La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

20 de agosto de 2011

Origen de la Anarquía, de Piotr Kropotkin

La anarquía que en Mijaíl Bakunin era intuición, en Piotr Kropotkin era reflexión. Fue este último el que recogió las ideas de los pioneros del socialismo antiautoritario y las moldeó con los modernos métodos de la ciencia, con el rigor exigente de la ciencia y con la precisión terminológica de la ciencia. Su inteligencia y su erudición en tantos y tan variados campos científicos (biología, geografía, antropología…) le permitió aportar ejemplos y casos que avalaban sus teorías. Uno de sus libros menos conocidos es, sin embargo, La ciencia moderna y el anarquismo, en el que interpreta la ciencia desde una perspectiva libertaria y aplica al anarquismo los preceptos científicos y filosóficos; Darwin, Kant, Hegel, Stirner… pasan por sus páginas. Ofrecemos aquí el primero de sus capítulos.
Piotr Kropotkin, Dimitroff, noviembre de 1920 (Archivo La Alcarria Obrera)
 
ORIGEN DE LA ANARQUÍA
La anarquía no tiene su origen ni en las investigaciones científicas ni en sistema filosófico alguno. Las ciencias sociológicas están lejos todavía de haber adquirido el mismo grado de exactitud que la física y la química. Aun con relación al estudio del clima y del tiempo (en Meteorología), no somos capaces de pronosticar con un mes o con una semana siquiera de anticipación las condiciones meteorológicas correspondientes; seria, pues, inocente pretender que con el auxilio de una ciencia tan moderna como la Sociología que trata de cosas infinitamente más complicadas que el viento y la lluvia, pudiéramos predecir científicamente los sucesos. Además, es necesario no olvidar que los hombres de ciencia no son sino hombres como los otros y que en su mayoría pertenecen a las clases acomodadas y, por tanto, comparten sus prejuicios. Por añadidura, no pocos están al servicio del Estado. Es así de toda evidencia que la anarquía no procede de las Universidades.
Del mismo modo que el socialismo, genéricamente hablando, y otras manifestaciones de carácter social, el anarquismo tiene su origen en el pueblo y únicamente conserva su vitalidad y su fuerza creadora en tanto cuanto persiste en su condición de movimiento popular.
A través de todos los tiempos han estado en conflictos dos corrientes de pensamiento y acción en medio de las sociedades humanas.
De una parte, las masas, el pueblo, forjó a fuerza de trabajo, en el curso de su existencia, un cierto número de instituciones necesarias para hacer posible la vida social, el mantenimiento de la paz, el arreglo de los conflictos y la práctica del apoyo mutuo en todas aquellas circunstancias que requiriesen combinación de esfuerzos. Las costumbres de tribu entre los salvajes, las comunidades rurales, más tarde las hermandades industriales en las Ciudades de la Edad Media, los primeros elementos de la ley internacional que aquellas ciudades elaboraron para establecer sus relaciones mutuas; esas Y muchas otras instituciones fueron desarrolladas y acabadas laboriosamente, no por legislación, sino por el espíritu creador de las masas.
De otra parte, florecieron siempre entre los hombres los tenidos por magos, chamanes, oráculos y sacerdotes, fundadores y guardianes de un rudimentario conocimiento de la Naturaleza y de los primeros elementos del culto: culto al sol, a la luna, a las fuerzas naturales, culto ancestral. Conocimiento y superstición se daban entonces la mano; los primeros rudimentos de la ciudad y los comienzos de todas las artes y oficios estaban perfectamente entretejidos con la magia, cuyas fórmulas y ritos se ocultaban cuidadosamente a los no iniciados. Al lado de estos incipientes representantes de la religión y de la ciencia, había también los hombres expertos en costumbres antiguas; hombres como los brehons de Irlanda, que conservaban de memoria los precedentes de la ley. Y había, asimismo, los Jefes de las bandas guerreras, a quienes se suponía en posesión de los mágicos secretos del éxito de las batallas.
Estos tres grupos de hombres formaban entre sí sociedades secretas para guardar y transmitir –después de una larga y penosa iniciación- los secretos de su ciencia y de su oficio; y si a veces luchaban entre sí, prontamente y sobre la marcha se ponían de acuerdo y ayudándose de diferentes modos a fin de poder dirigir las masas, reducidas a la obediencia, gobernarlas y hacerlas trabajar para ellos.
Es evidente que la anarquía representa la primera de estas dos corrientes, es decir, la fuerza creadora y constructiva de las masas que elaboraron las instituciones de la ley común a fin de defenderse de una minoría dominadora, Y con esta fuerza creadora, con esta eficacia constructiva del pueblo y el auxilio de todo el poder de la ciencia y de la técnica modernas cuenta hoy la anarquía para fomentar todas las Instituciones indispensables al desenvolvimiento de la sociedad, bien al contrario de cuantos cifran sus esperanzas en las leyes dictadas por minorías gobernantes y privilegiadas.
No hay, por tanto, duda de que en todos los tiempos han existido anarquistas y partidarios del Estado.
Por otra parte, puede observarse siempre que aún las mejores entre todas las instituciones creadas para mantener la igualdad, la paz y el apoyo mutuo, se petrificaban tal y como habían sido fundadas en las antigüedad.
Perdida la finalidad originaria, caían bajo la dominación de minorías ambiciosas y gradualmente convertíanse en obstáculo al desenvolvimiento ulterior de la sociedad. Entonces surgían aquí y allá individuos más o menos aislados que rebelaban contra esas instituciones. Pero mientras algunos de los descontentos que se rebelaban abiertamente contra tal o cual institución que se había hecho enojosa, se esforzaban por modificarla en beneficio del interés común y por demoler una autoridad no sólo ajena a la institución, sino también empeñada en hacerse más poderosa, más fuerte que la institución misma, otros procuraban emanciparse a todo trance de las mismas instituciones sociales. Repudiaban estos últimos las costumbres establecidas por la tribu o por las comunidades de campesinos o por las hermandades industriales con el sólo objeto de colocarse fuera y por encima de las instituciones sociales y de dominar también a los demás miembros de la sociedad y enriquecerse a sus expensas.
Todos los reformadores verdaderos, así religiosos como políticos y económicos, deben ser incluidos en la primera de esas dos categorías de rebeldes. Y es indudable que entre aquéllos jamás faltaran individuos que, sin pretender ganarse la voluntad de todos sus conciudadanos o sólo de una minoría, impulsaran la acción de grupos más o menos numerosos contra la tiranía o bien marcharan, si no lograban verse secundados, resueltamente solos. Ha habido, pues, revolucionarios en todos los tiempos históricamente conocidos.
Sin embargo, esos revolucionarios se nos ofrecen bajo dos distintos aspectos. Algunos, al rebelarse contra la autoridad opresora, no tratan en modo alguno de destruirla; se proponen simplemente conquistarla para sí. En lugar de un poder que se ha hecho tiránico, pretenden constituir uno nuevo cuya posesión reclamaban bajo promesa, hecha frecuentemente de buena fe, de que la nueva autoridad será en sus manos la verdadera representación del pueblo-y hará, asimismo, su felicidad. Esta promesa es olvidada más tarde inevitablemente, cuando no traicionada a mansalva. Así es como se constituyeron la autoridad imperial de los Césares, el poder eclesiástico en los primeros siglos de nuestra Era, el poder dictatorial en las decadentes ciudades de la Edad Media y otros análogos. El mismo pensamiento directriz prevalece respecto a la autoridad real en Europa allá por los últimos tiempos del feudalismo. La fe en un emperador "por y para el pueblo" no ha muerto todavía en nuestros días.
A la par de esta corriente autoritaria, se afirmó constantemente otra corriente impulsada por la necesidad de revisar todas las instituciones establecidas. Desde la antigua Grecia hasta nuestra época, ha habido siempre individuos y tendencias ideales y de acción que perseguían, no la sustitución de una autoridad particular por otra, sino destruir la autoridad misma en el seno de las instituciones populares, sin crear una nueva en su lugar. Proclamábase a un mismo tiempo la soberanía del individuo y del pueblo y se trataba de librar a las instituciones populares de todo desarrollo autoritario; se luchaba por devolver libertad plena al espíritu colectivo de las masas para que el genio popular pudiera libremente reconstruir las instituciones de mutuo apoyo y protección en armonía con las nuevas condiciones y necesidades de la existencia. En las ciudades de la antigua Grecia y especialmente en las de la Edad Media, como Florencia y otras, pueden hallarse muchos ejemplos de esta clase de conflictos.
Se puede, por tanto afirmar también que en todos los tiempos han existido jacobinos y anarquistas entre los reformadores y los revolucionarios.
En el pasado se registraron de tiempo en tiempo formidables movimientos populares de carácter anarquista. Villas y ciudades se levantaban contra el principio de gobierno, contra los sostenedores del Estado, sus tribunales y sus leyes, y proclamaban la soberanía de los derechos del hombre. Negaban toda ley escrita y afirmaban que cada uno podía gobernarse a sí mismo conforme a los dictados de su conciencia. Trataban así de fundar una nueva Sociedad basada en los principios de igualdad, de total libertad y de trabajo. En el movimiento cristiano de Judea, bajo Augusto, contra la ley romana y su Estado y contra la moralidad, mejor la inmoralidad de aquella época, hubo, indudablemente, muy señalada tendencia anarquista. Poco a poco, este movimiento degeneró en sentido teocrático, adaptándose más tarde a la Iglesia hebrea y al mismo imperio romano, lo que, naturalmente, mató todo lo que en el cristianismo había de anarquista en sus comienzos, dio a las enseñanzas cristianas la forma romana de la autoridad y pronto se constituyó en el estado mayor de la autoridad, de la esclavitud y de la opresión. La semilla del “oportunismo” introducida en la cristiandad, se revela ya pujante en los cuatro Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles, o, por lo menos, en la versión de los mismos incorporada al Nuevo Testamento.
Del mismo modo, el movimiento anabaptista del siglo XVI, que en lo esencial inauguró y produjo la Reforma, se fundaba también en bases anarquistas. Pero lo mismo bajo la acción opresora de los reformadores que bajo los auspicios de Lutero, se aliaban los príncipes contra los rebeldes campesinos, aquel movimiento fue aniquilado por medio de una gran matanza de aldeanos y de las gentes más pobres de las ciudades. Entonces la Reforma degeneró poco a poco hasta convertirse en un compromiso entre la conciencia y el Estado, compromiso conocido en nuestros días bajo el nombre de protestantismo.
