La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

8 de mayo de 2022

Sentencia del proceso del Seminario de Sigüenza en 1869

Aunque gusta de presentarse como una religión de paz, lo cierto es que el cristianismo tiene una larga tradición de clérigos belicosos en defensa de los intereses de la Iglesia o de sus privilegios particulares sobre las conciencias particulares o los bienes terrenales. Sin necesidad de retroceder hasta las órdenes de monjes-soldado, en los dos últimos siglos ha habido clérigos con las armas en la mano en todos los muchos conflictos civiles que hemos sufrido los españoles. Sin llegar a los extremos de crueldad y falta de caridad cristiana de la Guerra Civil española, durante la Tercera Guerra Carlista fueron muchos quienes en Guadalajara desde el estamento eclesiástico animaron a la insurrección o, incluso, llegaron a empuñar las armas, en la estela del famoso canónigo seguntino Vicente Batanero. En 1869, recién estrenado el nuevo régimen democrático, fue descubierta una conspiración con epicentro en el Seminario de Sigüenza; a pesar de las hipócritas protestas del canónigo Pedro Andrés de la Peña en carta dirigida al periódico carlista La Esperanza que las publicó en su número del 7 de junio de 1869 y de la sentencia benévola del juicio al que fueron sometidos los implicados, y que reprodujo el también carlista El Pensamiento Español el 10 de junio de 1870, lo cierto es que el clero diocesano de Sigüenza hizo todo lo posible por alentar el enfrentamiento fratricida que estalló, finalmente, en febrero de 1872 con la activa participación de los ahora implicados, como Isidoro Ternero Garrido. Reproducimos ambos documentos dignos de la tierra de Caín.

1º Considerando que el delito que en esta causa se persigue debe calificase de conspiración para perpetrar el de rebelión, no siendo admisible la excepción alegada por la defensa de D. Joaquín García Muñoz y consorte de que estos usaron del derecho de asociación pacifica, concedido por la Constitución del Estado, porque no puede apreciarse lógica ni legalmente como asociación pacifica la que tuvo por objeto la adquisición de armas, municiones y otros efectos de guerra, con el propósito confesado por los mismos procesados de sostener la causa carlista en el terreno de la fuerza, lo que constituye esencialmente el delito de conspiración que, respecto a la mayor parte de los procesados, es de más gravedad por su carácter sacerdotal.

2° Considerando que D. Joaquín García Muñoz y D. Juan Manuel Floria están confesos y convictos de autores del expresado delito y que respecto al reo prófugo D. Isidoro Ternero, aparecen en la causa méritos bastantes para adquirir, según las reglas ordinarias de la crítica racional del conocimiento de su criminalidad, como autor del mismo delito, sin que en su comisión concurran circunstancias atenuantes ni agravantes. Considerando que D. Pedro Herranz y D. Julio Jiménez, D. Miguel Gálvez, don Pascual Peña y el reo prófugo D. Alejo Izquierdo, aparecen los cuatro primeros sustancialmente confesos y convictos, y el último plenamente convicto de cómplice en el referido delito de conspiración.

3º Considerando respecto a Manuel Anteportamlatinam, que si bien no resultan del proceso méritos suficientes para adquirir el convencimiento racional de su culpabilidad, tampoco ha conseguido justificar cumplidamente su inocencia.

4º Considerando que de la causa no aparecen méritos algunos para atribuir culpabilidad en el expresado delito de conspiración a Juan Ballesteros, el tirador de Luzaga, ya difunto, Nicolás Casado, su mujer María de Diego, D. Pedro Andrés de la Peña, rector del Seminario, y Martín Cabrera que también fue indagado.

5º Considerando que legalmente no procede calificar de desacato a la autoridad el contenido del comunicado o carta que con fecha 4 de Junio dirigió el Presbítero D. Pedro Andrés de la Peña al director de La Esperanza, y se insertó en dicho periódico y en El Pensamiento Español, pues para que exista dicho delito es necesario si la injuria o calumnia se hace por cierta, que esta se dirija personal y directamente a la autoridad ofendida, circunstancia que no concurre en el comunicado de que se trata.

6º Considerando que tampoco contiene éste injuria a la autoridad civil ni judicial, concretándose en censurar la manera con que sin asistencia de la autoridad local se practicó en 3 de Junio el reconocimiento de los dos seminarios, y el hecho de que a pesar de no haber encontrado en este primer reconocimiento cosa alguna por la que pudiera entonces creerse responsable al expresado mayordomo, se le condujera directamente desde el tren a la cárcel; que aun cuando dicha censura contuviera injuria, debe ser absuelto D. Pedro Andrés de la Peña, según lo dispuesto en el artículo 383 del Código penal, por resultar ciertos los hechos censurados, pues si bien en el segundo reconocimiento practicado el día 5 se encontraron los cartuchos de pólvora y demás efectos, fue debido a las revelaciones que con posterioridad a la fecha del comunicado hizo el expresado mayordomo y

