la paz y el bienestar de España, y restañar la sangre, que después de quince años no cesa de teñir la tierra española, aún en vísperas del Congreso Eucarístico, y tal vez a causa de él mismo. Podría apagar también los odios y las venganzas que corroen a los hermanos enemigos. De este modo volverán en su día a Dios millones de españoles, en quienes la crisis actual de toda la Nación con su enorme séquito de toda clase de miserias, juntamente con la pérdida de los valores humanos y morales; y sobre todo la farsa de ese Cristianismo español, imbuido de odio, de venganza y de sangres, ha matado la fe, siquiera por el momento. De esta manera nos hemos hechos responsables de la profunda apostasía del pueblo español (a pesar de las apariencias de Catolicismo espectacular), de la cual Mons. Luis, obispo de Oviedo, presidente de la Acción Católica, habló ya en las Semanas Sociales de Zaragoza (1932) y de Madrid (1934).
5.- Según todo eso, que no es sino apuntado, a) decid al Soberano Pontífice el inmenso clamor del pueblo español tiranizado por las flechas, que en un abrir y cerrar de ojos hicieron fortunones: pueblo que se desgarra y se desangra aún entre las ejecuciones capitales diarias y el terror de las cárceles continuas, todo ello añadido a la inmensa miseria común, que pusieron en evidencia ante la faz del mundo las huelgas de marzo de 1951, en Barcelona y aun Pamplona, cruelmente castigadas con los fusilamientos de 14 de marzo de 1952 y con el proceso de Vitoria, en el que están incluidos jóvenes de Acción Católica. B) Decid a Pío XII también que en el extranjero hay, desde febrero 1939, centenares de miles de refugiados españoles ancianos, niños, mujeres, hombres, mutilados, enfermos, en quienes después de las infinitas miserias materiales, morales y religiosas pasadas en los campos de concentración casi nadie piensa, si no es para abandonarlos en sus desgracias y penas, para denigrarlos sin caridad ni verdad, para esclavizarlos sin piedad con un trabajo inhumano. ¿Qué ha hecho la Iglesia por ellos? preguntan con frecuencia los mismos españoles. ¡Qué Dios lo juzgue! C) Y cuanto a España ¿qué voz católica y eclesiástica se ha levantado en el mundo a la vista o ante el relato de los atropellos sacrílegos –cometidos por la civilización cristiana desde 1939- en tantos católicos después de la ignominiosa ejecución del gran defensor de la Iglesia, católico ejemplarísimo, el diputado Manuel Carrasco y Formiguera; en tantos sacerdotes, fusilados muchos sin formación de causa ni proceso, o encarcelados en gran número, o sometidos a trabajos forzados? A muchos de ellos fueron negados los oficios funerales y la sepultura eclesiástica, las últimas plegarias de la Iglesia ¡Qué Jesucristo lo vea y lo perdone!
En fin, “el pueblo español en los días de la liberación de 1939 puso su confianza en la Iglesia: mas hoy se siente desengañado por la Iglesia” –dijo Mons. Enrique, obispo de Solsona en su pastoral de Cuaresma El pan nuestro de cada día, 1950. Si hemos de creer en el Cristo, que formuló terminantemente: “En esto conocerán que sois mis discípulos, si tuviereis amos los unos con los otros” (Jn. 13, 35); no serán las ejecuciones capitales diarias, ni las cadenas perpetuas, por cuanto “sanguis est semen”, las que salvarán a España, construyendo su paz y labrando su felicidad; sino solamente una centella del amor de Cristo, que descendiendo sobre la España de todos, entre en el corazón de todos y de cada uno de los españoles, juntamente con la bendición apostólica.
¡Dios lo quiera y Dios lo haga!
Un grupo de españoles y amigos.

18 de febrero de 2009

Anarquía y comunismo, de Carlo Cafiero

Carlo Cafiero (1846-1892), de familia adinerada, ingresó en la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) tras conocer a Karl Marx en Londres, y llegó a compendiar El Capital. Cuando en 1872 conoció a Mijaíl Bakunin, se adhirió al anarquismo, del que fue considerado por muchos como su primer ideólogo en lengua italiana. Compañero inseparable de Errico Malatesta, juntos compartieron las tesis del anarquismo comunista frente al colectivismo y juntos participaron en la preparación tanto de congresos como de insurrecciones. Reproducimos el texto presentado por Cafiero con ocasión del congreso de la Federación del Jura de la AIT celebrado en 1880 en La Chaux-de-Fonds. Se publicó por primera vez en el periódico ginebrino Le Révolté.

