La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

14 de abril de 2013

El fallido pronunciamiento del Brigadier Villacampa

El 19 de septiembre de 1886 el brigadier Manuel Villacampa se sublevó en Madrid y avanzó hacia la Puerta del Sol para proclamar la República en España, poco más de una década después de que el general Arsenio Martínez Campos la enterrase con su pronunciamiento en las playas de Sagunto y cuando el país aún vivía agitado por la repentina muerte del rey Alfonso XII y la inestabilidad provocada por una restauración monárquica que ceñía la corona a un niño recién nacido. Manuel Ruiz Zorrilla, desde su exilio parisino, y los últimos militares republicanos que habían sobrevivido a los cambios producidos en el ejército español desde el final del Sexenio Revolucionario, se embarcaron en una intentona precipitada y que era más el resultado de un voluntarismo aventurero que de una necesidad social. El semanario anarquista madrileño Bandera Social publicó entre el 30 de octubre, cuando se levantó la censura militar tras el fallido alzamiento militar republicano, y el 25 de noviembre un análisis de la situación que permite conocer hasta qué punto se habían alejado republicanos y anarquistas.
Retrato del Brigadier Manuel Villacampa del Castillo (Archivo La Alcarria Obrera)

SOBRE LO PASADO
I
Apaciguada algún tanto la marejada que produjeran los sucesos del 19 de septiembre, debemos cumplir la palabra empeñada y, aunque por modo somero, dar nuestra opinión cuanto a los acontecimientos ocurridos en esta localidad.
Podíamos haberlo hecho con sólo tergiversar el orden de nuestro trabajo durante el estado de sitio, pues los fusionistas mostrábanse ávidos de poder apuntar un detalle, fuera de donde quisiera, con tal que este detalle redundara en perjuicio y nuevo cargo contra los vencidos. Pero este salvoconducto, a precio tal adquirido, repugnaba a nuestra hidalguía, y antes que servir intereses bastardos, hubiéramos preferido cien veces arrostrar las consecuencias de la persecución, guardar silencio ó romper nuestra pluma; todo, en fin, menos atacar a los que se encontraban amordazados, perseguidos y encarcelados.
Malquistos con los republicanos burgueses, cuya conducta ni es garantía de la libertad ni de la justicia, en lo que entendemos nosotros por justicia y libertad, la ocasión que se nos presentaba era propicia, no para vengarnos, sino para devolverles cuanto daño nos han hecho, hacen y harán en lo sucesivo.
Hoy, pues, que las circunstancias han cambiado, y todos tienen expedito el camino de la propia defensa, escudriñemos con ánimo sereno, y siguiendo el derrotero de la lógica y la razón, las causas determinantes del movimiento frustrado. Espectadores, digamos así, no interesados en el asunto directamente, podemos hacer desde nuestro punto de vista un juicio exento de la pasión propia de quienes han sido actores ó debieran haberlo sido.
Para ello, pues, debemos retrotraer la política española, eso que se llama política, a tiempos un tanto anteriores a la fecha del 19 de septiembre; que, aunque ésta parezca la decisiva, por lo reciente, reconoce causas incubadas con antelación y gérmenes procreadores bien distintos y extraños a los en esa noche manifestados, por más que en el encadenamiento de la historia tengan explicación categórica. Fijemos nuestro punto de partida en la Revolución de septiembre de 1868, y desde entonces, dando la mano a los hechos acontecidos, llegaremos al que es hoy todavía el tema obligado de la discusión.
La revolución de septiembre hubiera sido, ni más ni menos, que un motín de la soldadesca (calificación dada a la última asonada por El Imparcial) sin la aquiescencia del pueblo. Los militares, que con tanta frecuencia se ofuscan, han querido mermar la parle que le correspondía al pueblo en aquella jornada, atribuyéndose para sí la gloria ganada en Alcolea. Basta para contrarrestar esta opinión la consideración de que el gobierno, si hubiera tenido confianza en la tranquilidad de las poblaciones, hubiera desguarnecido todas las plazas y acumulado tal número de fuerzas en Alcolea, que probable es que hubieran tenido que volver a la emigración los apóstoles de España con honra. Pero sucedió lo contrario, y triunfó la Revolución. Tres años hacía que aquella misma Revolución había sido derrotada en las calles de Madrid. Después de la batalla se llevaron a cabo por la reacción triunfante larga e interminable serie de fusilamientos.
Si los revolucionarios debieron usar la ley de las represalias con sus verdugos del día antes no es asunto para discutido ahora; lo cierto es que fueron más generosos que lo había sido aquella reina y su gobierno responsable y no causaron más víctimas que las ocurridas en el fragor del combate.
No hubo, pues, fusilamientos, cosa que tanto pábulo ha dado ahora, y la Revolución se consolidó, como en política se dice, por medio de la soberanía nacional. Esta misma señora eligió Cortes, no sin que antes estallara aquella formidable insurrección republicana entre cuyos jefes se contara el benévolo Castelar.
Domeñados los republicanos, en cuyo desastre parece debieran andar las concupiscencias, quizá la traición de algún jefe timorato, las Cortes votaron la monarquía, y más tarde á Amadeo I rey de España.
Los realistas borbónicos apenas se atrevían a levantar la cabeza, y a pesar de haberse hecho las elecciones por sufragio, sólo lograron traer a ellas unos cuantos representantes. ¡Si tendrían prestigio!
Como no pretendemos hacer historia descriptiva sino examen retrospectivo, pasamos por alto la muerte de Prim, las intrigas sin nombre de Montpensier y sus obligados para coronarle... y llegamos al momento en que Amadeo, a quien no puede negársele en justicia las buenas cualidades personales, cansado de sufrir impertinencias y lidiar un día y otro día con esa chusma que se llama hombres políticos, abandonó el trono, prefiriendo la vida del simple particular a tener que habérselas cotidianamente con entes que reflejaban en todos sus actos un fondo de innobles pasiones y de ruines aspiraciones.
Todo quedó como una balsa de aceite, al parecer. Pero los monárquicos, que si habían transigido por especulación, veían se iban a oscurecer en cuanto llegaran las elecciones de desandar lo andado. Al efecto, secundados ó engañando a los inocentes batallones monárquicos, dieron el grito de rebelión y se encerraron en la plaza de toros.
Confiaban en la artillería, la Guardia civil y otros refuerzos, y tenían, sabido es de todo el mundo, el proyecto de entrar a sangre y fuego contra los de las gorras coloradas. Conocida era en su mayor parte toda aquella generalesca incitadora del motín; muchos de ellos fueron hechos prisioneros, y sin embargo, los republicanos ni los fusilaron ni los desterraron, sino que los trataron con la mayor consideración, proporcionando a algunos abrigo y acompañándolos hasta su casa.
Es decir, que una vez que triunfó la reacción monárquica, 1866, fusiló y encarceló a diestro y siniestro, y dos veces que triunfaron los llamados revolucionarios, 1869 y 1873, perdonaron generosamente a los vencidos. El contraste es digno de señalarse. Pasemos de otro salto a las elecciones republicanas, luciéronse éstas también por sufragio universal. ¿Cuántos diputados borbónicos vinieron á aquellas Cortes?