Resumiendo: el anarquismo tuvo su origen en la actividad creadora y constructora de las masas que elaboraron, en remotos tiempos, todas las instituciones sociales de la Humanidad, y en las rebeliones de los individuos y de las naciones contra los representantes de la fuerza -externa a dichas instituciones-, que al poner sus manos sobre ellas no hicieron más que utilizarlas en su beneficio particular. Todos aquellos rebeldes que clamaban por reintegrar al genio creador de las masas la necesaria libertad para que pudieran desenvolver su actividad creadora y construir las nuevas instituciones requeridas por los nuevos tiempos, estaban imbuidos del espíritu netamente anarquista.
En nuestros tiempos, la anarquía brotó de la misma crítica y de la propia protesta revolucionaria que dio nacimiento al socialismo en general. Mas una cierta parte de los socialistas, después de haber aceptado la negación del capitalismo y de la sociedad fundada en la sujeción del trabajo al capital, se detuvieron en este punto de su desenvolvimiento social. No osaron declararse abiertamente en contra de lo que constituye la fuerza real del capitalismo: el Estado y sus principales auxiliares, la centralización de la autoridad, la ley, hecha siempre por una minoría en su provecho exclusivo y una forma de la justicia cuyo objeto principal es proteger la autoridad y. el capitalismo. El anarquismo, por el contrario, no se detiene ante la crítica de esas instituciones, sino que dirige sus armas sacrílegas, no sólo contra el capitalismo, sino también contra los pilares del capitalismo.

16 de agosto de 2011

Biografía de Pedro Gómez de la Serna

Pedro Gómez de la Serna fue el primer Jefe Político de Guadalajara plenamente identificado con el liberalismo tras la muerte de Fernando VII: a él se debe la instauración del nuevo régimen en una provincia que entonces nacía y en la que también presidió su Diputación Provincial. Dejó huella de su paso por tierras alcarreñas en multitud de iniciativas políticas que, en ocasiones, se aplicaban antes en Guadalajara que en ninguna otra provincia: Instituto de Enseñanza Media, Junta de Beneficencia, Museo Histórico… Además, su actividad se desplegó en el campo militar, en el urbanismo de la capital y en otros muchos ámbitos con una influencia que, en ocasiones, ha llegado hasta nosotros. Reproducimos la semblanza que sobre Pedro Gómez de la Serna se publicó en la Historia de las Cortes de España que, dirigida por Manuel Ovilo y Otero, se publicó entre 1849 y 1861.

El Excmo. Sr. D. Pedro Gómez de la Serna, distinguido publicista y jurisconsulto español, nació en la ciudad de Mahón en 1807. Fueron sus padres, el Brigadier D. Gaspar, Caballero Comendador de la Orden Militar de Santiago, y Doña Ana Tully, Camarista de S.M. Apenas contaba un año de edad cuando ocurrió la invasión francesa que obligó a los españoles a unirse contra la usurpación del Capitán del siglo. Su padre, fiel a la voz de la patria, abrazó su causa con entusiasmo, y después de haber peleado con inteligencia y valor contra las huestes francesas, coronó la larga serie de los servicios que había prestado en las campañas de Francia y Portugal y la de la Guerra de la Independencia, con una muerte gloriosa en la funesta retirada de Molins del Rey, a finales de 1808.
Sobrevivieron a la muerte de este benemérito militar cinco hijos, que encontraron en los desvelos y el tierno cariño de su madre, reparadas en parte las desgracias de su orfandad, pues que a pesar de las vicisitudes de aquella época desastrosa, ni un momento descuidó su educación en la isla de Menorca, donde la había llevado otra vez el deseo de poder verificarlo con mayor facilidad y con menos agitación.
Arrojados de España los franceses, se trasladó la familia a Madrid, donde poco después de su llegada entró D. Pedro como seminarista en el Real Colegio de Escuelas Pías de San Antonio Abad. En este seminario completó su instrucción primaria e hizo todos los estudios que se cursan en sus aulas; el testimonio unánime de sus profesores, la amistad constante que les ha unido a ellos, aún a través de tantas vicisitudes políticas, atestiguan el aprecio que supo granjearse por su carácter y por su aprovechamiento en las letras, pasando siempre como uno de los más aventajados.
En Octubre de 1820 salió del Colegio para dedicarse en los Estudios de San Isidro de Madrid a las asignaturas, que con el nombre de filosofía, eran preliminar indispensable para la carrera de Jurisprudencia que había elegido, empezando después esta Facultad en la Universidad Central que se había establecido en la Corte. Suprimida esta Universidad por la reacción de 1823, pasó a la de Alcalá, que había sido restablecida, en la que estudió todos los cursos que formaban las carreras de leyes y cánones, recibiendo los grados de Bachiller, Licenciado y Doctor en la primera facultad, y obteniendo la unánime aprobación de los ejercicios, en los que siempre sobresalió.
Grande era la opinión que los catedráticos y cursantes de Alcalá tenían de la capacidad y estudio del señor Gómez de la Serna, que siendo aún estudiante, dio, entre otras, dos pruebas extraordinarias de su talento y de sus adelantamientos: consignadas están ambas en la relación de sus méritos que la Universidad de Alcalá elevó al Señor Don Fernando VII, al proponerle la provisión de una de sus cátedras vacantes. Fue la primera que, estando presente a la celebración de un acto público, y faltando doctores que arguyeran, invitado por el Rector, lo hizo por espacio de una hora, prueba que al salir le valió una especie de ovación por parte de sus compañeros y que empezó a granjearle el concepto que nunca ha decaído después. La otra prueba fue la oposición que hizo a cátedras vacantes, en que con otro condiscípulo se presentó a disputar el terreno en un concurso numeroso de maestros y doctores, entre los que se hallaban algunos que habían sido y eran catedráticos. Estos triunfos conseguidos por el señor Gómez de la Serna, cuando como discípulo se sentaba aún en los escaños de la Universidad, debieron de crear esa afición que ha manifestado después a las letras y a los establecimientos de enseñanza, en medio de las variadas vicisitudes de su vida.
Antes de concluir su carrera literaria, como cursante había ya explicado de extraordinario siendo sustituto en ausencia y enfermedades de catedráticos propietarios, y por último, nombrado sustituto pro universitate en una cátedra de Derecho Romano. Después que recibió el grado de Doctor, y a los 22 años de edad, hizo oposición a una cátedra de Instituciones Civiles de la misma universidad, la que obtuvo, como le sucedió años después con otra cátedra de ascenso, que también ganó en rigurosa oposición. Permaneció dedicado exclusivamente al estudio de la enseñanza hasta que en 1833 creyó conveniente utilizar sus servicios en otra carrera. Por consecuencia de los acontecimientos políticos de La Granja de 1832, el gobierno al cambiar el sistema seguido en los diez años de régimen absoluto, empezó a echar mano para los cargos públicos de personas cuyas opiniones diferentes dieran bastantes garantías de que sostendrían la sucesión directa a la Corona, para neutralizar los esfuerzos combinados de sus enemigos.
El señor Gómez de la Serna fue entonces nombrado, con retención de su cátedra, Corregidor de Alcalá de Henares, ciudad que por un conjunto de circunstancias particulares llamaba muy especialmente la atención del gobierno, que la consideraba como uno de los puntos en que los partidarios de la sucesión de Don Carlos podían reunir mayores elementos. Los estudiantes de la Universidad, tan afectos a uno de sus catedráticos, le recibieron con gran entusiasmo y la población en general le acogió con la mayor benevolencia. Consagrado al cumplimiento de sus deberes políticos y locales, fomentó el espíritu público, destruyó en su origen las conspiraciones, dio grande impulso a todas las obras de interés local, extinguió la mendicidad, administró recta e imparcialmente la justicia, y cuando el cólera invadió el partido, con resolución y sin descanso, atajó en lo posible los efectos del mal, lo que le ocasionó el hallarse en inminente peligro de la vida, mereciendo los elogios de la prensa de aquel tiempo. En Alcalá de Henares fue también Subdelegado de Policía, de La Mesta, de Pósitos, de Montes y de Mostrencos, vacantes y abintestatos.
Separadas las atribuciones administrativas y judiciales, continuó, con retención de la cátedra, en el juzgado de primera instancia del partido de Alcalá, hasta que en junio de 1836 fue nombrado juez de primera instancia de Ciudad Real. No llegó el caso de tomar posesión de esta cargo, porque a mediados de agosto de 1836 se le mandó continuar en comisión en el de Alcalá; pero a las pocas horas de instalarse en él, recibió orden del gobierno para pasar a Guadalajara a formar causa a todas las autoridades, a excepción de las militares, para investigar su conducta por el abandono de la capital a la aproximación del General carlista Gómez, después de la desgraciada acción de Matillas. Apenas empezaba a cumplir su cometido, cuando fue nombrado Jefe Político en comisión de la provincia de Guadalajara, cargo en que continuó por dejar el gobierno sin efecto los nombramientos que hizo para otras provincias, a instancia de las corporaciones provinciales y locales, que deseando que continuase su administración, a fuerza de vivas instancias, lo consiguieron del gobierno, hasta que en noviembre de 1839 se le separó de aquel destino, diciendo S.M. que se reservaba utilizar sus servicios.
Las circunstancias en que se halló la provincia de Guadalajara fueron difíciles; invadida continuamente por las facciones de Aragón, amenazada con frecuencia la capital, y algunas veces por fuerzas considerables, jamás faltó a sus deberes, dio ejemplo y contribuyó en primer término a que no se abandonase el fuerte cuando las numerosas fuerzas del Pretendiente lo amenazaban, y no sólo prestó servicios políticos, sino también militares.
Cuál fue su conducta como administrador de la provincia de Guadalajara lo manifiestan, entre otras cosas, las pruebas del sentimiento que expresaron las corporaciones de ella y sus habitantes; las reformas que hizo en todos los ramos y establecimientos públicos que hay en la provincia a que está unido su nombre. Poco después, el gobierno nombró otro catedrático que le reemplazara, medida tan mal acogida por la Universidad de Madrid que le propuso en primer lugar para el rectorado de la misma, que se hallaba vacante, lo que no tuvo por entonces efecto.
En octubre de 1840 se encargó del rectorado, que desempeñó con aplauso de todos los profesores, hasta que en noviembre fue nombrado Corregidor político de Vizcaya.