En el Congreso Socialista celebrado en París por la región del Centro, un orador, que se distinguía por sus ataques contra los anarquistas, dijo: “El comunismo y la anarquía no pueden, en modo alguno, hallarse unidos”. Otro orador, que hablaba contra los anarquistas, aunque con menos violencia, dijo, hablando de la libertad económica: ¿“Cómo queréis que se pueda violar la libertad cuando existe la igualdad?”
Pues bien, yo creo que ambos oradores se equivocaban lastimosamente.
Se puede tener perfectamente la igualdad económica sin poseer la más mínima libertad. Ciertas comunidades religiosas son prueba evidente de ello. En ellas reina la más completa igualdad con el más absoluto despotismo. La más completa igualdad, porque el superior viste el mismo paño y come en la misma mesa que los demás religiosos; la única diferencia que le distingue de los otros es el derecho de mando que tiene sobre ellos.
¿Y qué diremos de los partidarios del “Estado popular”? Si éstos no encontraran obstáculos de ninguna suerte, estoy seguro de que acabarían por realizar la imperfecta igualdad, al mismo tiempo que el más perfecto despotismo; porque, no hay que hacerse ilusiones, el despotismo de su Estado sería idéntico al despotismo del Estado actual, aumentado con el despotismo económico de todo el capital en manos del Estado, y del despotismo subsiguiente por la centralización que se verificaría por la anulación de todas las instituciones.
Por eso, nosotros los anarquistas, amigos de la libertad, nos proponemos combatir a los socialistas de Estado con todas nuestras fuerzas. Contrariamente a todo cuanto se ha dicho, se debe temer por la libertad, aun cuando la igualdad exista; mientras que no se debe abrigar ningún temor por la igualdad allí donde exista la verdadera libertad, esto es, la anarquía.
Porque la anarquía y el comunismo, lejos de hallarse en abierta oposición, se hallan íntimamente unidos, ya que estos dos términos (sinónimos de libertad e igualdad) son los dos términos necesarios e indivisibles de la Revolución.
Nuestro ideal revolucionario es sencillísimo; se compone, como todos los de nuestros predecesores, de estos dos términos: libertad e igualdad. Solamente hay en él una pequeña diferencia.
Penetrados de esa confusión con que los reaccionarios de todas las épocas han logrado presentar a la libertad y a la igualdad, séanos permitido poner al lado de estos dos términos libertad e igualdad, dos equivalentes de cuyo significado preciso nadie podrá llamarse a engaño: “Queremos la libertad, esto es, la anarquía, y la igualdad, esto es, el comunismo”.
La anarquía, en la actualidad, es una fuerza de ataque; sí, es la guerra a la autoridad, al poder del Estado. En la sociedad futura, la anarquía será la garantía, el obstáculo a la vuelta de cualquier autoridad, y de cualquier orden, de cualquier Estado. Libre el individuo para satisfacer todas sus necesidades, en completa posesión de su personalidad, según sean sus gustos y simpatías, se reunirá con otros individuos para formar grupos y asociaciones; libres las asociaciones, se federarán en el municipio o en el barrio; libres los municipios, pactarán para formar la comarca y la región, y así sucesivamente, hasta unirse libremente toda la Humanidad.
El comunismo, actualmente, es aún el ataque. No es, sin embargo, la destrucción de la propiedad, sino la toma de posesión, en nombre de toda la Humanidad, de toda la riqueza existente en el mundo. En la sociedad futura, el comunismo será el goce de toda riqueza existente por parte de todos los hombres y según el principio: “de cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus necesidades”, que es como si dijéramos: de cada uno y a cada uno según su voluntad.
Conviene, por tanto, hacer notar, sobre todo, en contestación a nuestros adversarios, los socialistas de Estado, que la toma de posesión y el disfrute de toda la riqueza deben ser, según nosotros, la obra del pueblo entero. No siendo el pueblo, la Humanidad, un individuo que pueda tener en su mano la riqueza, se ha pretendido hacer creer que será necesario instituir una clase de representantes y de depositarios de la riqueza común. No queremos intermediarios; no queremos representantes que acaban por representarse a sí mismos; no queremos moderadores de la igualdad que acaban por ser moderadores de la libertad; no más nuevos Gobiernos: no más Estados, llámense populares o democráticos, revolucionarios o provisionales. La riqueza común, estando diseminada sobre toda la tierra, perteneciendo toda de derecho a la Humanidad entera, los que se encuentran en contacto con esta riqueza y en la posibilidad de utilizarla, la utilizarán en común. Pero si un habitante de Pekín país viniese a nuestro país, se hallaría en el mismo derecho que los demás: gozaría junto con los otros de toda la riqueza del país, como lo habría hecho en Pekín.