Expedito tenían el camino; así es que si no obtuvieron sufragios, debióse esto a que su causa estaba por todo extremo desacreditada ante la opinión de un pueblo que sabía perfectamente lo que podía esperar de aquella Isabel como reina y como mujer. Esta repugnancia que el pueblo les manifestaba debió encender su amor propio y animarles a dar más recursos a las cuadrillas de salteadores, que con la bandera del carlismo, asolaban a los pueblos y asesinaban a los indefensos.
Hasta los más alejados de la política sabían a ciencia cierta que aquellos carlistas no tenían de tal causa sino la boina, su ignorancia y las perversas mañas que esta causa lleva en pos de sí. En el fondo de aquella superficie que gritaba ¡viva Carlos VII! Se agitaba otra cosa, y aquella cosa era la restauración alfonsina. Los jefes más importantes eran alfonsinos, el dinero era de la misma procedencia, la artillería, jefes y cañones, habían salido de las filas y de los bolsillos isabelinos.
Si los republicanos de entonces hubieran sido revolucionarios, con gran facilidad habrían sofocado el movimiento carlista-alfonsino.
Y no habrían menester para ello de aquellas tremendas quintas. Bastaba con que se hubieran acordado que el foco de la insurrección no estaba en los campos sino en las poblaciones. Una medida revolucionaria hubiera dado más al traste con el carlismo-alfonsino que cien batallas. Pero no supieron ó no quisieron. Todos sus cabezas tenían miedo a la Revolución, y como decían con una modestia ridícula, no se atrevían a aceptar ante la historia las consecuencias de un hecho que hubiera cambiado el modo de ser de esta región.
Después de haberse votado la república federal por unanimidad, se sobrecogieron de su obra y quisieron deshacerla. Los que tenían alguna fe política marcharon a Cartagena y allí proclamaron lo que las Cortes habían votado. Contra ellos encaminaron todas las fuerzas, con gran contentamiento de los carlistas-alfonsinos que, al verse libres de las tropas; camparon por sus respetos. Contra los de Cartagena se empleó la energía que faltaba para batir a los carlistas-alfonsinos. Y como si esto fuera poco y los republicanos hubieran tomado a formal empeño el desacreditar la república y labrar su ruina, confiaron el mando de divisiones y brigadas a los que sabían estaban comprometidos en la causa de la restauración, y por tanto habían de hacerles traición. Poco tardó en llegar la confirmación de este hecho. Cuando ya todo estuvo bien preparado a espaldas del gobierno de Castelar, ó con su anuencia, surgió el 3 de enero. Si entonces no se realizó todo de una vez, fue porque abrigaban la seguridad de hacerlo más tarde ó todavía no se atrevían a levantar una bandera que había sido unánimemente rechazada por el pueblo.
II
Al pasar la vista por la parte de este artículo publicada hemos notado bien la discrepancia que existe entre el original efectivo y el extracto. Nuestro afán de reducirlo a las menores dimensiones ha hecho que algunos de los más interesantes pasajes adolezcan de inmenso vacío y hasta de la precisa ilación que menester es en todo escrito destinado a ver la luz pública. Pero el daño está hecho. No tiene remedio, so pena de volver atrás e incluir una numerosa parte de lo suprimido, lo cual hemos tratado de evitar a todo trance por no incurrir en extrema prolijidad. Así, pues, reanudamos, en la forma que nos sea posible, el trabajo comenzado.
Habíamos quedado en la inolvidable fecha del 3 de enero. Lo que pasó después de esta hazaña memorable no tiene nombre. Los monárquicos constitucionales, que siempre tienen la soberanía nacional en la boca, que hablan de la representación nacional como cosa sagrada ó inviolable, no desdeñaron aceptar un ministerio que sólo a virtud del mayor atropello cometido con esas dos cosas, soberanía y representación nacional, pudieron conseguir. En aquella época vióse lo que puede la audacia y con cuánta facilidad suple al prestigio y a la inteligencia. Un general, cuyo nombre hallábase envuelto en las sombras de lo desconocido, pudo ofrecer la gobernación del Estado a unos caballeros, lo cual dice la importancia que tendrá esta institución cuando tan pocos títulos son menester para dirigirla y representarla.
Sigamos con los alfonsinos, pues no hemos de incurrir en la torpeza de exponer los actos llevados a cabo por aquella quisicosa que se llamó gobierno del 3 de enero. Basta apuntar que fue un borrón en la historia, y que los que a escribir ésta se dedican harían gran merced no señalándole, a fin de evitar esa vergüenza a todos los partidos políticos de este país.
Aquello trajo esto. Es decir, cuando los alfonsinos creyeron oportuno el momento, después de haber ido, como Ruiz Zorrilla, a minar al ejército, corromper su fidelidad y buscar la revolución en las cuadras de las compañías, comisionaron a uno (creemos que entonces brigadier) para que diera el grito de Alfonso XII. Sagunto fue el teatro de esta epopeya. Todavía no tenían confianza los hombres civiles en el resultado de su empresa. Pero este militar, dando una muestra de disciplina, de consecuencia a aquella república que le había sacado de su prisión, ascendiéndole y encomendándole un cargo de confianza, se sobrepuso a sus compañeros civiles de conspiración, y a pesar de tener tan pocas fuerzas, casi como las que llevaron a cabo el motín de la soldadesca el 10 de septiembre último y encontrarse al frente del enemigo, que eso dicen que es un enorme delito, levantó la bandera sediciosa.
La restauración, pues, no salió de los comicios; fue el resultado de un golpe de fuerza afortunado. Convencidos los alfonsinos de la realidad, que aún les parecía dudosa, no tardaron en hacer tabla rasa con lo muy poquitito que habían hecho los republicanos. Cual famélica bandada de cuervos lanzáronse sobre su presa, inaugurando una de las series más vergonzosas de arbitrariedades que registra la historia. Todo cuanto había que corromper lo corrompieron, prostituyéronlo todo, hasta que ya, redondeados, que es el busilis de todas las políticas, dieron acceso a los liberales (así se llaman ellos), para que los ayudaran a roer el hueso.
Dejemos a un lado las humillantes transacciones, las repugnantes componendas, las bajezas de todas clases que éstos viéronse compelidos a hacer para que les concedieran, cual vergonzosa limosna, ocupar algunos meses el poder. Si un hombre solo llegara al grado de rebajamiento que han alcanzado aquí los partidos monárquicos liberales y demócratas, para sólo husmear una credencial, ese hombre seria un ente envilecido. No es posible tener en menos estima el propio decoro, no cabe ir más allá en materia de servilismo y abdicación de sí mismo.
Es verdad que llevan cruces, han obtenido grados, mercedes, posición, pero todo ello es un grano de anís comparado con los extremos a que han recurrido y con el anatema que sobre ellos formula la gente seria, honrada y sensata.
Hemos llegado, sin darnos cuenta de ello, al desenlace de nuestro trabajo; pero ya que en esto nos hemos extralimitado algún tanto al ocuparnos de la cosa política, cosa que a decir verdad poco ó nada nos incumbe, pues está probado que de ella no hemos de esperar nada tangente, provechoso y útil, demoraremos al número próximo el encadenamiento de los cabos sueltos de estos dos artículos.
III
Hemos prometido resumir. Resumamos, pues, no sea que el diablo la hurgue, y nos sorprenda lo que se anuncia sin haber terminado el juicio sobre lo pasado.