7º Considerando que siendo dos distintos delitos el de conspiración y el que calificó el juez de primera instancia de desacato a la autoridad, y no teniendo íntima conexión el uno con el otro, el expresado juez, según las reglas de sustanciación y la práctica constante, debió mandar formar pieza separada para cada uno de ellos y no involucrar los dos en un mismo proceso, con lo que hubiera evitado la larga incomunicación que sufrió el Presbítero don Pedo .Andrés de la Peña, puesto que respecto a él ningún cargo resultaba por el delito de conspiración. Teniendo presente lo dispuesto en los artículos 167 número 4, 173 párrafo 4º, 63 y 77 regla 1, 70 escala gradual, números 2º, 58, 59, 25, 46 y 48 del Código penal y la regla 45 de la Ley provisional, para su aplicación. Vista habiéndose observado los términos legales.

Fallamos; que debemos condenar y condenamos a D. Joaquín García Muñoz y D. Juan Manuel Floria y Gil, a nueve años de prisión menor a cada uno, a D. Isidoro Ternero a siete años de igual pena; a don Pedro Herranz y Sanz, D. Félix Gómez y González, D. Miguel Gálvez y Peña, D. Pascual Peña y Sánchez, D. Alejo Izquierdo a cuatro años y nueve meses de prisión de menor a cada uno, y a todos ocho a suspensión de todo cargo y derecho político durante el tiempo de sus respectivas condenas, y al pago cada uno de una dozava parte de todas las costas y gastos del juicio, entendiéndose respecto a D. Isidoro Ternero y D. Alejo Izquierdo, sin perjuicio de ser oídos, si se presentasen y fuesen habidos. Absolvemos de la instancia a Manuel Anteportamlatinam y Palazuelos, declarando de oficio por ahora, otra dozava parte de las costas y gastos, declaramos decomisadas las armas, cartuchos de pólvora y pistones y demás efectos ocupados que constan de la diligencia de entrega obrante el folio 52. Sobreseemos sin ulterior progreso respecto al difunto Juan Ballesteros y Rozalem, alias el tirador de Luzaga, Nicolás Casado y Guijarro, su mujer, María de Diego Algora, Martín Cabrera y el presbítero D. Pedro Andrés de la Peña y Martínez, este último por lo respectivo al delito de conspiración para el de rebelión: absolvemos al expresado D. Pedro Andrés de la Peña del cargo respecto al delito de desacato a la autoridad, y libremente por el de injurias sin que la formación de esta causa le pare perjuicio en su opinión y fama, declarando de oficio las tres dozavas partes restantes de costas y gastos del juicio; advertimos al juez de primera instancia, D. Felipe Antonio de Arruche, que cuide en lo sucesivo de no involucrar en una misma causa delitos de distinta naturaleza, que no tienen íntima conexión los unos con los otros, y mandó formar la correspondiente pieza separada, y aprobamos con la cualidad que tiene el auto de insolvencia proveído en doce de Noviembre último. En lo que con esta sentencia sean conformes la consultada y la providencia de seis de Junio, folio 70, la confirmamos y en lo que no lo sean las revocamos.

Así lo pronunciamos, mandamos y firmamos en Madrid a 28 de Mayo de 1870. Trinidad Sicilia, Florencio Rodríguez Valdés. Alberto Santias. Joaquín María López e Ibáñez.

(El Pensamiento Español del 10 de junio de 1870)

El Sr. D. Pedro Andrés de la Peña, rector del Seminario de Sigüenza, nos dirige con fecha 4 del actual la siguiente carta, sobre cuyo contenido llamamos la atención:

Director de La Esperanza.

Muy señor mío: Los sobresaltos siguen en alza. Ayer 3 de junio fuimos visitados en esta ciudad por cuatro compañías de cazadores que llegaron de Madrid entre dos y media de la tarde. Aquí la tropa no asusta; pero la población se sorprendió al notar que los cazadores se desplegaban en guerrillas a la entrada de la ciudad y penetraban en ella como si tratasen de sitiar una buena parte de la misma. Así sucedió, en efecto, y para que la admiración subiera de punto, ¿cuál le parece á V., Sr. Director, que fue el objeto del asalto? Pues por más que se resista el sentido común á creerlo, sitiaron los dos Seminarios, uno cerrado porque ya ha concluido el curso de los filósofos y teólogos, y el otro abierto á los pocos gramáticos que en él hay.

Ambos Seminarios y la casa del canónigo D. Miguel López Maroto fueron los puntos tomados por la tropa. Sin avisar á nadie ocuparon el Seminario abierto como si no tuviera dueño, y, lo que es más, en él penetraron sin que les acompañara autoridad alguna, no obstante haber en la población, además de la ordinaria, la de los señores gobernadores de Guadalajara y Zaragoza.