Se ha equivocado por completo el orador que ha denunciado a los anarquistas como queriendo constituir la propiedad de las corporaciones. ¡Vaya un progreso que sería querer destruir el Estado para construir una infinidad de pequeños Estados! ¡Matar al monstruo de una sola cabeza para crear un monstruo de mil cabezas!
No; lo hemos dicho ya y no cesaremos de repetirlo: no queremos intermediarios, mediadores y hombres servidores, que acaban siempre por convertirse en verdaderos amos. Nosotros queremos que toda la riqueza existente sea tomada directamente por el pueblo mismo, y que él solo decida la mejor manera de usufructuarla, ya sea para la producción o para el consumo.
***
Pero se nos pregunta: “¿El comunismo es practicable? ¿Tendremos suficientes productos para dejar a cada uno el derecho de tomarlos a su voluntad, sin reclamar a los individuos más trabajo que aquel que ellos quieran dar?”
A eso responderemos: Sí, ciertamente. Se podrá aplicar este principio: De cada uno y a cada uno según su voluntad, porque en la sociedad futura la producción será tan abundante que no habrá ninguna necesidad de limitar el consumo ni de reclamar de los hombres más trabajo del que ellos quieran dar.
Este inmenso aumento de producción, del cual nadie en la actualidad puede formarse una idea exacta, puede vislumbrarse examinando las causas que lo provocarán. Estas causas pueden reducirse a tres principales:
Primera. La armonía de la cooperación en los diversos ramos de la actividad humana, sustituida por la lucha actual que se verifica mediante la competencia.
Segunda. La introducción masiva de máquinas de todas clases.
Tercera. La economía considerable de las fuerzas de trabajo, de los instrumentos del trabajo y de las materias primas, realizadas con la supresión de la producción de los objetos perjudiciales o inútiles.
La competencia, la lucha, es uno de los principios fundamentales de la producción capitalista, que tiene por divisa: Mors tua, vita mea (tu muerte es mi vida). La ruina del uno constituye la fortuna del otro; y esta lucha encarnizada se hace de nación a nación, de región a región, de individuo a individuo, tanto entre capitalistas como entre operarios. Es una guerra a muerte, un verdadero combate bajo todos los aspectos: cuerpo a cuerpo, en grupos, en escuadrones, en regimientos o en cuerpos de ejército. Un obrero halla trabajo donde otro lo pierde; una industria florece y se desarrolla mientras otra se arruina y perece.
Ahora bien, cuando en la sociedad futura este principio individualista de la producción capitalista, cada cual para sí y contra todos, y todos contra uno, se halle sustituido por el verdadero principio de la sociabilidad humana, uno para todos y todos para uno, ¿qué inmenso cambio no se habrá obtenido en los resultados de la producción? ¡Imagínese cuál será el aumento de la producción cuando el hombre, lejos de tener que luchar contra sus semejantes, se vea ayudado por los demás, considerándolos no como enemigos, sino como colaboradores!
Si el trabajo colectivo de diez hombres da resultados imposibles para un hombre solo, ¡cuán grandes no serán los resultados obtenidos con la cooperación de todos los hombres, quienes se ven obligados hoy a trabajar unos contra otros!
¿Y las máquinas? La aparición de este potente auxiliar del trabajo, tan importante como parece hoy, es un grano de anís en comparación con lo que será en el mundo del porvenir.
En la actualidad, la máquina halla a menudo un obstáculo en la ignorancia del capitalista, pero más a menudo aun en sus intereses; ¡cuántas máquinas permanecen hoy inactivas, únicamente porque no producen un beneficio inmediato al capitalista! ¿No vemos, acaso, en las compañías mineras, por una criminal avaricia, negarse a proveer a los trabajadores de todos los aparatos de seguridad para descender a los pozos? ¡Cuántos descubrimientos, cuántas aplicaciones de la ciencia permanecen inactivos porque no producen suficientes ganancias al capitalista! ¡El mismo trabajador es en la actualidad el enemigo de las máquinas, porque le disputan el salario, lo expulsan de la fábrica, lo lanzan a la desesperación, a la muerte! Por el contrario, ¡qué inmensa fuerza recibirá el hombre con auxilio tan poderoso, cuando en vez de ser esclavo de la máquina, sea su aliado y director, trabajando para su bienestar!
Conviene también tener en cuenta la inmensa economía que resultará de estos tres elementos de trabajo: la fuerza, los instrumentos y la materia, los cuales se hallan hoy horriblemente empleados, ya que se dedican a la producción de cosas absolutamente inútiles, cuando no perjudiciales a la humanidad.