Dimos tregua a nuestro trabajo del número anterior dejando a los conservadores entregados al consiguiente saqueo como premio a su victoria. Saltando por encima de esos repulgos de empanada que caracterizan a los revolucionarios (?) de historia, responsabilidades, melindres y cuchufletas, tomaron este país como por derecho de conquista y se decidieron a hacer política conservadora.
Que esto no les costó mucho es notorio. Los republicanos, apenas habían cambiado nada, pues el tiempo lo emplearon en tirar de las botas al que iba empingorotándose por la cucaña presupuestívora. El obstáculo que más trabajo les hubiera costado vencer era el pueblo, y el pueblo estaba harto de las inconsecuencias de Castelar, de las veleidades de Pi, de las estolideces de Ruiz Zorrilla, de las contubérnicas concesiones hechas al espíritu reaccionario por Salmerón, de la falta de energía de Figueras y de todas las muestras de incapacidad revolucionaria de que habían dado pruebas todos los hombres y nombres del santoral republicano.
El comercio, que es tan liberal, pero tan liberal, había hecho su pacotilla. Mientras duró la república, de uno ó de otro modo, consiguió repletar sus almacenes de géneros, que una vez en rigor los consumos íbase a aumentar el precio de todos los artículos y deseaba a todo trance se restableciera la monarquía, pues de esta suerte, honrada y legalmente, vendería por treinta lo adquirido por diez. El ejército... Hagamos abstracción de éste, a fin de terminar.
El resultado, pues, de esto fue que los conservadores, que durante se practicó el sufragio, sólo pudieron agenciarse una representación anodina, adquirieron por fuerza lo que nunca hubieran conseguido por la voluntad del pueblo, legalmente manifestada en los comicios. Tan enemigos del desorden, no titubearon en provocarle por todos los medios ilícitos, alimentando la fratricida guerra que sembró a España de luto, desolación, y más que de desolación y luto, de oprobio. Tan asustadizos y declamadores contra el derecho de insurrección, a él apelaron para saciar su desenfrenado apetito. Así se explica que el Sr. Romero dijera, al interpelar a Sagasta qué haría si el país eligiera unas Cortes republicanas, que él (el Sr. Romero Robledo) las disolvería cuantas veces aconteciera esto, lo cual determina hasta qué punto es una farsa eso de ir a los comicios.
Piadosamente pensando, parecía lo natural que los republicanos, si fueran revolucionarios, hubiesen abandonado los escaños del Congreso una vez pronunciadas aquellas frases, que eran un desafío en toda regla lanzado al rostro de los que tienen la pueril pretensión de que, por medio de las urnas se puede hacer otra cosa que gastar saliva, lucir sus facultades oratorias y embaucar a cuatro mentecatos, que ni escarmientan en lo pasado ni en lo presente, ni creemos que en lo porvenir.
Es de tal magnitud el maleficio que ejercen los parlamentos, que es muy difícil, diríamos imposible, que nadie puede sustraerse a su pernicioso influjo, por inflexible que sea su carácter y prevenciones que tome para evitar el contagio.
Pero por muy opuesto que fuera lo dicho por el Sr. Romero a las inocentes pretensiones de los que aspiran, así de bóbilis bóbilis, a realizar sus doctrinas por medio de los votos, lo fueron aún más las declaraciones terminantes del conservador malagueño.
Éste, con ese desprecio con que mira a todos los que no son Cánovas del Castillo, con esa arrogancia que le han hecho adquirir la pequeñez de los hombres políticos españoles de un lado, y de otro la cohorte de aduladores que le ha rodeado constantemente desde que se hiciera amo del cotarro, después de lo de Sagunto, excediéndose a sí mismo en audacia, declaró paladinamente que prefería la monarquía a la paz.
Ni aun así abrieron los ojos los partidarios de las vías legales, y eso que la cosa no podía ser más contundente ni había menester más palabras para explicarse. Aquella preferencia de la monarquía a la paz decía claramente a los republicanos el camino que debían tomar; pero no se movieron; importábales mucho conservar el papel de comparsas que para el buen éxito de su obra les tienen encomendados los monárquicos.
Es más, no sólo no se movieron entonces sino que todavía esperan continuar su incalificable papel en cuanto se reanuden las sesiones. Estos tiempos de vacaciones deben haberle aprovechado en estudiar algunos golpes de efecto para cuando llegue el día. Es probable que tirios y troyanos, fingiendo que lo sienten, se pongan como un trapo, haya voces, protestas, exclamaciones, algarabía, mucho ruido, que todas estas emociones son necesarias para excitar un poco la curiosidad, llamar la atención, justificar el nombramiento de diputado al presente y adquirir la esperanza de la reelección.
Pero la cosa no pasará de ahí. Y esto sí que puede aseverarse infaliblemente, sin pretender sentar plaza de sibila ni menos tener los alcances astronómicos del Zaragozano, pues es tan viejo como el parlamentarismo mismo.
Resumidos, pues, estos puntos, resulta:
1º Que la carencia de ideas revolucionarias de los republicanos, sus condescendencias ilimitadas con las gentes de dinero y su falta de energía y virilidad para llevar a resolución el problema que les estaba encomendado fueron las causas generadoras de la restauración.
2º Que los conservadores, a trueque de realizar su objetivo, no dudaron en apelar a todos los recursos, conjuras, soborno, conspiraciones, guerra civil y, por último, al derecho de insurrección, con lo cual, si bien consiguieron su objeto, también enseñaron cuál es el camino que debe seguir todo el que aspire al triunfo de ideas opuestas a las de los que ocupen el poder. De aquí, pues, que todos intenten y traten de buscar un nuevo Sagunto reparador, y esa serie de conatos de revolución que hasta llegar al del 19 de septiembre, último de la serie, han tenido lugar.
Respecto de éste, aun contra toda nuestra voluntad, diremos la última palabra en el número próximo, pues se presta a enseñanzas elocuentísimas que deben ser muy tomadas en cuenta por los que en lo porvenir pretendan llevar adelante la obra revolucionaria.
IV
Más de dos meses han transcurrido desde la memorable noche del 19 de septiembre. A pesar de haberlo presenciado, todavía nos preguntamos, sin podernos dar contestación categórica, si aquello fue algarada, motín, ó en otro orden, traición, impotencia, jugada de Bolsa, ó lo que es peor, justificación de fondos recibidos. Que de todos estos extremos hase hablado, ya en público, ya en privado, sin que, categóricamente, haya sido replicado por los interesados.
Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que el movimiento anunciado, casi públicamente, para dos días después, sufrió una antelación improvisada, con gran sorpresa de los elementos del pueblo en él comprometidos, que sólo tuvieron conocimiento de lo ocurrido al día siguiente.
Esto es tan cierto, que muchos de buena fe entusiastas partidarios de la república, hombres probados de toda su vida, no acertaban a comprender el por qué de aquella anticipación, que tan fatales resultados produjo y ha de producir en lo sucesivo para los republicanos. Hombres avezados a sufrir privaciones y arriesgar su vida, capaces de guardar un secreto contra todas las inquisitorias, maldecían a voz en grito de aquel engaño manifiesto, de aquel alejamiento a que había pretendido relegárseles para que no obstruyeran sin duda la marcha triunfal del nuevo capitán general de Madrid al frente de la guarnición, que era el que debía proclamar la república en la Puerta del Sol.