Harto sabidas son las circunstancias particulares de las provincias Vascongadas en aquella época, que hacían considerar al Corregimiento de Vizcaya como el cargo más difícil de los que el gobierno confería. Teniendo que sostener la dignidad del gobierno y defender los intereses generales de la nación, que con tanto empeño querían las facciones presentar como opuestos e inconciliables con los del país exento, teniendo que hacer frente a pasiones políticas y personales que se desbandaban, dio pruebas de singular tacto, prudencia y energía. Cúpole la suerte de tener que presidir las Juntas Generales de Guernica de 1841, tan agitadas por haberse discutido en ellas la cuestión de fueros; de oponerse con todas sus fuerzas a la insurrección de 1841 y de oponerse luego también a las violencias tan comunes después de vencidas las insurrecciones. Con la misma energía y entereza con que combatió el alzamiento y anatemizó a los revoltosos, corriendo graves peligros y sufriendo muchas penalidades, se opuso a las medidas de rigor que el general Zurbano adoptaba, creyéndolas como un medio eficaz para cortar de raíz el germen de futuras conmociones.
En una y otra ocasión, cuando le faltaban todos los medios de resistencia, protestaba en nombre de la santidad de las leyes, y con valor y nobleza combatía todo lo que no era legal. Arrestado por los insurrectos, saliendo no sin graves peligros de la provincia de Vizcaya cuando triunfó la rebelión, fue también desterrado cuando la autoridad militar en momentos en que sobreponiéndose a la política, conoció que era un obstáculo insuperable para llevar adelante sus proyectos. El Gobierno de la Regencia hizo cumplida justicia a la conducta prudente y enérgica del Corregidor de Vizcaya, haciendo que la autoridad militar reparase la falta que había cometido y reconociese en el señor Gómez de la Serna al representante del gobierno y le diera completas satisfacciones, mediando al efecto el Capitán General del distrito, encargado de poner un término decoroso a tan tristes acontecimientos. Por consecuencia del arreglo de fueros hecho en el mismo año, quedó el señor la Serna de Jefe Político e Intendente de la provincia de Vizcaya. La estimación pública del país, el nombre que supo granjearse y las simpatías que han manifestado siempre por él los vizcaínos, son la prueba de la conducta que observó en las azarosas circunstancias que tuvo que atravesar.
En mayo de 1842 fue nombrado Subsecretario del Ministerio de la Gobernación de la Península, cargo que obtuvo hasta que en el mismo mes del año siguiente lo renunció, cuando subió al poder el Ministerio López; entonces fue el principal promovedor de cuantas reformas se verificaron en aquella época.
En 1837 había sido nombrado Diputado a Cortes suplente por la provincia de Soria; y lo fue después propietario por la misma provincia para las Cortes que se reunieron en 1841 y 1843, saliendo de esta última legislatura electo también por la provincia de Segovia. Apoyó con su voz y voto los Ministerios de aquella época, tomando frecuente parte en las discusiones, especialmente en las que se referían a los ramos de administración y de justicia, correspondiendo a muchas comisiones, cuyos trabajo redactó con frecuencia. En las Cortes de 1841 a 1842 fue uno de los Secretarios.
Cuando el Regente del reino destituyó en mayo del 43 el Ministerio López y encargó a D. Álvaro Gómez Becerra la formación de un nuevo gabinete, el señor Gómez de la Serna, después de haber opuesto una resistencia tenaz a tomar la cartera de la Gobernación de la Península, accedió por fin a las repetidas instancias que le hacían sus amigos políticos, que le exponían con colores vivos el deber que tenían en aquellos momentos de prueba todos los hombres del gobierno de no abandonar al Jefe del Estado. Aceptó por fin, y como caballero cumplió hasta lo último los deberes que había contraído. Sostuvo por cuantos medios estuvieron a su alcance aquella situación, y cuando el Regente se vio precisado a abandonar el territorio español en el vapor Betis, aconsejó al Regente que hiciera la célebre protesta, en virtud de la cual fueron privados de sus títulos, honores y condecoraciones cuantos la suscribieron como testigos. Refugiado el señor la Serna con el Regente en el navío de guerra inglés Malabar, pasó a Inglaterra, en donde permaneció por espacio de tres años, con cortos intervalos en que viajó por diferentes naciones de Europa, hasta que elegido Diputado a Cortes, vino a representar el distrito de Orense en febrero de 1847, medio decoroso que tuvo de volver a su patria después de su largo destierro.
Aprovechó los ocios de la emigración consagrándose a profundos estudios jurídicos y a comparar el estado actual de la ciencia en España con el de los demás países de Europa en que se hallaba más floreciente, como lo atestiguan sus publicaciones, que con tanto aplauso han sido recibidas por los profesores de la jurisprudencia. Vuelto de su emigración, lo primero que hizo fue levantar su voz en las Cortes para defender a sus compañeros de desgracia, para manifestar la injusticia de que eran víctimas, para proclamar que la responsabilidad de la protesta era suya, para sostener que en ella se trataba sólo de dejar incólumes los principios, de consignar hechos incuestionables y de apelar a la posteridad en nombre de las leyes vencidas contra las insurrecciones vencedoras.
Muchas son las cuestiones en que tomó parte en cuatro legislaturas en que ha durado el mismo Congreso de Diputados, y especialmente en todas las que se han rozado con los ramos de justicia, administración y de instrucción pública; ha permanecido siempre en la oposición progresista templada, que le considera como uno de sus adalides. A pesar de esto, el Gobierno ha utilizado con frecuencia sus conocimientos y servicios en comisiones y juntas gratuitas, y entre otras la de la formación del Plan de Estudios de 1847, el nombramiento de vocal de la Junta General de Beneficencia y de la enajenación de los bienes de Propios para atender a objetos de utilidad pública. La Sociedad Económica de Soria le honró también nombrándole vocal de la Junta de Agricultura.
Diferentes son las corporaciones científicas a que pertenece el señor Gómez de la Serna. Es primer vice-presidente reelegido de la Academia de Jurisprudencia y Legislación. La carrera de instrucción pública, que fue la primera que siguió, puede decirse que ha sido a la que más predilección ha manifestado. Separado inoportunamente de ella, cuando no ha podido influir con su voz en la dirección de la juventud en las Universidades, lo ha hecho en otros establecimientos literarios y, sobre todo, escribiendo obras que, recibidas con grande aceptación, contribuyen hoy eficazmente a la instrucción de la juventud jurista, ya sirviendo de texto, ya ejerciendo una gran influencia en el profesorado. Entre ellas deben contarse los Elementos del derecho civil y penal de España, que con el Tratado académico forense de procedimientos judiciales publicó con el doctor D. Juan Manuel Montalván; las Instituciones del derecho administrativo español, primera obra de este género escrita en España; los Prolegómenos del Derecho Romano; la Introducción a las Partidas, puesta al frente de este código en la colección de los españoles últimamente publicados; y en fin, el Curso histórico exegético del derecho romano comparado con el español.
Todos estos trabajos literarios, hechos en medio de tantas vicisitudes e infortunios y de ocupaciones continuas, manifiestan su amor a la ciencia, a la que continúa dedicando los cortos ratos de ocio que le permite la honrosa profesión de la abogacía, que ejerce actualmente con grande y merecida reputación.

11 de agosto de 2011

Discurso parlamentario de Lorenzo Arrazola

Sólo dos hijos de la provincia de Guadalajara han ocupado la presidencia del gobierno del país. En el siglo XX, el conde de Romanones, hijo adoptivo pues nació en Madrid pero por todos conocido; y en el siglo XIX, Lorenzo Arrazola García, un completo desconocido para la práctica totalidad de los alcarreños, aunque nació en Checa en 1795, y un personaje olvidado por la historiografía contemporánea. Es cierto que su presidencia fue de las más cortas, no llegó a sentarse tres meses a la cabeza del gabinete en el primer trimestre de 1864, pero su personalidad destaca en la política nacional. Baste decir que era ministro de Gracia y Justicia mientras se negoció y firmó el Abrazo de Vergara, que puso fin a la Primera Guerra Carlista y que este convenio debe bastante a su celo y gestiones. En su recuerdo, reproducimos un discurso suyo en el parlamento español, demasiado barroco y retórico, pronunciado con motivo del debate sobre el matrimonio de las dos hijas de Fernando VII, Isabel y Luisa Fernanda, pero que le sirve para trazar un bosquejo general de la política internacional de la España del momento y de nuestras relaciones diplomáticas en las que la intervención de Francia e Inglaterra en nuestros asuntos era una constante.

Discurso en defensa de los regios enlaces
Señores, va declinando visiblemente la discusión: se va presentando cada día más despojada de su interés y de su importancia; no hay nada sin embargo que pueda despojarla de su gravedad. Yo considero fatigado al congreso, y me pesa en el alma haber de aumentar su fatiga. El giro, por otra parte, que se ha dado a la discusión de la totalidad ha sido de tal naturaleza, que se ha descendido a todos los pormenores y párrafos, y así no podremos hacer ya más que repetir lo que se ha dicho. Esto causa otra desventaja para los que tenemos que hablar, es que la fatiga pasará á fastidio.
Ayer decía el Sr. Martínez de la Rosa que el campo estaba espigado. ¿Cómo hallaré yo hoy este campo, después que ha pasado su rastra sobre él la mano prepotente del Sr. Martínez de la Rosa? Sin embargo, señores, si se han recogido del campo las últimas espigas de oro, que tal es la importancia de la cuestión, ahora se descubren los abrojos y plantas mortíferas que tenemos que hollar ó extirpar. Esta es la penosa tarea que nos queda a los que venimos después.
Voy a hablar, señores, en la cuestión en que menos lo deseaba. Siempre se ha presentado grave para mí, y algo más que grave, la cuestión de los enlaces. La cuestión de los enlaces, antes de verificarse estos, era como siempre grave, de la mayor gravedad. Verificados ya, es una cuestión delicada. Hoy, y sobre todo por el modo y la polémica con que se ha tratado, es hasta una cuestión penosa. Yo me dirijo en este momento a la convicción ilustrada, al sentido íntimo de los señores diputados: después de una discusión en que los enlaces, las altas personas interesadas en ellos, el grado de libertad, las influencias, la política, el porvenir; después que todo esto se baraja, digámoslo así, en la discusión, y todo aparece enrojecido con el calor de la pasión, ¿qué es lo que experimentan los señores diputados? ¿Cómo se les presenta la delicadísima correlación de esas altas personas y su estado interior de ánimo? ¿Cómo el brillo de las mismas? Pues yo aseguro una cosa, señores; y es que siguiendo aquí esas polémicas, el brillo de esas altas personas, parte esencial de su entidad real, de su entidad jerárquica, de su entidad política, no será ese brillo esplendente que conviene al país y a que todos aspiran, a despecho de todas las intenciones, y yo las declaro buenas todas; será un brillo mate que podría no reflejar más que sombras.