Ignoro si esto es o no conforme a las leyes pero, según todas las trazas, me pareció un enorme atropello, no solo á la inviolabilidad del domicilio, sino á todos los derechos que tanto se proclaman por nuestros libres; y para que no se crea que exagero, ahí va la prueba. Registraron con el mayor detenimiento y minuciosidad todas las dependencias de los dos establecimientos, desde los desvanes hasta los subterráneos, sin encontrar lo que buscaban, por la sencilla razón de que no existía: en la habitación del mayordomo, D. Joaquín García, presbítero, no dejaron libres de su curiosidad ni siquiera las cartas de sus amigos, leyéndolas desde la cruz a la fecha. Este se hallaba á la sazón ausente y para que nadie dudara de su inocencia, probada ya en el registro, el Sr. Obispo le manda un parte telegráfico para que viniera inmediatamente, al que respondió sin vacilar un momento: "Voy en el primer tren". ¿Podrán Vds. adivinar lo que han hecho con él, aun antes de bajar del coche? Pues muy sencillo: allí mismo le instaron el comisario y agentes de policía que se presentase ante el señor Juez, como lo hizo, y, acto continuo, le manda esta autoridad que vaya á la cárcel, donde se encuentra incomunicado, sin darle tiempo ni permitirle presentarse al Señor Obispo.

Esto, Sr. Director, no será muy cortés pero sí muy libre; así que todos estamos de enhorabuena, y todos debemos clamar con toda la fuerza de nuestros pulmones: ¡Viva la libertad! Registran de una manera inusitada los dos establecimientos, y no hallan los fusiles y la pólvora que se imaginaban; registran los papeles, y estos no son los que ellos creían; los hechos han venido a probar quién sea el inocente y quién el calumniador; quien sabe respetar las autoridades, y quien las pone en ridículo; y aún con esta prueba mandan un inocente a la cárcel, y el calumniador recibe por pena quedarse en su casa para reírse de la fiesta y continuar á mansalva sus bromas, bien pesadas por cierto.

El mayordomo D. Joaquín García quedó plenamente justificado en el registro de todos los efectos que le ocuparon. Si ni en su habitación ni en las demás dependencias ha aparecido cosa alguna que pueda justificar la conducta de esta autoridad, lo procedente habría sido confesar su ligereza y haber sido víctima de un engaño; pero de ninguna manera vejar al que tiene probada de un modo tan irrecusable su inocencia, o en todo caso haber optado tan solo conmigo esta medida, como rector de dichos establecimientos, pero no ha sido así: a mí se me ha castigado con el susto, siendo el responsable de lo que aquí pudiera haberse encontrado, y á dicho mayordomo, cuya responsabilidad es menor, con susto y cárcel; esto no será muy justo, pero sí muy libre, lo que tiene indignada a esta población.

(La Esperanza, 7 de junio de 1869)

8 de abril de 2022

Extranjerofobia, de José Deleito y Piñuela

José Deleito y Piñuela fue un historiador español que vivió a caballo de los siglos XIX y XX; prestigioso entre sus colegas pero alejado del foco público por ser catedrático en la periférica Universidad de Valencia, krausista y de izquierdas pero sin militancia partidaria y un hombre bueno en la España de Caín, no es hoy en día especialmente leído y recordado, un olvido también forzado porque fue depurado por el franquismo implacable y alejado del aula desde 1940, cuando ya había cumplido los 60 años de edad. Conoció de primera mano como espectador y analizó acertadamente como historiador el desastre de 1898 y compartió el espíritu regeneracionista de aquel tiempo. En la revista El Cardo, en su número del 30 de agosto de 1899, publicó un artículo crítico con el triunfalismo imperialista español y apostaba por la apertura y la incorporación a Europa de una España que, parafraseando a Antonio Machado, “desprecia cuanto ignora”. En este país donde vuelven a oírse los ecos de apolilladas gestas sin base histórica esta reflexión de Deleito y Piñuela parece de plena actualidad.

 EXTRANJEROFOBIA

Las auras modernistas pretenden renovar nuestra viciada atmósfera y, aunque tarde, se inicia en la prensa, en el folleto, en la tribuna, en todas partes, una campaña enérgica contra nuestro decantado españolismo, que ha paralizado tantas saludables reformas y nos ha mantenido tantos siglos en estacionamiento estéril, inficionados por malsanas tradiciones seculares, aislados y prevenidos contra todo extraño influjo.

Consúltese nuestra historia, léanse nuestros autores clásicos, analícense los sentimientos más visibles y las más recónditas ideas de todo español de raza en las épocas más diversas de la vida de nuestro pueblo, y la síntesis de este estudio acusará un orgullo risible, fomentado por la creencia en una falsa superioridad, un espíritu estrecho, intolerante, poco afecto á cambios ni alteraciones, como buen pueblo agreste y montañoso, y un recelo sistemático contra innovaciones de allende el Pirineo. Un castellano viejo de hace dos siglos no hubiera cambiado su castizo origen por la más linajuda prosapia extranjera, y no es que se ufanase de meritísima ascendencia, sino que conservaba la idea, de niño inculcada, de que España era el país por excelencia, la tierra por Dios predestinada para las más grandes empresas, el baluarte inquebrantable del catolicismo, la nación predilecta del cielo.