¡Cuántos trabajadores, cuánta materia prima e instrumentos de trabajo no son empleados hoy entre los ejércitos y escuadras, en la construcción de fortalezas, buques de combate, cañones y todo un arsenal de armas ofensivas y defensivas! ¡Cuánta no es también la fuerza usada en la producción de los objetos de lujo y que verdaderamente sólo sirven para satisfacer necesidades de vanidad y de corrupción!
Y cuando todas estas fuerzas, toda esta materia prima, todos estos instrumentos del trabajo, sean empleados en la industria útil, en la agricultura, en la navegación y en las comunicaciones, ¡qué prodigioso aumento de producción no veremos surgir!
***
Sí, el comunismo es aplicable. Se podrá permitir que todo el mundo tome a voluntad de todo cuanto necesite, porque habrá suficientes productos para todos, y no habrá necesidad de exigir de nadie más trabajo que el que humanamente pueda o quiera dar. Y gracias a esa abundancia, el trabajo perderá el carácter de ignominia que hoy tiene, y ofrecerá solamente el atractivo de una necesidad moral y física, como la de estudiar y vivir con la naturaleza.
Pero no basta afirmar que el comunismo es posible; conviene demostrar que el comunismo es necesario. No sólo se puede ser comunista, sino que se debe serlo, so pena de faltar al objeto de la Revolución.
En efecto, si después de haber puesto en común los instrumentos de trabajo y las materias primas, conservásemos la apropiación individual de los productos del trabajo, nos hallaríamos obligados a conservar la moneda para medir la acumulación de riquezas más o menos importantes, según el mérito o la astucia de cada uno. La igualdad sería palabra hueca, porque todo el que lograse poseer más riquezas se elevaría por este solo hecho por encima de todos los demás. No faltaría más que un paso para que la contrarrevolución estableciese el derecho de herencia. He oído decir a un socialista que se llama revolucionario, que aunque se estableciese el derecho de herencia la cosa no traería consecuencias. Para nosotros, que conocemos de cerca los resultados a que ha llegado la sociedad con esta acumulación de las riquezas y su transmisión por la herencia, no puede ofrecérsenos duda sobre la importancia de la cuestión de que se trata.
La apropiación individual de los productos restablecería no sólo la desigualdad entre los hombres, sino también la desigualdad entre los diversos géneros de trabajo. Veríamos renacer inmediatamente el trabajo propio y el trabajo impropio, el trabajo noble y el trabajo villano; el primero sería ejecutado por los ricos y el segundo por los pobres. De esta manera no sería la vocación y el gusto personal los que estimularían al hombre a consagrarse a este o aquel trabajo, sino el interés y la esperanza de mayor beneficio.
Así renacerían la malicia y la astucia, el mérito y el demérito, el bien y el mal, el vicio y la virtud, y, por consiguiente, la recompensa, de una parte y el castigo de otra; la ley, los procesos, los esbirros y la cárcel.
No faltan socialistas que persisten en sostener la idea de la apropiación individual de los productos del trabajo poniendo a contribución para ello el sentimiento de la Justicia.
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¡Extraña ilusión! Con el trabajo colectivo necesario para producir en grande y aplicar en gran escala las fuerzas mecánicas, con esta tendencia cada día mayor del trabajo moderno a servirse del trabajo de las generaciones precedentes, ¿cómo se podrá determinar cuál es el producto de uno y cuál es el producto de otro?
Tan difícil es, que hasta nuestros adversarios lo reconocen cuando dicen: “Nosotros tomamos por base de la repartición de los beneficios, la hora de trabajo”. No obstante, al decir eso, admiten al mismo tiempo que semejante repartición sería injusta, porque tres horas de trabajo de Pedro pueden muy bien valer cinco horas de trabajo de Pablo.
***
Otras veces nos hemos llamado colectivistas para distinguirnos de los individualistas y de los comunistas autoritarios, pero en realidad somos comunistas antiautoritarios, y diciéndonos colectivistas pensábamos expresar con este nombre la idea de que todo debe ser puesto en común sin hacer diferencia alguna entre los medios de producción y los frutos del trabajo colectivo.