Creo, señores, que penetro con la verdad allí en el sentido honrado de los señores diputados: y tengo por garantía de esta convicción su propia experiencia, su experiencia ilustrada: y no me dirijo a las intenciones, pues las he salvado todas sin excepción. No se crea tampoco, señores, que me fijo en esta cuestión precisamente; yo abarco la cuestión en su todo.
Desde hace mucho tiempo que se está hablando aquí y fuera de aquí, en la prensa y en el extranjero. Ante la magnitud de esta cuestión tengo por pequeñas todas las personales; y si no acudimos a sacarla de ese resbaladizo terreno, aquí nos gastaremos todos con ella, y gastaremos los enlaces también. No quiero tampoco imponer silencio en esta cuestión. Hay cuestiones cuya gravedad, si bien recomienda la mayor circunspección y prudencia, también condena el silencio: y queramos o no, por mucho tiempo aun habrá que hablar de esta materia. Pero sí diré que todas las cosas tienen un término y un modo. La cuestión de los enlaces es desde luego un hecho consumado; y nadie se escandalice por la teoría de los hechos consumados; y como hecho consumado, yo me dirijo a la buena razón de los diputados.
Muchas cosas que hubieran venido bien en su tiempo, ¿es posible que vengan bien hoy? Serán por lo menos inútiles; y en política lo que es inútil está ya muy cerca de ser perjudicial. Los regios enlaces son un hecho legítimo, ha dicho oportunamente el señor ministro de Gracia y Justicia. Creólo en efecto, señores: ¿y qué sucede con una ley que puede haberse votado hasta contra nuestras convicciones?
La acatamos y respetamos, y hablamos de ella con sumo respeto: lo contrario sería hasta desautorizarla. Son por último, dijo también S. S., un hecho español; y como un hecho español también nos impone el deber de la propia dignidad, y sin ésta de poco servirá invocar la independencia. En ese terreno es donde hay que tratarla. Pero, señores, el modo con que se ha tratado la cuestión ha hecho que cambie completamente de aspecto. Uno de sus puntos culminantes ó el más culminante de todos era la cuestión ministerial en su principio. En esto, cuando ha venido ya la polémica, en estas discusiones, siempre la fuerza de la carga y el empuje de la pólvora llevan los proyectiles por encima del ministerio, destrozando sus filas y haciendo estragos mucho más allá. Y este es el hecho aquí. No sería solo maltratado el ministerio, no, señores; lo sería también un parlamento; lo sería un partido; lo sería el país, y este es el aspecto grande de la cuestión.
Y, señores, ante ese aspecto grande de la cuestión, repito que son pequeñas todas las demás. Yo voy a examinar los males que estamos haciendo si continuamos esa polémica, a despecho de nuestras intenciones; los males que se dice que nos amenazan por esos enlaces, las causas de estos males y su remedio. No diré nada nuevo: tampoco haré un discurso: lo hubiera hecho algún día: hoy nada más que indicaciones, y me atrevo á esperar del congreso la benévola indulgencia conque siempre me ha favorecido.
Males, señores, que nos estamos haciendo. El primero de todos es el de gastarnos á nosotros mismos aquí y fuera de aquí: es imposible que siguiendo mucho tiempo en la cuestión ministerial, no se llegue al punto en que del calor de la cuestión del ministerio se pase al parlamento, y de allí al partido, como ya se ha verificado: y en ese caso empezaría una serie de recriminaciones, se empeñaría una contienda sin término que nos gastaría, y que tal vez prolongada de un modo indefinido, obligase a decir a los pueblos, y todos tendríamos también por desgracia que decirlo, la famosa expresión del ateniense: “Tendréis que meternos a todos en un saco y echarnos al mar si ha de tener paz la república”. Nos haríamos ese mal, sí, señores; pues bien, estamos a tiempo de evitarlo. Haríamos un mal al país, y también al extranjero. Cuando estas cuestiones se agitan, nadie responde de su calor, autorizado al parecer con el derecho de propia defensa; nadie alcanza el justo límite de sus tiros: alguna vez tropiezan con las personas a quienes no debieran tocar dentro ni fuera del país. Y en una cuestión, señores, en que se dice hay susceptibilidad personal y hasta de extranjeros, ¿quién responde de lo que sucederá? ¿No se ha visto en esta cuestión misma, en un pueblo vecino, que cuando ya se miraba como que llegaba a su término, así se ha verificado por una expresión escapada en el calor de la improvisación? Y qué, ¿no ha vuelto a complicarse? ¿Pues quién debe temer más de esto? Otro mal, señores, es este. ¡Pero si ya fueran estos solos! He hablado, señores, del brillo, del lustre de los mismos enlaces; y yo quisiera que el congreso no hubiera estimado los términos en que lo he hecho como una frase reducida a redondear un período, y que me ahorrase sobre ello toda explicación.
Hay otro mal muy grave, señores, que bien requiere toda la atención del congreso. De muy antiguo hay en el país una prevención, digámoslo así, de nacionalidad respecto al reino vecino. Esta prevención cuando es, como ya he dicho, de nacionalidad, puede ser noble en su origen, justa en sus medios, y útil en sus resultados, tocado el resorte de ella a su tiempo. Pero cuando los partidos se apoderan de esta prevención, la desnaturalizan y desaparece su principio noble, y no queda más que como arma mortífera. Y en ese caso ¿a quién viene a dar, y contra quién se arroja esa arma?
Recuerden los diputados bajo qué título se nos ha hecho a muchos oposición en las próximas elecciones. A título de afrancesados, por el delito de haber votado unos enlaces que en nuestra conciencia nos pareció que no ofrecían dificultad. Y se está dando cuerpo a esta prevención.
Yo me felicito, señores, que por fortuna en la discusión se haya cambiado de giro, pues en lugar de enlaces franceses se dice ya matrimonios españoles. Pero entre tanto se fomente, podrá ser peligroso que de prevención de nacionalidad se convierta en prevención de partido. ¡Y lo hemos de hacer así, hombres que nos tenemos por ilustrados y en el siglo que vivimos! ¿Nos convendría dar cuerpo a esta prevención, cuando más bien debíamos todos combatirla? Si algún día fueron recíprocos los males por esa prevención, hoy serian recíprocos los bienes en no fomentarla. Cuando un rey era el gobierno del Estado, y solo eran uno y otro una entidad, a esta se atribuían todos los males y bienes; pero hoy, que nuevas formas de gobierno rigen a las naciones, que deslindados más los poderes se han subdividido; hoy, que el capricho de un monarca no puede empeñar a los pueblos en una lucha; hoy, que el gobierno puede errar y ser justo el monarca; hoy, que el monarca puede equivocarse, pero los cuerpos colegisladores pueden advertirle, no debe darse cuerpo a esa prevención, y mucho menos hacerla arma de partido. Hoy merece esto más examen, pues las naciones todas tienden a ensanchar la esfera de sus relaciones, y nosotros no debemos tratar de romperlas.
Hay más, señores, y es que en política ¿cuál sería el resultado de dar cuerpo á esa prevención? Examínese en el tiempo que lo haríamos. Nuestro, frente estratégico, dijo el otro día un digno diputado, está sobre el Pirineo, Pues esto nos enseña la política que debemos seguir. Pero todavía sigue otra grave cuestión. El porvenir se presenta preñado de eventualidades: no hay dedo tan acertado que pueda señalarlas todas.
¿Quién sabe, señores, si mañana por un acontecimiento que deploraría toda la nación española, esa princesa que ha pasado el Pirineo vendría a reinar por sus derechos hereditarios y constitucionales y la saldría al camino esa prevención? Tal podrían ser las circunstancias y el calor de las pasiones. ¿Y cumple, pues, a hombres prudentes e ilustrados, a buenos patricios, no hacer lo posible para evitar un conflicto de esta clase?
Hay más males todavía. En el calor de la discusión se ha dicho terminantemente, nos amenazan un sinnúmero de males, todos nacen de los enlaces, y todos van contra el partido moderado que autorizó esos enlaces. He aquí por qué dije que tenía precisión de hablar en la cuestión que menos deseaba hacerlo: estoy muy acostumbrado a callar; pero es de tal índole la cuestión que nos ocupa, que ni como hombre que pertenezco a un partido, ni como representante del pueblo, ni aun como mero español pudiera dejar de haber manifestado mis convicciones. Señores, esa polémica ¿es justa? ¿Puede ser conveniente? ¿Estamos poco divididos e infernados que todavía se han de atribuir como un padrón de ignominia y de baldón, como un proceso de responsabilidad a un partido que está impecable, los resultados de lo que suceda por esos enlaces? Ese padrón de ignominia y de responsabilidad, se aplicaría siempre a ese partido, aunque los resultados fueran debidos a otras causas que a esos enlaces.
Ese es el resultado inevitable de las acusaciones que se han hecho. El partido moderado debe levantarse con dignidad y decir: si en el calor de la improvisación habéis hecho esa acusación, la justicia os la hará retirar, y la nuestra así lo espera.
Pero se ha dado un paso más, señores. Después de enumerar los males que nos amenazan, los males que tienen origen de los enlaces, los males de que debe responder un partido entero, se ha dicho también de una nación vecina, de la Inglaterra, pues se la ha nombrado, que tiene justos motivos para explicar su resentimiento. Se dice, señores, que hemos dado justos motivos a esa nación para su resentimiento. ¿Y cuándo se dice esto? Cuando se cree que parte de los males que nos amenazan son hijos de ese resentimiento mismo: ¿qué le queda que hacer a la Inglaterra y a las demás naciones que opinen de la misma manera? No tienen que formar el proceso; no tienen más que recoger el fallo que aquí se ha pronunciado; y cuando los males que nos amenazan estén encima, ya no podremos recoger las palabras que hemos soltado. Y ya no es el partido moderado el que tiene que vindicarse de esa acusación, es el país; y del centro del país debe levantarse una voz que diga: “impecable es el partido; impecable es el país”. Si a titulo de los enlaces han sucedido los males, sépase que se comete una violencia; que con la violencia se comete una injusticia, y con la injusticia no se afirman las naciones, ni las chicas ni las grandes.