El duque de Rivas, que de tan maravilloso modo encarnó en sus obras el espíritu romancesco de la España medioeval y legendaria, hace decir al viejo conde de Benavente, refiriéndose al francés duque de Borbón: “... llevándole de ventaja, / que nunca jamás manchó / la traición, mi noble sangre / haber nacido español”. He aquí una frase que retrata de mano maestra la vanidad española, nuestras eternas y típicas arrogancias.

El ser español era todo para nosotros. Caían en Rocroy y en Montesclaros nuestros viejos tercios, empañando su brillante historia, y nadie, sin embargo, osaba poner en entredicho las excelencias de la española infantería; propagábase por Alemania, Holanda é Inglaterra el renovador movimiento intelectual del siglo XVI, consecuencia brillante del Renacimiento, y entre tanto, España cerraba sus puertas á los maestros extranjeros, y nuestro Felipe II, digno hijo de la España inquisitorial, prohibía á los jóvenes españoles salvar la frontera para vislumbrar más amplios horizontes y restaurar sus entumecidos cerebros con la vivificante savia de la nueva ciencia.

Podían devastar nuestros soldados las más bellas ciudades de Flandes y de Italia; esto no ponía en riesgo la inalterabilidad de rancias costumbres, de rutinarias ideas; pero el comercio intelectual y científico hubiera arruinado monásticas preeminencias, privilegios intangibles, y era preciso oponerle insuperables valladares. Para muchos de nuestros venerables antepasados, que temían del extranjero trato la propagación de doctrinas heréticas y corruptoras de juveniles corazones, hubiera sido el ideal más bello la realización de esta frase brutalmente estacionaria del filósofo chino Lao-tseu: “Si otro reino se hallase frente al mío, el canto de los gallos y el aullido de los perros se oyesen del uno al otro, mi pueblo llegarla á la vejez y a la muerte sin haberle visitado”.

Los judíos y los moriscos, aparte de sus diferencias religiosas de los cristianos viejos, eran en cierto modo extranjeros, y nada importó que fueran las únicas fuerzas vivas que al país sustentaban. Con su expulsión se arruinaron las ciudades y los campos, huyeron de nosotros las industrias, la despoblación consumó la ruina, y España se trocó en un cadáver ¿Qué importaba esto? Estaba sola, sin odiosos huéspedes, y, aunque reducida a un puñado de hombres extenuados y andrajosos, que apenas hallaban tierra bajo sus plantas, éstos, no obstante, miraban casi con desdén á la poderosa Francia de Luis XIV, felices con mantener incólumes sus sagrados dogmas y con llamarse hijos de Pelayo y del Cid.

Los extranjeros que nos visitaban quedaban absortos por nuestro espantoso atraso. Los españoles castizos nunca se bañaban; el agua les causaba susto, por ser las abluciones prácticas mahometanas y judías; y el trato de nuestras mujeres con extranjeras damas parecía un peligro para aquella virtud y aquel honor vidrioso de nuestras doncellas semimonjas y semiárabes odaliscas, cantado por Calderón y Lope. Decididamente España poseía el monopolio de la honestidad, del valor, de los sentimientos piadosos y de otra porción de excelencias.

Cuando nuestra patria se echó en brazos de los Borbones, como náufrago que teme por su vida, no lo hizo sin cierto disgusto, manifestado en la oposición á los entonces modernismos de Carlos III, fiel devoto de las italianas tendencias de Tanuci y Esquilache, á la influencia literaria francesa, personificada en los Moratines, y á cuanto significaba salir del viejo patrón español. Los afrancesados de últimos del pasado siglo y principios de éste excitaban las iras populares, y fueron pocos los que pudieron permanecer tranquilos sin trasponer la frontera, en medio de los furores de exaltados patriotas, que llamaban á Napoleón gabacho; Pepe Botella al cultísimo y y virtuoso rey José, cuyo sólo delito era ser extranjero; y nuestro Fernando el Deseado, al funesto monarca que felicitaba al emperador francés por el triunfo que sus tropas obtenían sobre los puñados de ilusos y heroicos hijos de este pueblo, que daban su vida al grito de ¡Viva Fernando VII!

En todo este siglo se ha mantenido perenne la antipatía al extranjero. La gente rústica, peor educada aquí que en parte alguna, la ha demostrado con pullas soeces, teniendo como gracia reír las deficiencias de pronunciación y, lo que es peor, las superioridades de cultura de los no españoles, cosa que, aparte de demostrar pésimo gusto, es verdaderamente bufa en quien, como nosotros, nada, ó muy poco, sabe hacer sin extraña ayuda. Causa lástima y quita todo entusiasmo que, con todas nuestras ínfulas, sean los extranjeros los que exploten nuestras minas, fomenten nuestras especulaciones mercantiles, dirijan nuestras fábricas y nuestros talleres, mejoren nuestros productos y estimulen nuestra peculiar desidia. Tenemos una historia nacional que, sin conocerla, es sacada á relucir, como arma de combate, por el último quídam, siempre que alguien pone en tela de juicio nuestra decantada grandeza, nuestros heroísmos legendarios; y, para completo escarnio, ha sido preciso que hagan esa historia holandeses, ingleses y franceses; Dozy, Robenson, Macaulay, Mignet, Fomerón, etc. mientras nuestra Academia produce, con excepciones raras, meditadas trivialidades, y se da el caso de que sean los extranjeros los que tienen más exacta idea de cuántos somos y hemos sido.