A este acto lo faltó tanto para drama como le sobró de ridículo para sainete.
¿Qué hacía el pueblo entretanto? Como el que oye llover, supo que los soldados habían atravesado la población gritando ¡viva la república! En otro tiempo, a ese mismo pueblo, que oía impasible los gritos de ¡viva la república! lo hubiera faltado tiempo para asociarse a los que tal gritaban, sin pararse en barras de los perjuicios que esto podía irrogarle.
Pero los desengaños tantas veces sufridos, las apostasías de tanto y tanto político habíanle aleccionado en lo que esperar podía de sus salvadores, y enseñándole a mantenerse en prudente reserva. Y que obraba cuerdamente no cabe duda. Si el movimiento del 19 tenía algunas condiciones de viabilidad eran eminentemente militares. Los jefes republicanos, temerosos de que la clase obrera tomará parte en el asunto, querían hacer dos cosas a la par: la Revolución y la contrarrevolución.
En obsequio nuestro, pretendían anocheciéramos monárquicos y amaneciéramos republicanos, sin desorden, sin ruido. De ese modo, no había derecho a reclamar otra cosa que lo que los heroicos vencedores hubieran concedido graciosamente, y los jefes republicanos hubiéranse llenado la boca diciendo a las clases conservadoras: “lo ven ustedes; hemos hecho una revolución ordenada; hemos puesto particular empeño en sacar a salvo los sagrados intereses de la propiedad, del Estado y de la familia; somos revolucionarios, pero pacíficos”.
Hubiéranse concedido unos cuantos grados y condecoraciones, cambiado la corona real por el gorro frigio, y tutti contenti. Cuando más, y como represalia a los muchos sufrimientos del pueblo, se hubiera tolerado que los chicos ó grandes arrancasen las armas reales de las muestras de confiterías, ultramarinos, pescaderías, etc., etc., y se escribiera con carbón algún nuevo letrero en la fachada del ministerio de Hacienda.
Ahora bien; ¿merecía esto la pena de siquiera perder el tiempo en narrarlo?
Por mal camino no se llega a buen fin, y los Revolucionarios españoles hace tiempo que se han empeñado en seguir estrechos y tortuosos senderos, de tal suerte está esto comprobado, que nosotros creemos que el mayor enemigo que tiene la revolución y la misma república en España es Ruiz Zorrilla y demás jefes importantes del republicanismo.
Por si todavía no les son suficientes los desengaños sufridos en estos últimos años, téngalo entendido una vez más. La revolución política en España ha muerto. Cuantos esfuerzos hagan para encender la fe apagada son estériles; el pueblo, los trabajadores, no están dispuestos a verter más sangre por encumbrar zánganos que luego se vuelvan contra él. No quiere esto decir que el trabajador no sea revolucionario ni que renuncie a la revolución. Lejos de eso, propende a la revolución, pero a la revolución verdad.
Al aniquilamiento de la burguesía, en una palabra.
Y esto se llama Revolución Social.

5 de abril de 2013

El Partido Progresista contra Isabel II

El Partido Progresista, heredero de los exaltados del Trienio Constitucional, unió su suerte al trono de Isabel II, a pesar de los desdenes repetidos y del evidente desafecto de la reina y su madre hacia el partido y hacia alguno de sus más destacados dirigentes, como Baldomero Espartero. La ingratitud de la corona no erosionó el apoyo de los progresistas hacia el régimen isabelino y hacia la monarca, mientras uno y otra se mantuvieron dentro del marco del liberalismo. Sin embargo, después de la caída de la Unión Liberal de Leopoldo O’Donnell, la monarquía isabelina inició una deriva hacia el autoritarismo que dejó sin margen de actuación al partido progresista. En los procesos electorales de 1863 y posteriores los candidatos y líderes del partido optaron por el retraimiento ante la falta de garantías de limpieza en el proceso electoral, como se muestra en el texto que ahora añadimos, en el que el Comité Central progresista se ratifica en su ausencia de los comicios, posición que es apoyada expresamente por el general Baldomero Espartero que, en el último párrafo de su respuesta, avanza que la actividad insurreccional iba a ser la estrategia de la oposición liberal y democrática al autoritarismo de Narváez y González Bravo.
MANIFIESTO DEL COMITÉ CENTRAL PROGRESISTA
Al partido progresista.
La nación española, grande por sus glorias y libre por sus tradiciones, fue en 1863 convocada para asistir a una de esas luchas políticas en que la elección por distritos, los grandes electores y la impunidad permanente, bastardean el régimen constitucional, unciendo nuestra grandeza y libertad al carro de la teocracia. En presencia de farsa tan repetida, el antiguo Comité Central aconsejó a nuestros correligionarios el retraimiento; y su voz, inspirada por el santo amor de la patria, por el más puro respeto a la dignidad política y por el firme propósito de que los escépticos luchen solos con la reacción, fue unánimemente acogida por cuantos profesan el gran principio de la Soberanía Nacional.
Disueltas las Cortes y convocados nuevamente los comicios, el antiguo Comité Central resignó los poderes, proponiendo a su leal partido la elección de otra junta más numerosa para decidir la actitud conveniente en la próxima farsa electoral de 1864. El partido progresista ha seguido tan saludable consejo; y hoy su nuevo Comité Central, nacido del sufragio más libre, y constituido según las prácticas más puras, va a manifestar su opinión después de haber discutido amplia, tranquila y solemnemente la cuestión de retraimiento.
Empero antes de trasmitirla, el Comité Central cree justo recordar el heroico esfuerzo que la última minoría progresista hizo en el Congreso para prevenir el descrédito en que la influencia moral hace caer al sistema representativo, para contener a la teocracia en su triunfal carrera, para cerrar el repugnante mercado de las conciencias, y poner, ora clara y explícita, ora reticente e insinuativa, los ojos de la patria fijos en el origen de sus males. El Comité paga a minoría tan laboriosa este justo recuerdo; y haciendo suyo cuanto ella dijo, y hasta lo que la fue forzoso callar, aprende en la infecundidad legislativa de nuestros últimos combates parlamentarios que todo se esteriliza en el campo del oscurantismo, y todo se estrella en los obstáculos tradicionales.
Y no basta para contener el curso del mal que cambie la decoración, aquí donde el drama es siempre el mismo. No bastan, para impedir la propagación de la gangrena política, el clamor incesante de la opinión y el vuelo majestuoso de la ciencia, aquí dónde la libertad se pierde en ese dédalo reaccionario que impide el decantado turno pacifico de los partidos en las esferas del poder. No basta, para enfrenar los desatados elementos de la mogigatocracia, la elección de Cámaras populares, aquí donde el Senado sirve de valladar a nuestros triunfos en los comicios. Y ni aun bastarían, en esta patria infortunada, la unánime opinión de los electores y el supremo esfuerzo de todos para hacer tremolar en el Congreso la enseña de la libertad, aquí donde un Gran Elector usurpa al pueblo la prerrogativa constitucional de elegir libremente por sí los diputados, y hace que las Cortes sean hechura de los mismos gobiernos a quienes deben residenciar.