He dicho, señores, que iba a hacer una ligera reseña de esos males, que iba a exponer sus causas y a indicar su único remedio. He hecho la reseña de los males á que daría margen esta polémica llevada en los términos que hasta aquí; hasta un punto indefinido; y sería muy triste para nosotros si fuera cierto, como se ha dicho, que esos males los tenemos merecidos. ¿Y qué males son los que se anuncian?
El desagrado de naciones poderosas destinadas por su posición para ser amigas nuestras, pues son vecinas; y como consecuencia de ese desagrado, la guerra civil: y como si todo esto fuera poco, señores, todavía hay más, una renuncia. De eso se habla; esa idea se agita y esa palabra se ha lanzado; ¡la renuncia de los derechos de la infanta de España! ¿Y qué ha hecho el país para obligarla á renunciar esos derechos que la consignan la constitución y la herencia de sus padres?
Se comprende muy bien la gravedad de estas enunciativas para que dejen de tener contestación y ser rechazadas. Y si esos fueran los males que hubiera que temer, ¿cuáles serian las causas de esa responsabilidad?
Voy a indicarlas ligeramente según se han presentado.
Se ha dicho que los regios enlaces. Señores, no veo que haya necesidad de unir constantemente, en cualquier sentido que se hable, el enlace de S.M. con el de S.A. El matrimonio de S.M. la reina ha merecido la aprobación de todos los partidos liberales de España; no ha tenido resistencia en el extranjero; no tiene una protesta contra sí. ¿Por qué causa se habla de este enlace cuando hay que ocuparse del de S.A.? Señores, es menester, y de hoy en adelante más, separar una cosa de la otra, porque se vienen perjudicando. Bien sé que se me dirá: ¿pero y el modo con que se ha hecho? Y la cuestión de dignidad y de independencia, que yo traduzco, señores, ¿y la cuestión ministerial? He dicho que no me ocuparía de la cuestión ministerial porque ante la cuestión del país y del partido todo me parece pequeño; pero la cuestión ministerial ya se ha ventilado, y todavía recordará el congreso el brillante discurso del Sr. Mon sobre el particular.
Creo, sin embargo, deber decir una palabra en beneficio de los hombres de todos los partidos. Es indudable, señores, que muy desde el principio dos naciones poderosas pusieron el veto a esos enlaces. Es indudable también que un veto de esta naturaleza causa un conflicto diplomático, y no siempre estos se han de romper con la espada; pues entonces, señores, en el terreno de la negociación pocas son las fuerzas del débil para romper con violencia el impulso del fuerte. ¿Y qué sucedería entonces a todos los hombres que están sentados en estos escaños?
Recurro al buen juicio de los señores diputados. Sentir una opresión en torno suyo como si los rodeara un cerco de hierro. Si hubiera un D. Fernando de Aragón, no faltaría un Valladolid y una Isabel de Castilla que quebrantase ese cerco de hierro e hicieran caer la mano que le trazara. Cualesquiera que hubieran sido los hombres que hubiesen estado sentados en el poder, habrían luchado con esa fuerza invisible, pero que obra muy directamente. ¿Y qué diremos, señores, si examinamos la cuestión bajo el punto de vista de los que podían ser candidatos a la mano de la infanta? A este matrimonio es preciso ceñirse, y es preciso también examinar el estado de las cosas, la esfera de la elección que podía tener lugar cuando se verificó este enlace.
Una de las naciones vecinas había puesto un veto a todo candidato que no fuera un Borbón. Otra nación había puesto su veto a todo candidato que fuera príncipe francés ó que se le equiparara en sus circunstancias políticas. La constitución ponía otro veto, señores, nos obligaba a ceñirnos a la comunión católica, de lo cual me felicito.
Nuestras relaciones exteriores ponían otro veto, pues no nos permitían penetrar en el Norte de Europa. Todos eran embarazos, y en este estado vino la cuestiona las cortes. Y ¿cómo vino? Reducida a la esfera de familia. Y ¿qué había sucedido en la familia? Uno tras otro se habían ido desgraciando los enlaces de familia en que alguna vez se había fijado la atención del pueblo español. No hay que hablar de una familia que estaba fuera de la constitución. Se desgració también la candidatura del conde Trapani, y sobre esto tengo que decir una cosa. He oído en el debate de esta cuestión que ese matrimonio se trató de hacer clandestinamente. Declaro como hombre honrado que cuando subí al poder en el año anterior nada vi, nada presencié, nada llegó a nuestra noticia que nos hiciera creer que había habido jamás semejantes designios.
Todavía era menester que se estrechara más el círculo de familia. Las miradas de los españoles se habían fijado en el príncipe don Enrique; y dijo ayer el Sr. Martínez de la Rosa muy oportunamente, que ese príncipe fue candidato moderado en su origen, y tengo que declarar, porque no tengo por qué avergonzarme de ello, que fui partidario ardiente de la candidatura de D. Enrique desde mucho tiempo hacia.
Tengo que decir una cosa que apenas se creerá, pero que se creerá cuando se destierren las prevenciones, y es que era partidario de D. Enrique en mi interior desde los años 58 y 59. ¿Y sabe el congreso por qué formé esta convicción? Por las manifestaciones benévolas que cierta persona elevada, que no nombraré nunca sino con mucho respeto, por las manifestaciones benévolas, repito, de una alta y augusta persona favorable a ese príncipe.
Todavía el año 40 en París oí esas mismas manifestaciones, y pudiera citar un hecho que aun no es patrimonio de la historia, pero que algún día lo será, y ese hecho formó más y más mi convicción: así es que deploré el día que vi desgraciarse esa candidatura entre las pasiones, de lo cual no se podrá culpar al partido á que pertenezco.
Si esa candidatura se desgració, cúlpese al destino y a nadie más. Es lo cierto que de día en día las distancias se estrechaban: y, señores, en estos momentos vino la cuestión al congreso, y por primera vez las cortes tienen conocimiento del matrimonio de la infanta. Señores, la Inglaterra, que en estos momentos se asocia al sentimiento de su reina como un solo hombre cuando cree que se la ha hecho un desaire, ¿podrá hacernos un cargo, y menos al partido que se llama monárquico constitucional, porque al oír anunciar la voluntad de su reina se excediera, si se quiere, en ser obsequioso hacia ella? ¿Podrá extrañarse la Inglaterra que cuando se habla de los derechos de una infanta de España, hablemos hasta con algún calor, toda vez que esa infanta, a quien su destino ha llevado al otro lado del Pirineo, siempre es un vástago hermoso de la estirpe de nuestros reyes? Sí, esa es la huérfana hermosa que nació entre nosotros y que se mecía todavía en la cuna cuando apareció el monstruo horrible de la guerra produciendo mil estragos en nuestra desventurada patria; y si el destino la ha conducido al otro lado del Pirineo, aun la ligan a nosotros vínculos indisolubles de lealtad y de amor.
Pues bien: ¿en qué habremos culpado? ¿En dar nuestro asenso a este enlace? ¿En no haber sostenido la dignidad, el decoro del país?
¿Estará la culpa en la persona elegida? Sobre esto no pudiera suscitarse cuestión; yo hago mío todo el discurso del Sr. Mon en esta parte; y pues creo que las cuestiones se desdoran tratándolas demasiado, no pecaré en eso que reprendo. ¿Sería por razón de la dinastía? ¿Sería por razón de la patria u oriundez? ¡Ah! no, la historia se rebela contra eso. Los que hayan abierto la historia no hallarán más que enlaces de nación a nación; nuestros mismos reyes son, señores, una dinastía francesa. ¿Es qué, pues, se había de detener el congreso?
¿En qué está su culpabilidad, señores? Pero ya veo que se me dice: no está en nada de eso, está solamente en la simultaneidad de los dos enlaces: pues aquí también acepto yo la cuestión.
Cuando se hace responsable, señores, a un partido ó a un país; cuando se hace responsable a una nación entera, es menester que sean muy evidentes las causas de su responsabilidad. ¿A qué contratos hemos faltado? ¿Qué compromisos de honor y de delicadeza habíamos contraído? ¿Qué palabra habíamos empeñado á nadie que no hayamos cumplido? No, señores. Las conferencias de Eu, tan debatidas en esta cuestión, ni estuvimos en ellas, ni aquello puede ligarnos en nada a nosotros. Pues si no hemos faltado en nada, ¿por qué responderemos de los enlaces? Creo, pues, que podremos con confianza esperar y aplazar esta cuestión. Pero si no habéis faltado a compromisos, veo que se nos dice, habéis roto los tratados. Yo tampoco entraré en esta cuestión, aunque la espero cuando quiera venir. Sigo el ejemplo del señor Martínez de la Rosa, que en su brillante discurso no hizo más que indicaciones, pero indicaciones que es preciso que empiecen ya a sonar en los oídos de los españoles para que de aquí pase el sonido a otra parte. La cuestión de los tratados no ha venido todavía al paño, pero se ha arrojado a la escena, y la prensa y diplomacia se han ocupado de ella, y en ella se han fundado cargos; y si en ella no se fundan, declaro que no hay otra cosa en qué fundarlo: el congreso lo ha visto, y trabajo tendrá quien se empeñe en fundarlos en otra parte.
Pues bien: yo pregunto en primer lugar, ya que nos acrimináis y tratáis de acriminar a un país que no acostumbra a faltar a sus compromisos en medio de sus desgracias: ¿hemos de reconocer desde luego la vigencia de esos tratados? Pero entre otras cosas, ¿quién tiene hoy seguridad de que esa cuestión, cuando llegue la época de su solución, es decir, cuando llegue la eventualidad de haber de disputar los derechos sucesorios de los hijos de la infanta, si Dios se los diere, que esa cuestión se resolverá por los tratados? No, señores, se resolverá por las circunstancias. ¿Quién sabe el número de pretendientes que entonces se presentará, y con qué medios y con qué fuerzas? ¿Quién sabe el conjunto de inconvenientes que podrán venir reunidos para hacer perder de vista los tratados? ¿Quién sabe si las naciones que hoy declararían la guerra como un pasatiempo, tendrán entonces que temerla? Hasta tal punto, señores, varían las circunstancias. ¿A qué, pues, anticipar ese compromiso, que estremece cuando se piensa en él?