Aunque de antipatriotas se nos tache, creo que es un gran bien decir la verdad sin rodeos, ya que los hechos, con abrumadora evidencia, propagan lo que en vano querrían encubrir las palabras y la pluma en esta hora decisiva en que Europa, antes confiada en nuestros desplantes bélicos, sólo ve de España, con justificada burla, nuestras corridas de toros y nuestros flamantes diplomáticos, que pasean por las grandes capitales el recuerdo de nuestro imperio colonial deshecho y de aquella montaña dorada de épicas glorias reducida á cenizas.

José Deleito y Piñuela

13 de marzo de 2022

La marcha del fascismo en el mundo

Luigi Fabbri fue uno de los militantes más valiosos y conocidos del poderoso movimiento libertario italiano. Propagandista y colaborador de Errico Malatesta en alguna de las publicaciones ácratas de principios de siglo, su biografía personal se entremezcla con la de la Italia contemporánea: exiliado tras la Semana Roja de 1914, acabada la Primera Guerra Mundial participó en la intensa agitación revolucionaria de 1919 y 1920, en 1926 tuvo que renunciar a su trabajo como maestro cuando el fascismo obligó a jurar fidelidad al régimen a todos los docentes, se vio forzado al exilio y, ante el clima irrespirable de Europa, embarcó hacia Uruguay, donde vivió hasta su temprana muerte en 1935. Polemista y agudo pensador, dedicó sus últimos años a combatir al fascismo, en la práctica y en la teoría, jugando entre los anarquistas el mismo papel que Antonio Gramsci tuvo entre los marxistas. De estos años cruciales es el artículo que ahora reproducimos, titulado “La marcha del fascismo en el mundo”, que se publicó en La Pluma, una revista mensual de arte, ciencias y letras, concretamente en su número 18 de marzo de 1931. En estos días, en los que el fascismo parece renacer en uno y otro extremo de Europa, la visión acertada y profética de Luigi Fabbri resulta de lectura imprescindible.

Cuando se habla del "fascismo" se alude casi siempre al fascismo italiano. La mayor parte de aquellos que lo condenan con horror lo creen un fenómeno exclusivo de Italia, que en otros países no sería posible. Cada cual tiende, pues, a excluir de modo absoluto que el fascismo pueda producirse en su país. Yo creo que todos ellos adoptan la actitud del avestruz que, ante el peligro, oculta la cabeza bajo las alas y tal vez adquiere así la ilusión de que el peligro no existe.

Ninguno podría afirmar, esto es verdad, que el fenómeno fascista pueda reproducirse en los otros países con los mismos caracteres y las mismas formas que en Italia. Cada país es diverso del otro, y no es posible que un movimiento se manifieste en un lugar de modo demasiado semejante al otro. El fascismo italiano se concretó de hecho al triunfo de una tentativa que no tenía al comienzo ninguna meta precisa, fuera de aquella que podía proponerse una banda de aventureros para resolver el problema de vivir sin trabajar a espaldas de toda una nación, oprimiéndola y expoliándola. La clase privilegiada y la monarquía italiana han ayudado al movimiento, que de otro modo habría terminado en el ridículo y en la derrota, creyendo servirse de él para desembarazarse luego; y en cambio han terminado por tener que sufrir ellas mismas el predominio de ese movimiento experimentando no poco disgusto y viendo ir hacia la ruina a todo el país.

Pero el experimento ha servido igualmente para dar la demostración práctica a la plutocracia mundial y a todos los reaccionarios y enemigos del progreso del modo como es posible libertarse de la oposición de todas las fuerzas de libertad y de la clase obrera que tiende a emanciparse, cuando esas fuerzas no tienen a su disposición más que las solas libertades parciales y legales conquistadas por los pueblos durante las revoluciones democráticas del siglo pasado.

Así el fascismo se ha convertido, en el curso de pocos años, en un peligro internacional, si por fascismo se entiende en línea general el retorno a los sistemas políticos absolutistas y dictatoriales con la supresión de todas las libertades individuales y populares ya conquistadas, sirviéndose sin escrúpulos de todos los medios violentos de la fuerza armada, sea regular o irregular, con menosprecio de todo sentimiento de humanidad y con la violación sin límite ni freno de las leyes y de las instituciones mismas antes sancionadas y constituidas en los códigos y en las constituciones estatales. Estos caracteres del fascismo son comunes al movimiento reaccionario de todo el mundo; y en lo sucesivo se le da el nombre de fascismo porque su éxito obtenido en Italia ha dado al nombre el significado más comprensible a todos y más característico.

