Luigi Fabbri fue uno de
los militantes más valiosos y conocidos del poderoso movimiento libertario
italiano. Propagandista y colaborador de Errico Malatesta en alguna de las
publicaciones ácratas de principios de siglo, su biografía personal se
entremezcla con la de la Italia contemporánea: exiliado tras la Semana Roja de
1914, acabada la Primera Guerra Mundial participó en la intensa agitación revolucionaria
de 1919 y 1920, en 1926 tuvo que renunciar a su trabajo como maestro cuando el
fascismo obligó a jurar fidelidad al régimen a todos los docentes, se vio
forzado al exilio y, ante el clima irrespirable de Europa, embarcó hacia
Uruguay, donde vivió hasta su temprana muerte en 1935. Polemista y agudo pensador,
dedicó sus últimos años a combatir al fascismo, en la práctica y en la teoría,
jugando entre los anarquistas el mismo papel que Antonio Gramsci tuvo entre los
marxistas. De estos años cruciales es el artículo que ahora reproducimos,
titulado “La marcha del fascismo en el mundo”, que se publicó en La Pluma, una revista mensual de arte,
ciencias y letras, concretamente en su número 18 de marzo de 1931. En estos días, en los
que el fascismo parece renacer en uno y otro extremo de Europa, la visión
acertada y profética de Luigi Fabbri resulta de lectura imprescindible.

Cuando se habla del "fascismo" se alude casi siempre al
fascismo italiano. La mayor parte de aquellos que lo condenan con horror lo
creen un fenómeno exclusivo de Italia, que en otros países no sería posible.
Cada cual tiende, pues, a excluir de modo absoluto que el fascismo pueda
producirse en su país. Yo creo que todos ellos adoptan la actitud del avestruz
que, ante el peligro, oculta la cabeza bajo las alas y tal vez adquiere así la
ilusión de que el peligro no existe.
Ninguno podría afirmar, esto es verdad, que el fenómeno fascista
pueda reproducirse en los otros países con los mismos caracteres y las mismas formas
que en Italia. Cada país es diverso del otro, y no es posible que un movimiento
se manifieste en un lugar de modo demasiado semejante al otro. El fascismo
italiano se concretó de hecho al triunfo de una tentativa que no tenía al
comienzo ninguna meta precisa, fuera de aquella que podía proponerse una banda
de aventureros para resolver el problema de vivir sin trabajar a espaldas de
toda una nación, oprimiéndola y expoliándola. La clase privilegiada y la
monarquía italiana han ayudado al movimiento, que de otro modo habría terminado
en el ridículo y en la derrota, creyendo servirse de él para desembarazarse
luego; y en cambio han terminado por tener que sufrir ellas mismas el
predominio de ese movimiento experimentando no poco disgusto y viendo ir hacia
la ruina a todo el país.
Pero el experimento ha servido igualmente para dar la
demostración práctica a la plutocracia mundial y a todos los reaccionarios y
enemigos del progreso del modo como es posible libertarse de la oposición de
todas las fuerzas de libertad y de la clase obrera que tiende a emanciparse,
cuando esas fuerzas no tienen a su disposición más que las solas libertades
parciales y legales conquistadas por los pueblos durante las revoluciones
democráticas del siglo pasado.
Así el fascismo se ha convertido, en el curso de pocos años, en un
peligro internacional, si por fascismo se entiende en línea general el retorno
a los sistemas políticos absolutistas y dictatoriales con la supresión de todas
las libertades individuales y populares ya conquistadas, sirviéndose sin
escrúpulos de todos los medios violentos de la fuerza armada, sea regular o
irregular, con menosprecio de todo sentimiento de humanidad y con la violación
sin límite ni freno de las leyes y de las instituciones mismas antes sancionadas
y constituidas en los códigos y en las constituciones estatales. Estos caracteres del fascismo son comunes al movimiento
reaccionario de todo el mundo; y en lo sucesivo se le da el nombre de fascismo
porque su éxito obtenido en Italia ha dado al nombre el significado más
comprensible a todos y más característico.