Por otra parte, no estoy dispuesto a reconocer la vigencia de los tratados. Después de una guerra universal, todo se trastorna, todo se hunde, todo nace de nuevo, como del caos. Así, apenas se hace un tratado de paz, se empieza por ratificar ó anular los anteriores; pero siempre se legisla algo sobre ellos. ¿Y no ha ocurrido algo después del tratado de Utrecht? ¿No hay un hecho muy reciente de haber hecho nosotros una reclamación, y habérsenos contestado que no estaba en vigencia? Digo que no abordo la cuestión; deseo que marchemos con pies de plomo, y que esperemos con dignidad siempre, pero sin miedo. Pero quiero que estén vigentes, y que sea tan próspera y feliz la Europa, la España, y todas las naciones que han de tomar parte en esta cuestión, que si hubiera de resolver se por los tratados, por ese medio pacífico, ¿por ventura hay algo en ellos que nos obligue a nosotros? No, absolutamente nada.
En los tratados se consigna únicamente el principio de la incompatibilidad de las dos coronas de Francia y de España; como medio y no como fin se formularon las renuncias: realmente es un medio que no está en armonía con el fin; en esta parte diré que más en armonía está el testamento de Carlos II. Digo, señores, que el único principio consignado en los tratados.es la incompatibilidad de las dos coronas: Jamás se ha tratado sino la cuestión de las renuncias directas; pero no de los derechos de los hijos que proceden de los enlaces formados entre las dos ramas renunciantes. Y esta es la cuestión para España. Esto no se ha tratado, señores, y esta es una cuestión en que no he visto entrar a nadie, aunque he visto a muchos entrar en la cuestión de los tratados.
En Francia se han visto algunos; ¿y cuál sería la suerte posible de los hijos que procedan de enlaces verificados entre dos líneas renunciantes, y descendientes uno de Luis XIV, y otro de Felipe V?
Si fuera nuevo el caso, no tendríamos jurisprudencia práctica que nos guiase, habría que establecerla. Pero son tantos los hechos, y son tan conocidos los casamientos de esta clase, que no debe temer el congreso que le vaya a molestar entrando en detalles minuciosos de los infinitos enlaces contraídos entre individuos que se hallan en este caso; pero tengo que verificarlo en alguno como punto de partida para una ligera observación.
Como ha dicho muy bien el Sr. Martínez de la Rosa, apenas se había ajustado el tratado de Utrecht, cuando empezaron á verificarse enlaces idénticos al de nuestra infanta con el duque de Montpensier.
En 1721 Luis I, hijo de Felipe V, casó con madame de Montpensier, hija del duque de Orleans. No podían ser los tiempos más próximos al tratado, y sin embargo vemos este enlace de dos hijos, de las dos ramas renunciantes: ¿y quién reclamó sobre ellos? Nadie: el silencio de la Europa fue toda la dificultad que se presentó entonces.
Se verificaron después otros enlaces; no quiero detenerme en ellos, pero voy a fijarme en uno que es muy raro, porque vendría a ponerse en duda hasta los derechos de Isabel II.
El Sr. D. Carlos IV, de la línea de Felipe V, casó, como es sabido, con la señora Doña María Luisa, de la rama de Parma, y que por lo tanto venia de Luis XV, dos ramas renunciantes, caso idéntico al de nuestra infanta y el duque de Montpensier. Venían de dos ramas renunciantes: ¿y quién protestó entonces? Nadie. ¿Quién dudó de los derechos de Fernando VII? ¿Quién se hubiera atrevido a decir que tenia precisión de renunciar? El que se hubiera atrevido a ello, tendría que confesar lo mismo de su augusta hija Doña Isabel II. ¡Tan de cerca nos toca la cuestión!
Pero hay más: sobrevino en Francia la revolución de 1850; una nueva dinastía subió al trono de los franceses. ¿Qué nuevos derechos, qué nuevos inconvenientes se levantan de ese hecho grave de la revolución de 1830? Que los dos monarcas Luis Felipe y su augusta esposa, el uno es hijo de una rama renunciante, y la otra de otra; esta de la rama de Felipe V, aquel de la casa de Orleans. ¿Y cuáles son los derechos del duque de Orleans? ¿Cuáles los derechos del conde de París? ¿Quién ha hablado de renuncia? ¿Se han acordado las potencias del centro y del Norte de Europa de hablar una palabra? Quien hablase de esta renuncia, tendría que hablar del caso idéntico de Fernando VII y de su augusta hija: ¿y sin embargo, se ha exigido? No. ¿Por qué? Porque no hay fundamento para exigir esa renuncia.
Se publica la constitución española; los derechos hereditarios de Isabel II reciben un nuevo aspecto; si no nacieran de la constitución, se corroborarían con ella. No hay duda en que la constitución es posterior al tratado de Utrecht. ¿Protestaron contra esta novedad? ¿Encontraron algún inconveniente las naciones que pudieran tenerle? Ninguna reclamó contra ese derecho, y hoy sería muy tarde para ello. Así es un hecho incuestionable que los tratados no nos ligan las manos, que no hemos faltado, y que de resultas no hemos tenido ningún género de mal.
Pero, ¿para, qué invocar los tratados? ¿Es para protestar contra la eventualidad de este enlace? Nadie tiene que molestarse. El derecho de protesta corresponde a todo el mundo, a todo el que pueda ser perjudicado por el hecho: no se necesitan los tratados. ¿Es para la renuncia? Ya he manifestado al congreso que no hay fundamento ninguno, que el único objeto seria evitar la reunión de las dos coronas en una sola persona; y digo que eso la razón lo está rechazando, y no podría efectuarse la unión por los males que nos traería.
Nuestras leyes consignan, autorizan y dan fuerza legal a las renuncias de princesas españolas que han pasado a contraer matrimonio en un reino vecino: y lo primero que en ellas se establece y consigna, es que es incompatible una corona con otra. Es incompatible una corona con otra, pero no los derechos de los hijos que han de nacer de esos matrimonios así verificados. Después de la paz de Riswich, aquella paz que puso término a una desgraciada y sangrienta guerra, por este principio, después de la paz de Riswich las naciones que la habían hecho a espaldas de los representantes de España, y cuando se habían retirado, acordaron allí la repartición de los Estados de España una y otra vez por dicho tratado de Riswich y el de Londres; ¿y en qué se fundaba, señores, aquella partición? En qué eran incompatibles las coronas, y a esto tendía después el testamento de Carlos II; se hizo el tratado de Utrecht, aquel que sirvió de fundamento a él, y sirve de un modo indubitado a consignar la doctrina que va a oír el congreso, que he insinuado ya, y que está consignada en el párrafo siguiente. Dice así el testamento de D. Carlos II, cláusula 13: “Y reconociendo, conforme a diversas consultas de ministros de Estado y Justicia, que la razón en que se funda la renuncia de las Sras. Doña Ana y Doña María Teresa, reina de Francia, mi tía y hermana, a la sucesión de estos reinos, fue evitar el perjuicio de unirse a la corona de Francia, y reconociendo que viniendo a cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho de la sucesión en el pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos reinos y porque es mi intención y conviene así a la paz de la cristiandad y a la tranquilidad de estos mis reinos que se mantenga siempre desunida esta monarquía de la corona de Francia, declaro consiguientemente a lo referido (y ruego al congreso que fije aquí la consideración, porque de aquí ha de nacer algún día una gran razón para sostener nuestro derecho en caso de suscitarse algún día esta cuestión) que en caso de morir dicho duque de Anjou ó en caso de heredar la corona de Francia y preferir el goce de ella al de esta monarquía, en tal caso debe pasar dicha sucesión al duque de Bern su hermano, hijo tercero del dicho delfín, en la misma forma: y en caso de que, etc., etc.”
Aquí tenemos dos cosas: consignado el principio de incompatibilidad de las dos coronas, y resuelto un caso que puede ocurrir algún día. Cuando haya hijos de padres renunciantes al derecho que tienen a la corona, pero que no han renunciado sino los condicionales derechos a la corona de España ó de Francia, ¿cuál debe ser la suerte de estos hijos? Digo que cuando llegue ese caso, de aquí sacaremos las razones que han de servir para la decisión de la incompatibilidad de las dos coronas, pero no la cesación de los derechos; y no vaya a creer el congreso que el tratado de Utrecht tan decantado, y que se nos ha arrojado encima, dice otra cosa. Dice lo siguiente: ”Art. 2° Siendo cierto que la guerra que felizmente se acaba por esta paz, se empezó y se ha continuado tantos años con suma fuerza, inmensos gastos y casi infinito número de muertes por el gran peligro que amenazaba á la libertad y salud de toda la Europa la estrecha unión de los reinos de España y Francia; y queriendo arrancar del ánimo de los hombres el cuidado y sospechas de esta unión, y establecer la paz y tranquilidad del orbe cristiano con el justo equilibrio de las potencias (que es el mejor y más sólido fundamento de una amistad recíproca y paz durable), han convenido así el Rey Católico como el Cristianísimo en prevenir con las más justas cautelas que nunca puedan los reinos de España y Francia unirse bajo de un mismo dominio, ni ser uno mismo rey de ambas monarquías; y para este fin S.M. Católica renunció solemnísimamente por sí y por sus herederos y sucesores todo el derecho, título y pretensión a la Corona de Francia, en la forma y con las palabras siguientes:…”
Este es el principio, y para este fin se hacen renuncias. Las renuncias son un medio, pero no se las puede poner en primer término como la pauta, como la clave de la cuestión. Por consiguiente, estando fijado el principio, ¿a qué es invocar esas renuncias que se nos dice que es uno de los males que nos amenazan y que hemos provocado? ¿En qué están fundadas esas renuncias?