El progreso internacional del fascismo se debe sobre todo al impulso del capitalismo. En Italia tuvieron su parte otros coeficientes, como en cada país hay coeficientes propios y especiales; pero por encima de ellos el coeficiente capitalista es común a todos. La evolución, o involución, del capitalismo desde los métodos de la llamada libre concurrencia, con los cuales se afirmó al resurgir hasta el grado máximo de su desarrollo, a los métodos que prevalecen cada vez más hoy de la coalición y de la centralización bajo una dirección única, a través del despotismo de las grandes bancas, de los trust y de los kartells, ha llegado ya a producir en el mundo económico internacional una dictadura de hecho o una alianza de dictaduras, por lo cual los poderes plutocráticos que hoy residen en New York, en París o en Londres, tienen una fuerza coercitiva sobre las naciones y sobre los pueblos mucho mayor que la de los imperios más autocráticos de que nos habla la historia.

El capitalismo, que a su nacimiento y durante su fase ascendente había tenido necesidad de una cierta libertad para su desarrollo, y había favorecido por eso y a menudo suscitado la constitución de formas liberales y democráticas de gobierno, llegado al apogeo de su potencia, no sólo no siente ya aquella necesidad, sino que ha surgido para él la necesidad opuesta: la de limitar o suprimir las mismas libertades auspiciadas en el pasado, de que han aprendido a servirse los pueblos y los proletariados contra él, sea para aumentar tales libertades en el terreno político, sea para limitar el beneficio capitalista en el terreno económico.

En un tiempo el capitalismo veía inaceptado su desarrollo por los diversos despotismos reales, eclesiásticos, nobiliarios, etc. y por eso invocaba contra estos la libertad. Hoy, obtenido su máximo desarrollo, tiene como aliados cómplices al rey, a los sacerdotes y a los nobles, supervivientes todavía de los antiguos regímenes; y ve contrarrestada, mejor dicho amenazada, su posición de privilegio en el mundo por las exigencias crecientes de los pueblos, por las tendencias emancipadoras del proletariado, que se sirven de las libertades adquiridas para oponerse a él, y por eso invoca, ahora, la supresión de la libertad.

Es por esto que, paralelamente a la formación de dictaduras cada vez más vastas y tiránicas en el terreno económico, también en el terreno político los diversos Estados tienden a volverse cada vez más autoritarios, a convertirse en regímenes absolutos y despóticos. Y donde eso no es posible legalmente, por el hecho de la subsistencia de intereses adversos incrustados en torno al organismo estatal, por la resistencia de las masas populares y proletarias y por la persistencia de un fuerte espíritu de libertad, las clases privilegiadas se confabulan, en unas partes abiertamente y en otras en la sombra, para apoderarse mediante golpes de mano militares (del ejército regular o de bandas armadas ilegales) del gobierno y transformarlo en poder despótico y dictatorial. Pues si la minoría fascista en algún país es demasiado escasa y pobre de medios, las fuerzas plutocráticas extranjeras proceden a ayudarla desde fuera con oro, premeditando el hacerlo con las armas cuando la ocasión se presente.

Sólo aquellos que cierran los ojos para no ver pueden negar que, sin embargo, esta marcha del fascismo por el mundo ha obtenido ya resultados desastrosos para la libertad de los pueblos y para toda la civilización humana.

Basta echar una ojeada general al mapamundi para ver cómo la mancha negra del fascismo se ha ensanchado de modo verdaderamente espantoso. Dejamos a un lado los continentes del Asia y del África, donde los despotismos coloniales de los Estados europeos crueles y sangrientos hacen concurrencia a los regímenes indígenas bárbaros; y también la Australia, en condiciones especialísimas propias. Mirad el mapa político de Europa y de América ¿qué es lo que queda de países libres? ¿Libres, quiero decir, de aquella libertad enteramente relativa, limitada y aleatoria de los regímenes constitucionales y democráticos? ¡Muy poca cosa!

En Europa casi toda su mitad está dominada por el poder dictatorial de los soviets. La hostilidad de éstos al reprimen capitalista occidental y su origen y su ideología revolucionarios hacen esperar, a pesar de todo, desarrollos de libertad para el porvenir. Yo soy muy escéptico al respecto y temo más de lo que espero de ahí; de cualquier modo, la libertad es conculcada en ellos. Es un régimen dictatorial que por añadidura diplomáticamente, en política internacional, muestra hoy amistad para con el gobierno fascista italiano más que para ningún otro. Italia es dominada por el fascismo, y visiblemente se encuentra a la cabeza de la reacción mundial. Régimen dictatorial en España, en Portugal, en Polonia; y también dictatorial fascista en Hungría, en todos los países balcánicos y bálticos.

Quedan en regímenes constitucionales representativos, más o menos democráticos, los pequeños Países Bajos, los escandinavos, Suiza, Francia, Inglaterra, Alemania y Austria. Sería una minoría, pero una minoría poderosa, si se pudiese contar en serio con esos países para una reivindicación de libertad. ¿Pero se puede contar con ellos? es bastante dudoso. La más segura, Inglaterra, no es país de iniciativa, cerrada en su aislamiento, puede quedar libre del fascismo en lo que a ella respecta, pero no para libertar de él a los demás. Lo mismo se puede decir de los países escandinavos, lejanos y separados del resto de Europa.