¿A qué ocultarlo? El catálogo infinito de coacciones, de amaños y de escamoteos electorales, parecía no tener fin en el último manifiesto del anterior Comité; y sin embargo, aquel cuadro de ilegalidades aumenta bajo el imperio del novísimo derecho penal de elecciones. Con efecto: ese campo electoral que nuestros contrarios nos ofrecen, es el campo que durante largo tiempo vienen preparando con las dificultades y asechanzas de una asfixiante centralización administrativa, en que las reclamaciones se estrellan contra ardides de oficina ó se evaporan en el hastío de los tribunales. El cuerpo electoral, que se nos da como arma de combate, está inmovilizado por un indefinible statu quo del censo, viene sirviendo de blanco a la coacción, de meta a la venalidad, de arsenal a la osadía; y como es punto de cita para los déspotas, para los tránsfugas y los burócratas, el progreso triunfa solo en poblaciones fuertes por su grandeza, independientes por su fortuna, civilizadas por el genio del progreso e inscritas en el sublimé libro de la libertad.
Esto no basta a los planes de la reacción: sus ministros montan oficinas electorales, que, bajo su dirección, reparten la benevolencia oficial, y hacen del telégrafo el rayo del anatema gubernativo, viniendo por tan vedados caminos a tener Congresos de real orden. ¡Qué más! Los tornillos de la máquina electoral no están aun bastante apretados; y para que su presión sea más eficaz, se ciñen a la elección por distritos, que muchos de nuestros adversarios se avergüenzan de conservar, hasta el punto de haber propuesto sustituirlos con las grandes circunscripciones, tan próximas a la elección por provincias que, con la reducción progresiva del censo electoral, son el único sistema aceptable para el partido progresista.
Imposible es que nos asociemos al propósito de acabar con el sistema representativo. ¿Qué importa se nos halague con la esperanza de turnar pacíficamente en el mando? ¿Qué importa se nos brinde con una estricta legalidad? ¿Qué importa que al halago suceda la amenaza de colocarnos fuera de la ley? ¿Qué importa que desoídos por nuestra dignidad, los contrarios se abracen al neo-catolicismo? Se nos halaga con el turno pacífico en el gobierno, y los obstáculos tradicionales son el reaccionario grito de guerra, cuando la opinión pública señala al partido progresista como única tabla de salvación en las tormentas, que rugiendo, pasan y vuelven sobre la patria amada. Se nos brinda con legalidad en las elecciones, y no bien articulada la promesa, suenan los nombres de gobernadores ante cuyo recuerdo la estatua de la ley se estremece, el derecho electoral abdica y la esperanza de todo bien desaparece. Se nos amenaza con ponernos fuera de la ley si no luchamos, y aparentan desconocer que nuestro estado normal es vivir fuera de los Consejos de la Corona, y olvidan que no usar del sufragio es acto licito en la moral y legitimo en el derecho, y no recuerdan que nuestros mayores nos legaron el Código del martirio que todo buen progresista lee con los ojos fijos en la Providencia.
Se abrazan al destino neo-católico nuestros adversarios, porque nos hacemos fuertes en nuestro derecho, en nuestra dignidad, en nuestro ostracismo; y rindiendo a la teocracia homenajes como el de la real orden sobre Instrucción pública, caen, incautos, en la hoguera reaccionaria y queman el gran libro de la civilización volviendo la espalda a Dios, que es fuente de progreso.
Sucédanse, en buena hora los halagos, las promesas, las amenazas y los conciertos temerarios: todo se estrellará en la pureza de nuestros principios, en la fuerza de nuestras convicciones. Unos y otras nos dicen que la gangrena consume al cuerpo electoral; que las ilegalidades son el derecho consuetudinario del moderantismo; que la sistemática conculcación de los principios esenciales del régimen constitucional, es ley en el turno gubernamental de nuestros contrarios; y que el retraimiento es medio eficaz para evitar el contagio de tantos males. La abstención, que ha fortalecido nuestra organización y ha roto tantas combinaciones ministeriales, volverá una vez más por los fueros de nuestra comunión política, impidiendo que los explotadores de nuestra exheredación nos hagan cándidos cómplices de las farsas electorales y evitará que nos gastemos en luchas estériles sin fin práctico trascendental, haciendo imposible que la historia confunda los triunfos alcanzados en las urnas por el poder, con los favores que la opinión pública dispensa solo a gobiernos de levantado espíritu y de noble aspiración.
Cierto es que, en principio, el progreso es la lucha, porque es el libre examen; la elección, porque es la expresión genuina de la soberana voluntad nacional; el no retraimiento, en fin, porque busca los mayores bienes en la concurrencia de las mayores actividades. Pero cuando partidos nobles y esforzados ven que durante largos años el grito de su indignación electoral y el eco de sus quejas parlamentarias se estrellan en obstáculos tradicionales, y solo viven para que varios motivos de su agravio se aumenten, crezcan y tomen gigantescas proporciones; cuando tal acontece a partidos como el progresista, su dignidad les manda no luchar en elecciones políticas.
En tales casos el retraimiento es un medio honroso, prudente y legal, de no adquirir mancomunidad en la legislación del país; es la acción interna del progreso, que lo prepara en paz silenciosa, contra la reacción teocrática, que cuenta con el más alto y poderoso apoyo; es el supremo recurso transitorio de los pueblos libres, cuando se hallan poseídos de justa indignación contra sentencias de sistemática exclusión, pronunciadas en odio de lo que no es amado por ser puro, y no es gobierno por ser nacional.
Para no venir a situación tan crítica, el partido progresista anunció en la tribuna y en la prensa el propósito de retirarse de la lucha electoral política, si las ilegalidades y la inmutabilidad no desaparecían del sufragio y del censo. La hora de esa justicia reparadora, que con tanta lealtad pedimos, no ha sonado todavía; el sistema odioso a la libertad permanece en pié sobre nuestro derecho, y no es digno, racional ni patriótico salir del retraimiento, con tanta unidad acatado y con tanta abnegación cumplido. Sigamos en situación pacifica, expectante; no concurramos a la elección de diputados a Cortes; dejemos la tribuna y la responsabilidad de cuanto sobrevenga a los causantes de nuestra abstención.
Y si a la historia de las elecciones moderadas se añaden hoy nuevas páginas manchadas con antiguos y nuevos escándalos; si continúa la corrupción en las esferas administrativas hasta sumir en el fondo del abismo la dolorosa suerte del país; si la disipación de los grandes recursos que el partido progresista allegó al Tesoro, causase la bancarrota que nos amaga; si, en fin, llega a desplomarse el edificio a tanta costa por nosotros imantado y sostenido, y los obstáculos tradicionales siguen ejerciendo su maléfica influencia, miremos, cruzados de brazos y con tranquila conciencia, las ruinas, aprestándonos a salvar de la demolición los elementos liberales de la grandeza nacional, como cumple a nuestra dignidad inmaculada y al amor santo que profesamos a nuestra patria.
Madrid, 29 de octubre de 1864.