El progreso internacional del fascismo se debe sobre todo al
impulso del capitalismo. En Italia tuvieron su parte otros coeficientes, como
en cada país hay coeficientes propios y especiales; pero por encima de ellos el
coeficiente capitalista es común a todos. La evolución, o involución, del
capitalismo desde los métodos de la llamada libre concurrencia, con los cuales
se afirmó al resurgir hasta el grado máximo de su desarrollo, a los métodos que
prevalecen cada vez más hoy de la coalición y de la centralización bajo una
dirección única, a través del despotismo de las grandes bancas, de los trust y
de los kartells, ha llegado ya a producir en el mundo económico internacional
una dictadura de hecho o una alianza de dictaduras, por lo cual los poderes
plutocráticos que hoy residen en New York, en París o en Londres, tienen una
fuerza coercitiva sobre las naciones y sobre los pueblos mucho mayor que la de
los imperios más autocráticos de que nos habla la historia.
El capitalismo, que a su nacimiento y durante su fase ascendente
había tenido necesidad de una cierta libertad para su desarrollo, y había
favorecido por eso y a menudo suscitado la constitución de formas liberales y
democráticas de gobierno, llegado al apogeo de su potencia, no sólo no siente
ya aquella necesidad, sino que ha surgido para él la necesidad opuesta: la de
limitar o suprimir las mismas libertades auspiciadas en el pasado, de que han
aprendido a servirse los pueblos y los proletariados contra él, sea para
aumentar tales libertades en el terreno político, sea para limitar el beneficio
capitalista en el terreno económico.
En un tiempo el capitalismo veía inaceptado su desarrollo por los
diversos despotismos reales, eclesiásticos, nobiliarios, etc. y por eso
invocaba contra estos la libertad. Hoy, obtenido su máximo desarrollo, tiene
como aliados cómplices al rey, a los sacerdotes y a los nobles, supervivientes
todavía de los antiguos regímenes; y ve contrarrestada, mejor dicho amenazada,
su posición de privilegio en el mundo por las exigencias crecientes de los
pueblos, por las tendencias emancipadoras del proletariado, que se sirven de
las libertades adquiridas para oponerse a él, y por eso invoca, ahora, la supresión
de la libertad.
Es por esto que, paralelamente a la formación de dictaduras cada
vez más vastas y tiránicas en el terreno económico, también en el terreno
político los diversos Estados tienden a volverse cada vez más autoritarios, a convertirse
en regímenes absolutos y despóticos. Y donde eso no es posible legalmente, por el
hecho de la subsistencia de intereses adversos incrustados en torno al
organismo estatal, por la resistencia de las masas populares y proletarias y
por la persistencia de un fuerte espíritu de libertad, las clases privilegiadas
se confabulan, en unas partes abiertamente y en otras en la sombra, para
apoderarse mediante golpes de mano militares (del ejército regular o de bandas
armadas ilegales) del gobierno y transformarlo en poder despótico y dictatorial.
Pues si la minoría fascista en algún país es demasiado escasa y pobre de
medios, las fuerzas plutocráticas extranjeras proceden a ayudarla desde fuera con
oro, premeditando el hacerlo con las armas cuando la ocasión se presente.
Sólo aquellos que cierran los ojos para no ver pueden negar que,
sin embargo, esta marcha del fascismo por el mundo ha obtenido ya resultados
desastrosos para la libertad de los pueblos y para toda la civilización humana.
Basta echar una ojeada general al mapamundi para ver cómo la
mancha negra del fascismo se ha ensanchado de modo verdaderamente espantoso.
Dejamos a un lado los continentes del Asia y del África, donde los despotismos coloniales
de los Estados europeos crueles y sangrientos hacen concurrencia a los
regímenes indígenas bárbaros; y también la Australia, en condiciones
especialísimas propias. Mirad el mapa político de Europa y de América ¿qué es
lo que queda de países libres? ¿Libres, quiero decir, de aquella libertad enteramente
relativa, limitada y aleatoria de los regímenes constitucionales y
democráticos? ¡Muy poca cosa!