Los pequeños pueblos, Bélgica, Holanda y Suiza, están destinados a sufrir la suerte de los colosos en medio de los cuales se encuentran encastrados, como el proverbial vaso de arcilla entre los vasos de hierro: demasiado pequeños, en todo caso, para influir sobre los demás. Austria no es todavía fascista por la prevalencia de una mayoría bastante escasa y floja; pero puede caer de un momento a otro. Quedan Francia y Alemania, la primera de las cuales conserva una democracia superficial que está representada por un gobierno representativo, sí, pero conservador y militarista; y Alemania, democrática más por razones de oportunidad y de política exterior que por espíritu propio, nos ha dado no hace mucho la sorpresa de elecciones en donde el fascismo ha resultado el segundo de los partidos más fuertes de aquella república imperial. Y son propiamente Francia e Inglaterra, democráticas, las que más tienen la responsabilidad del desenvolvimiento del fascismo en Alemania, Austria y Hungría por la horrible política suya de vampirismo financiero de vencedores contra vencidos.

Si en Alemania consigue triunfar el fascismo, atraerá consigo, en la carrera al más reaccionario, a Francia. Y Europa será completamente fascistizada. Lo mismo se diría del caso de una guerra. Sería propiamente el caso de decir: finis Europae.

Volvamos hacia América, este vasto continente que va del polo norte al polo sur. Toda la América meridional, menos el pequeño Uruguay, y toda la América central e insular, menos alguna excepción que supongo pero ignoro, están bajo el dominio absoluto de satrapías militares. Algunas, como en la Argentina, prometen ser provisorias, pero en tanto persisten y no aflojan el cerco reaccionario. Alguna otra, como en el Brasil, ofrece un mal menor, frente a una dictadura anterior más feroz, que ha logrado suplantar. Pero siempre se trata de gobiernos arbitrarios, dictatoriales, militares. En la América del norte tenemos la dictadura mexicana larvada; y luego la gran república estrellada, los Estados Unidos, con un régimen formalmente democratísimo, pero de un espíritu reaccionario antipático y estrecho, con una plutocracia y gobiernos que no ignoran ninguna de las formas más inicuas de represión de la libertad y de sofocación del pensamiento, desde la censura periodística y de los libros a las masacres de trabajadores, desde la tolerancia de los linchamientos a la silla eléctrica. Mientras no molestan demasiado, se deja a los ciudadanos americanos ciertas libertades garantizadas por la ley; pero la ley se pisotea en daño de la libertad siempre que así conviene a los gobernantes o a la plutocracia. Y es sobre todo la plutocracia, anidada en Norte América, la que alimenta financieramente al fascismo en todas sus manifestaciones y empresas tanto en Europa como en la América central y del sur.

El cuadro no es bello; pero no creo haberlo pintado peor de lo que es. Tal vez se podría hallar en mis palabras más optimismo que pesimismo, En efecto yo no soy pesimista; pienso que la libertad no ha perdido todavía su batalla, y que esta batalla se puede vencer. Pero para vencer, la primera condición consiste en no hacerse ilusiones y en no cerrar los ojos ni sobre las propias debilidades ni sobre la importancia de las fuerzas enemigas.

A todos los hechos concretos más arriba apuntados es preciso agregar otro de índole espiritual, de que aquellos hechos son en parte un efecto y una causa al mismo tiempo: la crisis de la idea de libertad en la conciencia contemporánea. Quien le ha dado el golpe más fuerte ha sido la guerra última; pero ella se iba debilitando ya desde el principio del siglo a causa de las desilusiones que los experimentos liberales y democráticos habían sembrado. Mucha gente se había desalentado, no comprendiendo que para superar la crisis no había que renunciar a la suma de libertades adquiridas, por escasas, limitadas y aleatorias que fuesen, sino conquistar cada vez más libertades, extendiendo su dominio, haciéndolas más concretas y sólidas.

En cambio la guerra ha resucitado y fortificado el espíritu de autoridad en su doble manifestación: espíritu de prepotencia y de dominio en los unos, de renuncia y de servilismo en los otros. Nunca como adora se ha sentido más, al menos de 50 años a esta parte, la voluntad de mandar y de obedecer, la pretensión de pensar por los demás y la necesidad de que los demás piensen en lugar nuestro.

Entre las leyendas bíblicas hay una muy significativa. En un cierto punto el pueblo hebreo se cansó también de la poca libertad que había bajo los Profetas, y reclamó con gran voz de Samuel un rey. Samuel resistió por un tiempo, y luego contentó al pueblo, advirtiéndole: "os arrepentiréis". Y se tuvo una serie de reyes crueles, locos y megalómanos, que embellecieron Jerusalén y construyeron el Templo famoso, pero condujeron al pueblo hebreo a la perdición, a la esclavitud de Babilonia.