Salustiano de Olózaga, Juan Prim, Pascual Madoz, Joaquín Aguirre, Ramón María Calatrava, Manuel Lasala, Carlos Latorre, Víctor Balaguer (representante de Barcelona), Ángel Gallifa (representante de Zaragoza), Eugenio Alau (representante de Valladolid), Laureano Figuerola, Marqués de Perales, Carlos Rubio, Francisco Salmerón y Alonso, Francisco Arquiaga (representante de Burgos), Nemesio Delgado y Rico, Pedro Martínez Luna, Juan Montero Telinge (representante de La Coruña), Joaquín Sancho (representante de Guadalajara), Eduardo Asquerino, Tomás Pérez (representante de Huesca), Marqués de la Florida (representante de Canarias), Manuel Jontoya (representante de Jaén), Ginés Orozco (representante de Almería), Rafael Saura (representante de Lérida), Pedro Mata, Isidro Aguado y Mona, Francisco de Paula Montejo (representante de Pamplona), Telesforo Montejo, Estanislao Zancajo (representante de Ávila), Inocente Ortiz y Casado, Bonifacio de Blas y Muñoz (representante de Segovia), Vicente Fuenmayor (representante de Soria), Vicente Rodríguez, Manuel Pasaron y Lastra, José Reus y García (representante de Alicante), José Peris y Valero (representante de Valencia), Manuel Otero (representante de Pontevedra), Tomás María Mosquera (representante de Orense), Santiago Alonso Cordero, Eleuterio González del Palacio (representante de León), Camilo Muñiz Vega, Rodrigo González Alegre (representante de Toledo), Mariano Ballesteros, José Alcalá-Zamora (representante de Córdoba), Feliciano Herreros de Tejada (representante de Logroño), Antonio Collantes y Bustamante, Álvaro Gil Sanz (representante de Salamanca), José Hipólito Álvarez Borbolla (representante de Oviedo), Leandro Rubio (representante de Cuenca), Joaquín María Villavicencio (representante de Granada), Joaquín Muñoz Bueno (representante de Cáceres), Tirso Sainz Baranda (representante de Zamora), Joaquín de Ibarrola (representante de Ciudad-Real), José Gutiérrez y Gutiérrez, Francisco Javier Zuazo (representante de Palencia), Manuel María José de Galdo, General Contreras, Guillermo Crespo (representante de Tarragona), Manuel Ruiz de Quevedo, Ángel Fernández de los Ríos (representante de Santander), Juan Bautista Alonso, José Menjíbar, José Abascal, José Antonio Aguilar (representante de Málaga), Laureano Gutiérrez Campoamor (representante de Lugo), Rafael Saravia (representante de Murcia), José María Maranjes de Diago (representante de Gerona), Práxedes M. Sagasta, Manuel Ruiz Zorrilla, Francisco de P. Montemar y José Lagunero.

Señores del comité central progresista:
Recibo la atenta comunicación de ese comité del 28 del actual con su adjunto manifiesto sobre el retraimiento; y aunque profundamente agradecido a sus nuevas demostraciones de simpatía y afecto, no puedo menos de manifestar, que no habiendo desaparecido ni una de las poderosas razones que impiden mi presencia en la corte, me es forzoso insistir en mí anterior renuncia del honroso cargo de presidente.
No por eso dejaré de prestar mi más eficaz apoyo a cuantas resoluciones del comité tiendan a realizar las verdaderas doctrinas del partido progresista, único y leal depositario del sistema constitucional en su pureza. Me adhiero con gusto a la primera resolución del comité, relativa al retraimiento en las actuales circunstancias.
Yo me hallo retraído desde el año 1856. La renuncia que entonces hice del cargo de senador, envolvía la protesta que mis principios me inspiraran de no contribuir, en cuanto excusarme pudiera, al orden de cosas que se restablecía, y que yo consideraba tanto más funesto para el Trono constitucional y para el pueblo, cuanto más se desviara de las prudentes bases sentadas en las sabias y libres instituciones que, armonizando los derechos y obligaciones recíprocas, y aplaudidas por la nación entera, sirvieron de gloriosa enseña para alcanzar nuestro triunfo en la sangrienta guerra, y de ancho fundamento a las saludables reformas que el espíritu del siglo y la razón pública reclamaban.
Los amantes sinceros de la libertad y del Trono constitucional, que con tanta constancia hemos defendido, no podemos menos de deplorar con honda pena los peligros que ambos corren en el día; pero ya que nuestras voces salvadoras sean fatalmente desoídas, retirémonos contristados y no seamos cómplices de su triste ruina.
Mas si para evitarla se nos ofreciere por la Providencia ocasión alguna propicia, ¿quién de nosotros no extendería sus brazos para salvar objetos tan queridos?
Reitero mis sentimientos de gratitud y afecto a los individuos de ese comité, ofreciéndome seguro servidor Q. B. S. M.
Baldomero Espartero
Logroño, 30 de octubre de 1864

29 de marzo de 2013

Influjo de América en el atraso económico español

La familia Pasarón era originaria de la comarca del río Eo, a caballo entre Asturias y Galicia, tuvo una estrecha relación con la provincia de Guadalajara, donde residieron varios de sus miembros como alumnos de la Academia de Ingenieros, como magistrados o como políticos, siempre en las filas del liberalismo progresista. Ramón Pasarón Lastra, diputado por el distrito de Pastrana en las Cortes de 1871, bajo la monarquía de Amadeo I de Saboya, y padre de Benito Pasarón Lima, gobernador civil de la provincia de Guadalajara en esas mismas fechas, escribió el siguiente artículo que se publicó en la revista La América, en su número del 8 de noviembre de 1857. En él se ofrece un magnífico resumen de la situación económica española en los primeros años del siglo XIX y, mostrando sus debilidades, se ofrecen pistas que permiten explicar el fracaso de la Revolución Industrial en nuestro país en las décadas siguientes, las posteriores a la Guerra de la Independencia, que mostraron la capacidad de los españoles para situarse a la vanguardia de los cambios políticos y su incompetencia para realizar las más necesarias transformaciones económicas.
Retrato de Ramón Pasarón Lastra (Archivo La Alcarria Obrera)

INFLUJO DEL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA EN LOS INTERESES MATERIALES DE LA PENÍNSULA HASTA FINES DEL ÚLTIMO SIGLO.
El inmortal Colón dio a la corona de Castilla un mundo nuevo cuyas entrañas encerraban tesoros inmensos, mientras que en su vasta superficie se ostentaban todas las riquezas de una tierra privilegiada y virgen. ¡Coincidencia rara! Los monarcas poderosos cuyo reinado es una de las mejores glorias de la nación española, al mismo tiempo que adquirían aquellas magníficas regiones que presentaban un mercado inagotable al comercio universal, lanzaban de la Península el 30 de marzo de 1492 la parte de su población que desde algunos siglos venía siendo casi la única comerciante.
Y no porque faltase a la generalidad de los españoles el genio activo y emprendedor que exige la vida mercantil. Ocho siglos, sin embargo, de una guerra de restauración y de proselitismo contra los árabes, habían mantenido en la nación aquel espíritu marcial y guerrero que caracterizó a los visigodos, para quienes las profesiones pacíficas habían sido primitivamente consideradas como indignas del hombre elevado. Adoptando como la sociedad romana que acababan de destruir, la distinción de nobles y plebeyos, aunque no sobre iguales bases ni para el mismo fin, los primeros ocuparon los altos puestos militares y sacerdotales, hasta que fundada por San Fernando la universidad de Salamanca, sacados de ella por este monarca los doce primeros varones que formaron su Consejo, iniciaron la formación de nuestro segundo código nacional; fijados después de largas luchas los límites de la jurisdicción feudal, y reivindicada la suprema que correspondía fundamentalmente a la corona, se erigieron tribunales de orden superior. En ellos encontró la nobleza nuevos asientos, y todas las industrias quedaron relegadas en manos que se consideraban inferiores.