En Europa casi toda su mitad está dominada por el poder
dictatorial de los soviets. La hostilidad de éstos al reprimen capitalista occidental
y su origen y su ideología revolucionarios hacen esperar, a pesar de todo,
desarrollos de libertad para el porvenir. Yo soy muy escéptico al respecto y
temo más de lo que espero de ahí; de cualquier modo, la libertad es conculcada
en ellos. Es un régimen dictatorial que por añadidura diplomáticamente, en política
internacional, muestra hoy amistad para con el gobierno fascista italiano más
que para ningún otro. Italia es dominada por el fascismo, y visiblemente se
encuentra a la cabeza de la reacción mundial. Régimen dictatorial en España, en
Portugal, en Polonia; y también dictatorial fascista en Hungría, en todos los
países balcánicos y bálticos.
Quedan en regímenes constitucionales representativos, más o menos
democráticos, los pequeños Países Bajos, los escandinavos, Suiza, Francia,
Inglaterra, Alemania y Austria. Sería una minoría, pero una minoría poderosa, si
se pudiese contar en serio con esos países para una reivindicación de libertad.
¿Pero se puede contar con ellos? es bastante dudoso. La más segura, Inglaterra,
no es país de iniciativa, cerrada en su aislamiento, puede quedar libre del
fascismo en lo que a ella respecta, pero no para libertar de él a los demás. Lo
mismo se puede decir de los países escandinavos, lejanos y separados del resto
de Europa.
Los pequeños pueblos, Bélgica, Holanda y Suiza, están destinados a
sufrir la suerte de los colosos en medio de los cuales se encuentran
encastrados, como el proverbial vaso de arcilla entre los vasos de hierro:
demasiado pequeños, en todo caso, para influir sobre los demás. Austria no es
todavía fascista por la prevalencia de una mayoría bastante escasa y floja;
pero puede caer de un momento a otro. Quedan Francia y Alemania, la primera de
las cuales conserva una democracia superficial que está representada por un gobierno
representativo, sí, pero conservador y militarista; y Alemania, democrática más
por razones de oportunidad y de política exterior que por espíritu propio, nos
ha dado no hace mucho la sorpresa de elecciones en donde el fascismo ha
resultado el segundo de los partidos más fuertes de aquella república imperial.
Y son propiamente Francia e Inglaterra, democráticas, las que más tienen la
responsabilidad del desenvolvimiento del fascismo en Alemania, Austria y
Hungría por la horrible política suya de vampirismo financiero de vencedores
contra vencidos.
Si en Alemania consigue triunfar el fascismo, atraerá consigo, en
la carrera al más reaccionario, a Francia. Y Europa será completamente fascistizada.
Lo mismo se diría del caso de una guerra. Sería propiamente el caso de decir:
finis Europae.
Volvamos hacia América, este vasto continente que va del polo
norte al polo sur. Toda la América meridional, menos el pequeño Uruguay, y toda
la América central e insular, menos alguna excepción que supongo pero ignoro, están
bajo el dominio absoluto de satrapías militares. Algunas, como en la Argentina,
prometen ser provisorias, pero en tanto persisten y no aflojan el cerco
reaccionario. Alguna otra, como en el Brasil, ofrece un mal menor, frente a una
dictadura anterior más feroz, que ha logrado suplantar. Pero siempre se trata
de gobiernos arbitrarios, dictatoriales, militares. En la América del norte
tenemos la dictadura mexicana larvada; y luego la gran república estrellada,
los Estados Unidos, con un régimen formalmente democratísimo, pero de un espíritu
reaccionario antipático y estrecho, con una plutocracia y gobiernos que no
ignoran ninguna de las formas más inicuas de represión de la libertad y de sofocación
del pensamiento, desde la censura periodística y de los libros a las masacres
de trabajadores, desde la tolerancia de los linchamientos a la silla eléctrica.