Pero si no hubierais violado los tratados, se nos diría todavía: habríais creado grandes embarazos para el porvenir, habríais creado grandes conflictos para la política. ¿Qué sucederá el día en que de la infanta de España resulten hijos, y que una eventualidad haga que de tal suerte se combinen las cosas, que habiendo sucedido en una corona quede vacante la otra? Señores, ese es un caso hipotético que de seguro no ha de suceder; pero yo pregunto: ¿qué hubiera sucedido en el caso de que remando Fernando VII en España, y quedando vacante la corona de Francia hubiera tratado de hacer valer el derecho de uno de sus padres? Se hubiera dicho que no, y se hubiera hecho valer el tratado de Utrecht; pero hoy que todavía nada nos apremia, ¿a qué es exigir esa renuncia? ¿Esa renuncia no será más provechosa en el día que la fatalidad nos tenga reservado un trance funesto á que el país tuviera que agradecer a la infanta real la generosa renuncia de aquel derecho? Entonces nos sería útil: hoy día, además de inútil, seria inoportuna. Pues qué, señores, ¿ha rechazado el cielo nuestros votos para que tenga sucesión la reina de las Españas? Pero si se hubiese hecho la renuncia, entonces, señores, la dificultad seria todavía mayor. ¿Cuál sería el resultado de esa renuncia? Yo quiero que se fije en ello el congreso de los diputados: ¿qué derechos se entenderían renunciados? ¿Los derechos hereditarios ó los derechos constitucionales? Los derechos hereditarios tienen una sanción en la historia, tienen una sanción en nuestras leyes y en actos públicos que ha reconocido la Europa. Cuando después de la paz de Riswich se hizo la partición de España por esas mismas naciones que tomaron parte en esta cuestión, ¿por qué luego dieron parte a la Francia? El tratado mismo lo dice: que por la representación que tenían esos príncipes de sus madres doña Teresa, doña Margarita y doña Ana. Y cuando Carlos II trataba de arreglar la sucesión testamentaria, cuando consultó al consejo, a los reinos, a las universidades y aun al papa Inocencio XI, ¿qué le dijeron? Que los padres pueden renunciar sus derechos; pero que no se encuentran en ese caso los hijos por los derechos sucesorios de sus madres. Y si esto sucede en los derechos sucesorios, ¿qué diremos de los derechos constitucionales? Este es el caso en que nos vemos.
Nuestra constitución no puede reformarse en Londres ni en París; y si existiera esa renuncia, tendría que venir a las cortes, y entonces estaríamos en mayor conflicto. No quiera Dios inspirar a la infanta semejante pensamiento de renuncia; antes bien aparte de ella a lodo el que quiera persuadírsela.
Y si todo esto es así, ¿qué remedio podremos poner a todos esos males que nos amenazan? Eso está en nuestra mano; valernos de la dignidad y de la fuerza: fiemos en nuestra justicia; fiemos en nuestra conciencia. Bien podemos esperar, señores; y si podemos esperar, motivos tenemos para no exagerar nosotros mismos esos males. Pues qué, señores, ¿los sentimientos generosos y bizarros de la Inglaterra se van a estrellar ahora buscando a un enemigo más débil en quien vengar la ofensa que cree que ha podido hacerle otro más fuerte?
De esto nos convencerá la más rápida ojeada sobre la política general de Europa y del mundo todo. Si volvemos los ojos al Oriente, ¿qué vemos? Una nube engañosa, diáfana al parecer, pero cargada de rayos: vemos dos naciones poderosas, pero ese poder está contenido por una mano de hierro, y esta mano es el equilibrio europeo; y podemos tener la esperanza de que ese estado continúe tanto más, cuanto mayores son los riesgos que pueden preverse. Si fijamos la vista en el Norte de Europa, ¿no vemos un poder colosal que está en acecho de esta alteración de equilibrio, aguardando un momento de descuido para aprovecharle como acaba de hacerlo en Cracovia? ¿No vemos al mismo tiempo a ese poder dirigirse al Oriente? ¡Ay del día en que siente allí los pies! ¿Qué vemos en el Mediterráneo? Dos naciones que no caben en él, ambas con la consideración fija en el Bósforo y en el Egipto: la una sentado el pié en las islas Jónicas; la otra establecidas la Argelia, y ninguna mirando con indiferencia nuestras Baleares cuando pasan cerca de ellas. Solo la armonía entre estas potencias puede evitar grandes calamidades.
En el Mediodía de Europa vemos un reino poderoso amenazado de una minoría; en el centro de Europa vemos germinar los principios liberales, al mismo tiempo que domina en aquellos países el principio opuesto. Pues esto, señores, amenaza un conflicto que solo la prudencia lo conjura, solo lo evita la armonía; ¿y en estos momentos, señores, irían a ser imprudentes las naciones que han dado tantos ejemplos de previsión y de prudencia? Nosotros contamos con nuestra justicia, y así podremos salir de nuestra situación, por desgraciada que sea.
Pero voy todavía más adelante; paso a otra consideración. Nosotros somos pequeños; pero el equilibrio de mayores condiciones se perturba por la más pequeña fuerza, y todavía somos bastante grandes para perturbarlo. No soy yo de los que se hacen ilusiones sobre lo que podemos; pero nos animan tal vez los alientos bizarros que hemos heredado de nuestros padres; y por mucho que nos haya reducido la desgracia y la política en términos que en el congreso de Viena casi se nos alcanzó a ver, todavía tenemos un terreno para combatir y valor para hacerlo. Esto sea dicho para inspirar el valor que tenemos, no para hacernos provocadores y audaces. Y si extendemos nuestra consideración al ámbito de los mares, ¿no vemos dos naciones que se embarazan mutuamente? Pues estas reconocen otra fuerza que las neutraliza, porque no hay nación marítima tan poderosa para la que no pueda llegar un día de Trafalgar, de Lepanto ó de Navarino. La prudencia sola es la que puede conjurar esa tempestad.
Todavía ampliaré estas reflexiones. La Inglaterra misma, la poderosa del mundo, está constituida de un modo particular, diferente de las demás naciones. La Inglaterra tiene la cabeza en el pecho y el corazón en los extremos; las heridas de muerte por los extremos las ha de recibir; y no hay nación ninguna tan vulnerable porque sus extremos alcanzan a todo el mundo: por consiguiente, la Inglaterra puede ser ofendida en todos los mares, en todas las islas, en todos los puertos, en todos los mercados. Por esto no puedo yo creer un plan como el que se la atribuye: he aquí, señores, un motivo de confianza.
Concluyo, pues, manifestando que no hay motivo para acriminar al partido que se dice moderado, porque nada tiene de qué reprenderle la Europa ni la Inglaterra, porque no ha faltado a ningún compromiso de honor ni de justicia. Que si bien por los tratados está declarada la incompatibilidad de las dos coronas en una persona, no se desprende de ellos esa renuncia de que se nos habla, y que, a no dudarlo, si la renuncia se verificara, traería grandes embarazos a la Europa y a nosotros mismos: que hay grandes motivos de confianza para esperar que se conserve la paz general, que si bien no se puede decir que se conserva por nosotros, el hecho es que subsistirá para nosotros; y que una cuestión cuyo carácter culminante es personal, desaparecerá cambiando las personas que de ella han entendido.
Debo hacerme cargo de dos indicaciones que han tenido lugar en esta discusión; la una relativa a un cargo de ingratitud, señores, el que más pudiera lastimarnos. Se ha dicho y repetido que se han olvidado los grandes beneficios dispensados á este país por la Inglaterra, y que después de la enumeración de ellos, que estaba en la memoria de todos, no era de esperar que fuesen correspondidos con una ingratitud. Señores, ¿qué cargo es el que se nos hace? ¿Es fundada esa acusación?
No: el pueblo español no es ingrato, es incapaz de serlo; no lo ha sido nunca; y si por nuestra conducta en el caso presente pudiera hacérsenos ese cargo, yo diría que éramos ingratos con todo el mundo, y que a la vez todo el mundo lo era con nosotros. Es menester cuando se enumeran los beneficios recibidos de un pueblo, que no se dejen por enumerar los de otro, porque entonces no solo seríamos ingratos, sino injustos. Si cuando se habla de un país vecino no se habla más que del Dos de mayo, es necesario insurreccionarse; pero cuando se habla de la Francia de 1808, háblese también de la Francia de 1839. Se nos rebelan nuestros presidios de Melilla y Alhucemas; aquello pudo producir una conflagración; y á una indicación de nuestro gobierno el gabinete francés puso a nuestras órdenes los buques que tenía en las aguas de Málaga para marchar a aquellos presidios, y esto cuando cruzaban a la vista de Melilla y Alhucemas los buques sardos cargados de armas y pertrechos de guerra. Séame lícito citar este hecho sin que aparezca yo como defensor de nadie, cuando no lo soy nada más que de mi país.
Hay más todavía: es histórico ya, y puedo citar un hecho muy interesante para Madrid y para el país todo. En 1859, señores, esto por lo que hace a Inglaterra, en 1859 el gobierno interceptó una correspondencia en que Cabrera manifestaba a D. Carlos que su designio era caer aquella primavera sobre Madrid, y que tenia por casi seguro el éxito sin que nadie pudiera impedírselo; para ello decía tener regimentados en sus casas veintidós batallones, es decir, 22.000 hombres, y que en un momento dado se pondrían sobre las armas, reemplazarían las tropas aguerridas y estas vendrían corno un rayo sobre Madrid; que para ello necesitaba 22.000 fusiles y la artillería correspondiente; armamento, señores, que se ajustó en Inglaterra. Yo dejo a la consideración de los señores diputados cuál hubiera sido el conflicto de Madrid y de la nación toda si ese plan se hubiera llevado a cabo, y cuál sería el servicio de una nación que contribuyó a evitarlo. ¿Quién hubiera podido venir en defensa de la capital? Si Espartero hubiera vuelto la espalda, hubiera tenido a su retaguardia todo el ejército del Norte. A los servicios de una potencia extranjera se debió el averiguar con tiempo el ajuste del armamento, su cargo y su salida de los puertos, y el haberlo detenido; porque todo el mundo recordará el apresamiento de un buque extranjero en las aguas de Barcelona con un grande armamento de fusilería y de artillería que llevaba oculta sirviéndole de lastre; pues solo, señores, al favor de una nación amiga se debió el que pudiéramos conocer este fraude. La artillería fue llevada a Liorna, donde se vendió a menos precio. Este servicio, señores, nos lo hizo la Inglaterra.
No quiero yo ser injusto. Es un beneficio inmenso, los resultados estremecen si se hubiera el proyecto verificado. Considerando el caudillo, la sazón, el estado de nuestro ejército del Centro, la posición de nuestro ejército del Norte, y considerando la extensión del beneficio, seríamos injustos si no lo reconociéramos. Y la Francia ¿no nos los ha prestado también?