En cambio huían aquellas de los pueblos de señorío para llevar la vida y el movimiento a los de realengo, en donde se desarrollaba bajo la sombra protectora de la libertad municipal, una de las pocas instituciones civiles que se habían salvado de la ruina del imperio, y que era favorecida con empeño por nuestros soberanos para oponerla al turbulento poder de los señores. La inteligencia, el acrecentamiento y la prosperidad en las primeras: la miseria, la abyección y la soledad en las segundas. Tal fue el contraste que por algunos siglos ofreció la Península, y tal es la huella que de esta organización social se ve todavía en algunas de sus provincias.
En el seno de esta sociedad vivía, no sin frecuentes contrariedades, una masa numerosa de judíos que extraña á las preocupaciones sociales de la época, y sin más cuidados que los de su interés material, acabó por apoderarse de todas las industrias lucrativas, principalmente de la mercantil. Entonces nuestro comercio se colocó delante del que hacían la mayor parte de las naciones. En solo Toledo a principios del siglo XVI había, según Robertson 130.000 operarios dedicados a elaborar la seda, y se cree que fabricaban 450.000 libras en más de 15.000 telares.
Pocos años después de la conquista de Granada producía allí aquel ramo un millón de libras que se fabricaban en unos 6.000 tornos. Todavía a mediados del siglo XVII, a pesar de la rápida decadencia que había experimentado nuestra industria fabril, existían en la Península más de 10.000 telares de lana y seda. Entre los años 1663 y 1675 Toledo perdió 8.761 de aquellos, prueba inequívoca de la altura a que habían llegado nuestras fábricas de tejidos. Segovia, Santa María de Nieva y otros pueblos vecinos llegaron a tener más de 13.000 operarios en sus fábricas de paños; y es indudable que en el siglo XV las manufacturas españolas eran las que mejor se apreciaban en Europa, como lo atestiguan las célebres ferias de Medina del Campo que tenían lugar dos veces al año. Así se acumulaban la plata y el oro circulante en las manos laboriosas, mientras que careciendo de aquella riqueza nuestros adustos infanzones y ricoshombres se iban apoderando de ellos al mismo tiempo inspiraciones de galantería y de fausto, a cuyo impulso abandonaban sus castillos feudales para venir a las grandes poblaciones en pos de una vida más agradable. Desde entonces la nobleza se hizo tributaria del talento y del genio industrial.
Con la expulsión de los judíos que tanto habían hecho florecer el comercio, faltó de la Península uno de los principales elementos que habían de sacar partido del Nuevo Mundo que se descubría en aquella grande época. Las personas que tenían medios para instruirse en la ciencia mercantil, desdeñaban estos estudios abrazando con avidez los que conducían a las carreras de las armas ó de las letras; y puede asegurarse que la mano providencial trajo a España las dos terceras partes de la riqueza universal, al mismo tiempo que desaparecía de ella el instrumento poderoso que debía explotar tanto bien.
Otra coincidencia fatal para los adelantos de nuestra prosperidad sobrevino entonces. Acababa de tener su fin la aristocracia feudal que había venido desafiando el poder de nuestros monarcas por más de siete siglos: que lanzara del trono al sabio D. Alonso; que enfrenada por D. Alonso XI se vengó en su hijo D. Pedro; que dominó en los reinados sucesivos particularmente en los de D. Juan II y de los dos Enriques III y IV; y que levantó sobre el solio de Castilla a la misma doña Isabel.
Pero si razones de alta conveniencia política hacían desaparecer aquella aristocracia poderosa e inquieta, las había también para que se la reemplazase por otra más tranquila y subordinada a la suprema potestad de los reyes. La base de esta nueva nobleza y de su perpetuidad en las familias fue la propiedad inalienable e indivisible como lo era la sucesión de la corona, y las leyes acordadas en las Cortes de Toledo de 1502 y promulgadas en las de Toro dos años después, permitiendo que cada generación vinculase la tercera y quinta parte de toda la masa de bienes, además de los mayorazgos que se fundaban con real facultad, y de tenerse por vinculadas cuantas mejoras se hicieren en los unos y las otras, produjeron el estancamiento en la mayor parte de la poca propiedad libre que había quedado fuera de las manos muertas civiles y eclesiásticas. Así desaparecieron a un mismo tiempo la clase casi exclusivamente comerciante y la circulación de bienes que los hubiera llevado siempre al dominio de personas productoras capaces de mejorarlos y de dar alimento y vida a las demás industrias.
A estas causas de nuestra decadencia comercial en los tres últimos siglos es preciso agregar otras que consisten:
-En la expulsión de los moriscos que apartó de nuestra población muchos capitales y brazos laboriosos.
-En las costosas y estériles guerras de Flandes e Italia cuyas glorias adquiríamos a expensas de nuestros tesoros y de los hombres que arrancaban a las industrias.
-En la montuosidad de nuestro suelo no allanada por vías de comunicación.
-En la sequedad de nuestros terrenos del interior que no se venció con canales de riego.
-En lo poco navegables que son nuestros ríos, y en la incomodidad y peligros que ofrecen los puertos situados en sus embocaduras sin limpiar.
-En las trabas fiscales que embarazaron siempre nuestro movimiento interior; y en el sistema de prohibición que erigiendo el monopolio alejó la saludable competencia que debía estimular la mejora de los productos domésticos.
-En los privilegios concedidos a la ganadería a costa de los adelantos del cultivo. En la diferencia de pesas, y medidas y moneda que dificultan las transacciones.
-En la escasez de buques y carestía de sus fletes.
-En la emigración que los españoles dedicados al comercio y a otras industrias hacían para América, atraídos por las mayores probabilidades de obtener fortuna.
A pesar de tantos y tan graves obstáculos el genio español sostuvo por un lado la supremacía en las bellas artes que se ostentaron en la magnificencia de nuestras catedrales, monasterios y palacios; e hizo, por otro, esfuerzos asombrosos para elevar sus industrias, de cuya verdad responden la excelencia de sus tejidos de seda y algodones en algunas provincias, sus encajes, la especialidad de sus bordados y las numerosas fábricas establecidas en Cataluña, Valencia, Segovia, Talavera, Sevilla y otros puntos de España. Era imposible, sin embargo, que estos ramos de producción traspasados a nuevas manos, por decirlo así, desde principios del siglo XVI, pudiesen luchar a un mismo tiempo con las trabas fiscales y con el torrente extranjero que explotando la baratura de sus jornales, e inventando todos los días perfeccionamientos en sus manufacturas y fábricas, inundaban con sus producciones la Península, y se llevaban a falta de otro cambio las fabulosas sumas de plata y oro que recibía de América.