Mientras no molestan demasiado, se deja a los ciudadanos americanos ciertas
libertades garantizadas por la ley; pero la ley se pisotea en daño de la libertad
siempre que así conviene a los gobernantes o a la plutocracia. Y es sobre todo la
plutocracia, anidada en Norte América, la que alimenta financieramente al
fascismo en todas sus manifestaciones y empresas tanto en Europa como en la
América central y del sur.
El cuadro no es bello; pero no creo haberlo pintado peor de lo que
es. Tal vez se podría hallar en mis palabras más optimismo que pesimismo, En
efecto yo no soy pesimista; pienso que la libertad no ha perdido todavía su
batalla, y que esta batalla se puede vencer. Pero para vencer, la primera
condición consiste en no hacerse ilusiones y en no cerrar los ojos ni sobre las
propias debilidades ni sobre la importancia de las fuerzas enemigas.
A todos los hechos concretos más arriba apuntados es preciso
agregar otro de índole espiritual, de que aquellos hechos son en parte un
efecto y una causa al mismo tiempo: la crisis de la idea de libertad en la
conciencia contemporánea. Quien le ha dado el golpe más fuerte ha sido la
guerra última; pero ella se iba debilitando ya desde el principio del siglo a
causa de las desilusiones que los experimentos liberales y democráticos habían sembrado.
Mucha gente se había desalentado, no comprendiendo que para superar la crisis no
había que renunciar a la suma de libertades adquiridas, por escasas, limitadas
y aleatorias que fuesen, sino conquistar cada vez más libertades, extendiendo
su dominio, haciéndolas más concretas y sólidas.
En cambio la guerra ha resucitado y fortificado el espíritu de
autoridad en su doble manifestación: espíritu de prepotencia y de dominio en
los unos, de renuncia y de servilismo en los otros. Nunca como adora se ha
sentido más, al menos de 50 años a esta parte, la voluntad de mandar y de
obedecer, la pretensión de pensar por los demás y la necesidad de que los demás
piensen en lugar nuestro.
Entre las leyendas bíblicas hay una muy significativa. En un
cierto punto el pueblo hebreo se cansó también de la poca libertad que había
bajo los Profetas, y reclamó con gran voz de Samuel un rey. Samuel resistió por
un tiempo, y luego contentó al pueblo, advirtiéndole: "os
arrepentiréis". Y se tuvo una serie de reyes crueles, locos y megalómanos,
que embellecieron Jerusalén y construyeron el Templo famoso, pero condujeron al
pueblo hebreo a la perdición, a la esclavitud de Babilonia.
Hoy se realiza el mismo fenómeno; parece que los hombres no pueden
vivir ya sin el jefe que les obligue a obedecer por la fuerza y los liberte de
la tarea de pensar y de obrar por sí mismos. De aquí la fortuna que tienen en
este momento la fórmula fascista entre las clases dirigentes y la fórmula
bolchevista entre las clases subyugadas.
Es una desgracia, pero hay que repararla mientras se está a
tiempo. Si no vendrá también para los pueblos modernos la esclavitud de
Babilonia. Es preciso resucitar el espíritu de libertad, de iniciativa, de
independencia, para salvar la libertad tanto de los pueblos como de los
individuos, tanto la libertad de pensar como la libertad de vivir. La guerra del
fascismo contra la libertad no es ya solamente, como en los primeros momentos,
una resistencia a la futura revolución social del proletariado, sino justamente
una guerra a la modernidad, una renegación de todas las revoluciones pasadas,
una lucha feroz contra las conquistas realizadas por los pueblos en un siglo o
dos de esfuerzos inauditos. Es una guerra a la idea de libertad en todas sus
manifestaciones y aplicaciones, en el campo político y económico como en el
cultural y espiritual, hasta ponerse en contraste no sólo con los progresos
realizados por la revolución francesa y las otras sucesivas del siglo XIX, sino
también con las precedentes de la Reforma, del Renacimiento del Cuatrocientos y
Quinientos, y hasta con algunos progresos del espíritu humano que parecían
haberse vuelto definitivos con el primer triunfo del cristianismo.