Hoy se realiza el mismo fenómeno; parece que los hombres no pueden vivir ya sin el jefe que les obligue a obedecer por la fuerza y los liberte de la tarea de pensar y de obrar por sí mismos. De aquí la fortuna que tienen en este momento la fórmula fascista entre las clases dirigentes y la fórmula bolchevista entre las clases subyugadas.

Es una desgracia, pero hay que repararla mientras se está a tiempo. Si no vendrá también para los pueblos modernos la esclavitud de Babilonia. Es preciso resucitar el espíritu de libertad, de iniciativa, de independencia, para salvar la libertad tanto de los pueblos como de los individuos, tanto la libertad de pensar como la libertad de vivir. La guerra del fascismo contra la libertad no es ya solamente, como en los primeros momentos, una resistencia a la futura revolución social del proletariado, sino justamente una guerra a la modernidad, una renegación de todas las revoluciones pasadas, una lucha feroz contra las conquistas realizadas por los pueblos en un siglo o dos de esfuerzos inauditos. Es una guerra a la idea de libertad en todas sus manifestaciones y aplicaciones, en el campo político y económico como en el cultural y espiritual, hasta ponerse en contraste no sólo con los progresos realizados por la revolución francesa y las otras sucesivas del siglo XIX, sino también con las precedentes de la Reforma, del Renacimiento del Cuatrocientos y Quinientos, y hasta con algunos progresos del espíritu humano que parecían haberse vuelto definitivos con el primer triunfo del cristianismo.

Lo que los progresos del fascismo amenazan directamente, en el corazón, es la civilización entera. Si los pueblos no hallan en sí la fuerza para reaccionar y salvarse, inutilizando para siempre las fuerzas de regresión, estas precipitarán a la humanidad en un abismo del que le harán falta siglos para salir. Las grandes multitudes humanas serán tanto más sólidamente encadenadas a la esclavitud en cuanto los enormes progresos mecánicos y científicos realizados hasta aquí darán a los tiranos de mañana el modo de construir cadenas casi irrompibles, medios de represión inauditos y fulmíneos, y sistemas de coerción duros y complicados que servirán no sólo para ligar los brazos sino también los cerebros con la imbecilización progresiva de las masas. Tantos descubrimientos, a través de los cuales se ha visto por algún tiempo la posibilidad de una mayor liberación, -como la prensa rotativa, el cinematógrafo, la telefonía sin hilos-, monopolizados por los poderosos de la tierra, se van volviendo horribles instrumentos de perversión moral y de sometimiento, como antes el descubrimiento de la pólvora y de la dinamita, del automóvil, del aeroplano y del submarino, etc.

Al pasado no se volverá, esto es verdad, porque la historia no se repite; pero se podrá culminar en sistemas de vida social de opresión y de servidumbre peores aún que aquél pasado, que sin embargo nos causa tanto horror cuando estudiamos la condición de los pueblos en los tiempos de Torquemada, de los Borgia, de Felipe II, de Luis XIV y más atrás aún. Ciertamente, no es ya posible el retorno al absolutismo personal y soberano de uno sólo de antes de 1789 o al feudalismo militar y de la nobleza de antes del siglo XVI; pero no se ha dicho que no pueda tenerse también algo peor. En la turbia conciencia de las clases dirigentes y propietarias actuales se va perfilando poco a poco la tendencia a una tiranía más impersonal pero no por eso menos horrible, de clase en vez de casta, centralizada en torno a las oligarquías financieras dueñas en todo el mundo de todo cuanto es indispensable a los hombres para vivir. La tiranía de los grandes trusts del trigo, del algodón, del petróleo, del hierro, etc. a que más arriba he aludido, amenaza a los pueblos con una opresión frente a cuya ferocidad implacable palidecerían las historias que recuerdan las tiranías personales de los Nerón, de los Tamerlán, de los Carlos V, de los Rey Sol, etc.

Pero todo esto no tiene por fortuna ningún carácter de fatalidad y de inevitabilidad. Se trata siempre de un peligro y de una amenaza que pueden ser conjurados; pero no pueden ser conjurados más que por la intervención de la voluntad humana, y más precisamente de la voluntad de los interesados: los pueblos y proletariados de todos los países; todas las individualidades y colectividades libres o deseosas de libertad; todos los obreros del brazo y del pensamiento que quieren librarse de los lazos que todavía los vinculan y no ser encadenados peor aún material y espiritualmente; todos los enamorados de la belleza y de la bondad, cercadas por la avalancha de brutalidad y de fealdad que va sumergiendo al mundo con la difusión del fascismo.

Los hombres de buena voluntad deben y pueden, si quieren, detener la avalancha, hacer retroceder al fascismo y rechazarlo para siempre hacia el infierno de la animalidad más malvada, de donde surgió como consecuencia de la guerra. ¿No es tal vez eso un resultado que valga la pena para que los hombres de buena voluntad, fieles todavía a la idea de libertad, se sientan al fin unidos en espíritu y realicen de hecho aquél mínimo de unión material que hace falta para vencer, por la causa de la civilización, a las fuerzas de la barbarie?