Señores, lanzamos la facción al otro lado del Pirineo; pero el Pirineo es muy ancha frontera para ser guardada, y hubiera vuelto a entrar por otro lado la facción sin el auxilio de la Francia; no lo creerán los señores diputados; la Francia detuvo en 1859 para que no volvieran a encender la guerra, como todos comprenderán, después de las jornadas del Maestrazgo, detuvo a 27.000 combatientes de las filas carlistas, y sin ser D. Carlos su prisionero de guerra, le detuvo en Bourges, y le imposibilitó así de acaudillar sus huestes. Si consideramos la extensión de estos beneficios, dejando de enumerarles cuando otros se enumeran, no solo seríamos ingratos, sino hasta podríamos ser injustos. Dejo rechazado el cargo de ingratitud que no puede pesar sobre ninguno de los que se hallan aquí; no puede pesar sobre ningún partido: poco habría, señores, que esperar de quien no supiera abrigar en su corazón sentimientos de gratitud; no puede acusarse de ingratitud a ningún partido, porque todos son españoles, y esta nación nunca ha sido ni sabido ser ingrata,
Díjose también, refiriéndose en esto al dicho de un diplomático ilustre, y hablando de la vuelta al poder de uno de nuestros partidos políticos, que entonces sí que se plantearía de nuevo una política nacional. ¿En qué consistiría esa política nacional? ¿Sería en ser más amigos de la Inglaterra, a cuyo país pertenecía ese diplomático? ¿Consistiría en ser igual esta política para con las naciones nuestras aliadas? Lo dudo: y véase ahí, señores, cómo perjudicó un arma que era de dos filos. Si era una política nacional, era una política que no podía pertenecer a otra política. Pero yo voy a hacer ver, aunque ligeramente, porque deseo concluir, que ningún partido tiene la supremacía de seguir en este punto mejor ó peor camino, sino que todos han procurado seguir una política nacional; y que si alguna vez las circunstancias nos han llevado a posiciones forzadas que nos hayan presentado de una manera poco favorable, luego que estas han pasado hemos procurado colocarnos y seguir nuestra línea. Para que no se crea que hablo al aire, voy a fundar lo que estoy diciendo en hechos.
El partido moderado estuvo en el poder desde 1838 hasta 1840: ¿recuerdan los señores diputados que se fundara ninguna queja por parte de la Inglaterra de que nos sometíamos a la influencia de la Francia, ni la Francia de que siguiéramos la de Inglaterra? Absolutamente no hubo queja ninguna: conservamos la mayor armonía, observábamos una política nacional, y era el partido moderado quien entonces mandaba. Citaré otro hecho. Se verificó el gran suceso del Convenio de Vergara. S. M. quiso hacer una significación de su gratitud y benevolencia en favor del jefe del Estado de una nación vecina.
Al proponerlo, la manifestación unánime del gobierno fue que era muy fundada, toda vez que se hiciera lo mismo con el jefe del Estado de otro país amigo: precisamente este jefe era lord Palmerston, que se hallaba entonces al frente de los negocios. Es una verdad, dijo S. M., es un acto de justicia debido a los dos, y se acordó se confiriera el toisón á estos dos jefes de Estado. Como algunos podrían decir que no le tiene lord Palmerston, que nunca se le han visto, pudiera hacérseme un cargo, diciendo que esto no era exacto. Ligeramente, porque no me detendré mucho, diré lo que pasó. Lord Palmerston manifestó al gobierno español que le era sumamente satisfactoria esta muestra de benevolencia, pero que las leyes de su país no le permitían usar esta condecoración; mas que tomaría en lugar de ella, como igual prenda de benevolencia, una carta autógrafa de la reina, la augusta gobernadora, que expresase esos sentimientos; y entre sus papeles la tiene como una ejecutoria. Esa es la política que se ha seguido mandando el partido moderado; esa política la hago ver con hechos, y atestiguo con personas vivas.
Pero hay más: posteriormente tuve la honra, en el año pasado, de hacer parte de un ministerio, del gabinete Miraflores, que pasó como un meteoro, pero que se puso luego en la política que convenía seguir respecto de dos países entre los cuales había cierta rivalidad. ¿Y cuál fue el primer propósito de aquel ministerio? Aquel gabinete dijo: “Pues que la Francia tiene un embajador en Madrid, que la Inglaterra tenga embajador también”. Sobre esto se pasaron notas a nuestro embajador en Londres, que lo era el actual presidente del consejo de ministros, notas que fueron allí bien recibidas.
En este estado se hallaba esta negociación cuando dejamos las riendas del gobierno. Quede sentada esta demostración hecha por el partido moderado.
Concluiré con un incidente a que me obliga un deber de amistad.
Todos han defendido aquí a sus amigos, y el congreso ha tenido la dignación de oír esas defensas: espero yo que oiga con igual benevolencia la que tengo que hacer de una persona muy digna que ha sido aludida, y que no puede defenderse en este lugar. Hablo del digno señor marqués de Miraflores. Un señor diputado de estos bancos, refiriéndose a una especie que han anunciado los periódicos y las comunicaciones diplomáticas que se han publicado, ha dicho si el señor marqués de Miraflores tuvo ó no cierta misión relativamente a los enlaces, y la cual le llevó á pasar el verano de 1846 al extranjero.
Ese señor diputado presentó con graves colores esta misión, autorizada por personas competentes; y si bien S. S., con toda la dignidad, con todo el aplomo que le es propio, hizo salvedades honrosas en favor de la persona del señor marqués de Miraflores, puso en duda la exactitud de una negativa que dio el marqués en el otro cuerpo colegislador sobre no haber tenido tal misión.
Hay aquí dos cosas, señores: primera, que se agrava extraordinariamente el hecho; y segunda, que a pesar de todas las protestas de respeto que se hicieren, no quedaría bien parada la persona que se hubiera encargado de una misión que no estuviese dada en términos legales.
El señor marqués de Miraflores me hace el ruego de que manifieste a su nombre que se ratifica en no haber llevado misión alguna ni del gobierno de S. M. ni de nadie; y cualquier motivo de equivocación posible que hubiese mediado, es lo cierto que el señor marqués me autoriza a decir lo que voy a tener el honor de leer al congreso
“El marqués de Miraflores niega rotundamente haber dicho nada al lord Cowley que pueda autorizarle a suponer que tuviese ningún encargo de la reina Cristina cerca del rey de los franceses. Asegura más: que no había tenido la honra de ver a la reina Cristina en particular, desde que dejó el ministerio en 16 de marzo hasta su salida de Madrid en 9 de julio; y añade que ha sostenido el derecho de libre elección de la reina de España, derecho que no contradijo nunca S. M. el rey de los franceses; habiendo insistido mucho el marqués cerca del rey en decirle siempre, que los hombres serios en España ponían más interés en que el marido que fuese de S. M. la reina Isabel poseyese calidades personales aventajadas, que no sus relaciones dinásticas, que en la actual situación del mundo no eran de gran importancia, pues ellas no ligaban a nada, ni estorbaban el que cada país mirase sola y exclusivamente por los propios intereses antes que por los extraños”.
Pero esta manifestación me conduce a otra cosa que afecta a todo aquel gabinete. Lo tomo de más atrás, y digo que no veo qué interés pudiera tener el señor marqués de Miraflores en negar la misión que hubiese llevado, porque si yo hubiera tenido la fortuna de que una persona augusta me honrara con esa confianza, me gloriaría de haberla aceptado; pues si una madre está en el deber de velar por la felicidad de su hija, está sin duda autorizada para dar todos los pasos que crea que pueden conducir a ella, aunque la resolución de la cuestión de que se trate corresponda al gabinete. No hubiera sido, pues, de extrañar que hubiese habido tal misión; pero es respetable la palabra del señor marqués que dice que no la llevó, y debemos creerle,
Voy ahora á permitirme una ligerísima digresión, que pondrá más en claro este asunto, ya que todos han hablado de sus respectivos ministerios; cuando se formó el gabinete de 15 de febrero de 1846, el gabinete Miraflores, todo el mundo sabe el estado en que se encontraba la cuestión del matrimonio regio. La candidatura Trapani había fracasado; el gabinete pensó seriamente en lo que convenía hacer, y creyó que lo mejor era un aplazo temporal; pero no un aplazo pasivo si no activo, empezando a negociar con dignidad y con decoro para ensanchar el círculo que la mano de la política y las circunstancias nos habían trazado. Y seguro de que había de ser más difícil el reconocimiento de la reina por las naciones del Norte después de verificado el casamiento, como este no se verificase en un sentido, en el sentido montemolinista, trató de plantear a un mismo tiempo dos medios: el de indagar cuál sería la intención de los gabinetes del Norte, y consultar también a los que eran nuestros aliados.
Para este último fin se redactó una comunicación que voy a leer, y que si no tuvo efecto fue porque los individuos que componían el gabinete dejaron inmediatamente sus puestos.
Se ha hablado aquí de la independencia y dignidad del país; se ha hablado de personas que le han comprometido; y aunque yo no veo que haya ninguna, ruego al congreso que fije su atención en lo que fue acuerdo de aquel ministerio que decía a nuestros encargados de París y de Londres: “S. M. quiere confiar al reconocido celo y lealtad de V. E. una comisión de las más graves y delicadas, pues que de su éxito debe depender en gran manera el por venir de la monarquía y la dicha y ventura personal de S. M. Esto dicho, V. E. habrá ya adivinado que el asunto de que se trata es el enlace de S. M., que acercándose a la edad de 16 años, es ya llegado el momento de ocuparse seriamente de reunir todos los datos necesarios para resolver con acierto tamaño negocio, uno de los más importantes en la vida de las naciones, y muy especialmente de las que se hallan en circunstancias especiales como las en que hoy se encuentra la España. S. M. me encarga lo primero decir á V. E., como lo ejecuto, que no es de su real ánimo al confiar a V. E. la reunión de tan interesantes datos; ni desconocer, ni menos renunciar , ni aun poner, ni permitir se pongan en duda sus reales derechos y los de la España a ejercer en este punto una acción libre y desembarazada, como cumple a una nación independiente, al usar de un derecho propio y de la jurisdicción de su derecho interior, de que a ninguna potencia extranjera cabe ni disputar ni poner en duda, etc.”
Pregunto yo si el individuo presidente de un ministerio que tenía esa fe, por decirlo así diplomática, podía encargarse de una misión que rebajara la dignidad del país. Quede, pues, desvanecida esa insinuación, hecha sin duda sin intención por el señor diputado a que he aludido.
Resumiéndome ahora, diré, que si en efecto han de sobrevenir acontecimientos graves, si nos amenazan males, que es ocioso examinar de qué proceden, puesto que reconocemos que los hemos merecido, lo que nos queda que hacer es protestar acerca de la inculpabilidad del pueblo español y de su justicia, y esperar los acontecimientos con la dignidad propia del que defiende su causa, con la fortaleza propia de la justicia, con aliento en el corazón, y con seguridad en la conciencia.