Llegó la libra de seda peninsular a tener sobre sí el enorme impuesto de 15 1/2 rs. próximamente; así es que el millón de libras que producía el antiguo reino de Granada, pocos años después de su conquista, vino a quedar reducido a mediados del siglo XVII á poco mas de 200.000. Prohibióse después su extracción, que fue otro golpe mortal para este ramo de industria; y las franquicias que obtuvieron los géneros importados de Génova, Milán, Nápoles, y Holanda, en el concepto de nacionales, mientras los nuestros se hallaban lamentablemente gravados, dieron a estos países el comercio casi exclusivo de España a cuyas poblaciones vinieron a establecerse numerosas casas de aquellos extranjeros que recogían nuestro oro y plata, tomando así una represalia funesta de la dominación que habíamos impuesto a su patria.
Antes del descubrimiento de la América todo el metálico circulante de Europa no pasaba de 850 millones de francos a lo más, según los cálculos del célebre estadista Mr. Jacob, y por consiguiente, los precios de todos los géneros eran bajos en proporción a la escasez del numerario. El mismo estadista con el cual se halla casi conforme Humbold, asegura que el metálico traído en el primer siglo después de aquel grande acontecimiento, ascendió a tres millares y medio de millones. En el segundo a ocho millares y medio de millones que constituyen un aumento de 128 por 100, y en el tercero, hasta el año de 1809, a veinte y dos millares de millones, siendo de advertir que en estos cálculos se hallan deducidas las cuantiosas sumas de pesos que salieron de Europa para la India, y la parte de moneda que se convirtió en alhajas de lujo.
Este fabuloso y rápido incremento de moneda debía producir naturalmente desnivelaciones violentas entre las necesidades del mercado y de la circulación. Lejos de seguir los precios el indicado incremento, sus oscilaciones eran continuas: el valor que tenían hoy los géneros, no guardaba relación con el de ayer, ni servía de base para calcular el de mañana. Nuestra península, por lo mismo que era la que recibía aquellos cargamentos de metal acuñado, debía también experimentar consecuencias más graves, y así fue en efecto. De un lado la abundancia de dinero suplía nuestra falta de artículos domésticos para cambiar con los extranjeros; y por otro, estimulados estos con el aliciente que les ofrecía el metal precioso que con seguridad hallaban en la península, y aprovechando la baratura de su mano de obra, desarrollaban de un modo prodigioso sus industrias cuyos productos nos enviaban por las aduanas ó de contrabando a precios más cómodos que los que tenían los nuestros, llevándose en cambio los tesoros que recibíamos de América.
Así se preparó en nuestra vecina Francia ese grande acontecimiento que debía ejercer un influjo tan decisivo en los destinos del mundo. La actividad industrial que su clase media desplegó, para recoger en cambio nuestra moneda americana, puso en sus manos abundantes riquezas que alzaron los precios de los consumos sin levantar el de los jornales. Los propietarios que tenían arrendadas sus tierras a largos plazos, no pudieron subir los arriendos, y el importe de estos ya no bastaba como antes para cubrir sus necesidades. Solo había logrado hacerse opulento el tercer estado, que tomando por falange suya la masa pobre y abyecta, se lanzó a la lucha contra la decrépita aristocracia para arrollarla, vencerla y consumar ese cambio universal de intereses morales y materiales que la misteriosa mano providencial reservaba al siglo XIX.
Fuese, pues, quedando atrás nuestra industria nacional: la imposibilidad de competir en precio, en calidad y en diversidad de productos con la extranjera, redujo la española casi exclusivamente a nuestros mercados del interior y de las provincias de Ultramar; y el resultado fue que el comercio de exportación de la península quedó limitado a algunos artículos salidos de su suelo, a las lanas finas que con el tiempo lograron aclimatar otros países, llevándose ganados nuestros, y a la pequeña reexportación de productos coloniales, mientras que los extranjeros no adquirieron bastantes posesiones para surtirse de ellos.
La pequeña importación permitida por nuestros aranceles, y el asombroso contrabando que inundaba la península, se llevaban en cambio la plata y oro que nos enviaba América, y los puertos de esta parte del mundo, cerrados por completo al comercio extranjero bajo penas increíbles, recibían nuestros sobrantes domésticos, los productos de la industria fabril nacional, y los géneros extranjeros que importados en España no habían encontrado salida en su mercado interior. Así es que el alto precio de nuestras producciones, originado por el alza de jornal a que habían dado lugar la abundancia del metálico y el monopolio nacido del sistema prohibitivo, alejaba de ellas al consumidor nacional, y lo llevaban en busca de los géneros extranjeros y del contrabando.
Tal es el cuadro triste y en bosquejo que presentó nuestro comercio mientras reinó en la península la dinastía austríaca. La guerra de sucesión que sobrevino á la muerte del señor D. Carlos II, detuvo los progresos que debía hacer en nuestro país la escuela económica que principiaba a fundarse entonces y que continuó desenvolviéndose hasta nuestros días. Sulli y Collbert habían dado la señal en la vecina Francia. Siguiéronlos allí Quesney, Say, Mirabeau y otros maestros de la ciencia. Levantaron también su voz muchos españoles ilustres, entre ellos Ensenada, Campomanes y Jovellanos; uno de los primeros y grandes resultados que produjeron las nuevas doctrinas, fue el célebre reglamento llamado del comercio libre de 12 de octubre de 1778 que forma una de las glorias del señor D. Carlos III. Del reinado de este augusto monarca arranca una nueva era para nuestro comercio con América, que puede ser objeto de otros artículos sucesivos, particularmente en lo que tenga relación con la preciosa isla de Cuba.
No concluiré, sin embargo, el presente sin ofrecer a la consideración del lector en cifras exactas tomadas de datos semioficiales el verdadero estado que tenia nuestro comercio exterior con las naciones extrañas y con la América española en el año común del septenio último que precedió al de 1793 en que tuvo principio nuestra guerra con la república francesa.
BALANZA CON AMÉRICA:
Remitió la península a todas sus provincias de América en el año común y en productos nacionales. 179.234,743 rs. vn.
ídem en extranjeros 171.349,772 rs. vn.
Retornó a la península en oro y plata 485.277,190 rs. vn.
ídem en frutos y géneros 255.357,094 rs. vn.
Balanza favorable a la península por rs. vn. 390.049,769
BALANZA CON EL EXTRANJERO:
El comercio extranjero importó por las aduanas de la península en el año común del septenio 714.858,698 rs. vn.
Exportó esta para el extranjero en productos domésticos 397.395,533 rs. vn.
Diferencia en contra de la península por rs. vn.: 317.463,165
De modo que después de pagar con el sobrante de América el déficit con el extranjero, nos quedaban 72.586,600
Y como esta desnivelación en contra de la balanza extranjera la pagábamos con la favorable que teníamos en metálico de la de América, resulta demostrado de una manera evidente que en la mejor época de nuestro comercio en el siglo último, y a pesar del inmenso mercado que teníamos en nuestras vastas provincias americanas, todas las ventajas mercantiles de España estuvieron reducidas a los 72.586,600 rs. Y aun nada tendríamos que deplorar sí esta suma se quedase entre nosotros. El contrabando, mayor entonces que la importación legítima, se encargaba de arrebatarnos con muchas creces aquel insignificante resto en que estaba representada la grandeza comercial española, aparente y quizá funesta para nosotros, pero real y fecunda para las naciones que levantaron la suya a expensas de la nuestra.
RAMÓN PASARON Y LASTRA