Lo que los progresos del fascismo amenazan directamente, en el
corazón, es la civilización entera. Si los pueblos no hallan en sí la fuerza
para reaccionar y salvarse, inutilizando para siempre las fuerzas de regresión,
estas precipitarán a la humanidad en un abismo del que le harán falta siglos
para salir. Las grandes multitudes humanas serán tanto más sólidamente
encadenadas a la esclavitud en cuanto los enormes progresos mecánicos y científicos
realizados hasta aquí darán a los tiranos de mañana el modo de construir
cadenas casi irrompibles, medios de represión inauditos y fulmíneos, y sistemas
de coerción duros y complicados que servirán no sólo para ligar los brazos sino
también los cerebros con la imbecilización progresiva de las masas. Tantos descubrimientos,
a través de los cuales se ha visto por algún tiempo la posibilidad de una mayor
liberación, -como la prensa rotativa, el cinematógrafo, la telefonía sin hilos-,
monopolizados por los poderosos de la tierra, se van volviendo horribles instrumentos
de perversión moral y de sometimiento, como antes el descubrimiento de la
pólvora y de la dinamita, del automóvil, del aeroplano y del submarino, etc.
Al pasado no se volverá, esto es verdad, porque la historia no se
repite; pero se podrá culminar en sistemas de vida social de opresión y de
servidumbre peores aún que aquél pasado, que sin embargo nos causa tanto horror
cuando estudiamos la condición de los pueblos en los tiempos de Torquemada, de los
Borgia, de Felipe II, de Luis XIV y más atrás aún. Ciertamente, no es ya
posible el retorno al absolutismo personal y soberano de uno sólo de antes de
1789 o al feudalismo militar y de la nobleza de antes del siglo XVI; pero no se
ha dicho que no pueda tenerse también algo peor. En la turbia conciencia de las
clases dirigentes y propietarias actuales se va perfilando poco a poco la
tendencia a una tiranía más impersonal pero no por eso menos horrible, de clase
en vez de casta, centralizada en torno a las oligarquías financieras dueñas en
todo el mundo de todo cuanto es indispensable a los hombres para vivir. La tiranía
de los grandes trusts del trigo, del algodón, del petróleo, del hierro, etc. a
que más arriba he aludido, amenaza a los pueblos con una opresión frente a cuya
ferocidad implacable palidecerían las historias que recuerdan las tiranías
personales de los Nerón, de los Tamerlán, de los Carlos V, de los Rey Sol, etc.
Pero todo esto no tiene por fortuna ningún carácter de fatalidad y
de inevitabilidad. Se trata siempre de un peligro y de una amenaza que pueden
ser conjurados; pero no pueden ser conjurados más que por la intervención de la
voluntad humana, y más precisamente de la voluntad de los interesados: los
pueblos y proletariados de todos los países; todas las individualidades y
colectividades libres o deseosas de libertad; todos los obreros del brazo y del
pensamiento que quieren librarse de los lazos que todavía los vinculan y no ser
encadenados peor aún material y espiritualmente; todos los enamorados de la
belleza y de la bondad, cercadas por la avalancha de brutalidad y de fealdad
que va sumergiendo al mundo con la difusión del fascismo.
Los hombres de buena voluntad deben y pueden, si quieren, detener
la avalancha, hacer retroceder al fascismo y rechazarlo para siempre hacia el
infierno de la animalidad más malvada, de donde surgió como consecuencia de la
guerra. ¿No es tal vez eso un resultado que valga la pena para que los hombres
de buena voluntad, fieles todavía a la idea de libertad, se sientan al fin
unidos en espíritu y realicen de hecho aquél mínimo de unión material que hace
falta para vencer, por la causa de la civilización, a las fuerzas de la
barbarie?