Pero en un hermoso día, y como por arte de magia, vimos aparecer una nueva clase de socialistas, los cuales, siguiendo las huellas del pasado, se pusieron a filosofar, a distinguir y diferenciar sobre la cuestión, y acabaron por hacerse apóstoles de la tesis siguiente:
“Existen –dicen- valores de uso y valores de producción. Los valores de uso son aquellos que nosotros empleamos para satisfacer nuestras necesidades personales, como la casa que habitamos, los víveres que consumimos, el vestido, los libros, etc., mientras que los valores de producción son aquellos de los cuales nos servimos para producir, como los talleres, los grandes almacenes, las máquinas y los instrumentos del trabajo de todas clases, el suelo, etc. Los valores de uso, sirviendo, pues, para satisfacer las necesidades del individuo, deberán ser propiedad individual, mientras que los valores de producción, ya que están a disposición de todos, deberán ser de propiedad colectiva”.
Tal fue la nueva teoría económica hallada o, mejor dicho, renovada por la necesidad.
Pero yo desearía que me dijeran, los que dan el gracioso título de valor de producción al carbón que sirve para alimentar la máquina, ¿por que rehúsan conceder el mismo valor al pan y a la carne con que me nutro, al aceite con que condimento mi ensalada, al gas que alumbra mi trabajo, a todo lo que, en suma, hace vivir y andar la más perfecta de todas las máquinas, el hombre? Vosotros ponéis en el valor de producción la dehesa y el pesebre que sirve para el mantenimiento de los bueyes y de los caballos. ¿Y queréis excluir la habitación y el jardín, que sirven al más noble de los animales, al hombre? ¿Dónde está vuestra lógica? Además, vosotros mismos, que os habéis hecho los apóstoles de esta teoría, sabéis perfectamente que esta diferencia no existe en realidad, y que si hoy es difícil trazarla, desaparecerá por completo el día en que todos sean productores al mismo tiempo que consumidores.
No es, pues, con esta teoría con la que podrán obtener una fuerza nueva los partidarios de la propiedad individuad de los productos del trabajo. Esta teoría no ha obtenido más que un solo resultado: el de poner al descubierto el juego de aquellos socialistas que querían atenuar la importancia de la idea revolucionaria: ella les ha abierto los ojos y les ha mostrado la necesidad de declararse abiertamente comunistas.
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Veamos, por último, la sola y única objeción seria que nuestros adversarios habían hecho contra al comunismo. Todos están de acuerdo en reconocer que vamos necesariamente hacia el comunismo, pero se hace notar que en un principio los productos no serán suficientes, y no existiendo gran abundancia de ellos será necesario establecer el sistema de las raciones, la distribución, y que el mejor sistema de distribuir los productos del trabajo sea aquel que esté basado sobre la cantidad de trabajo que cada uno haya realizado.
A esto responderemos que en la sociedad futura, aunque fuese necesario el racionamiento, habría que seguir siendo comunistas, esto es, las raciones deberían distribuirse no según los méritos, sino según las necesidades.
Véase, si no, lo que sucede en la familia: el padre gana, supongamos, cinco pesetas diarias; el hijo mayor, tres pesetas; el hijo segundo, dos pesetas, y el más pequeño, solamente una peseta diaria. Todos entregan el dinero a la madre, que tiene a su cargo el cuidado de la casa y la alimentación de toda la familia. Todos contribuyen al sostenimiento de ésta, pero con completa desigualdad; mas, cuando llega la hora de la comida, todos se sirven según su apetito. Para nadie hay limitaciones ni distribuciones odiosas. Vienen luego las épocas calamitosas, y la miseria impone a la madre el no tener en cuenta el apetito y los gustos de sus hijos queridos para la distribución de la comida. Ha llegado el momento de limitar las raciones, y, sea por iniciativa de la madre, sea por convenio tácito de todos, las porciones son reducidas. Pero observadlo: esta reducción no se hace según los méritos, porque los dos niños más jóvenes son los que reciben mayor ración, y si hay algún bocado predilecto, ése se reserva para la viejecita, que en nada ha contribuido. Así, pues, durante la carestía, el principio de la distribución limitada se aplica en la familia según las necesidades.
¿Y por qué no ha de ser así en la gran familia humana del porvenir?
Mucho más diría sobre esta cuestión, porque la considero de suma importancia para el socialismo, si no me dirigiera a los anarquistas.
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No se puede ser anarquista sin ser comunista, porque la más perfecta idea de la limitación contiene en sí misma los gérmenes del autoritarismo. Cualquier limitación que se intente engendrará inmediatamente la ley, el juez y el policía. Debemos ser comunistas porque es en el comunismo donde realizaremos la verdadera igualdad. Debemos ser comunistas, porque el pueblo, que no comprende los sofismas colectivistas, comprende perfectamente el comunismo, como lo han demostrado ya nuestros compañeros Reclus y Kropotkin. Debemos ser comunistas, porque somos anarquistas, porque anarquía y comunismo son los dos términos necesarios de la revolución.