La lenta implantación
del régimen liberal en España se vio siempre entorpecida por la monarquía,
desde Fernando VII a su hija Isabel II, y por las élites del Antiguo Régimen,
que se resistieron con fuerza a perder sus añejos privilegios. Hubo que esperar
a 1868 para que hubiese en la Península una auténtica revolución, y aún esta
Gloriosa, fue limitada en sus efectos y respetuosa con los que habían obstruido
y obstruían la libertad. Una de las pocas ocasiones en las que la monarquía y sus
valedores se vio en peligro fue con ocasión de la rebelión de los sargentos en
el palacio de La Granja en agosto de 1836, que cortocircuitó el intento de la
regente, María Cristina de Borbón, y de sus aliados de imponer un liberalismo
de perfil bajo y de conservar beneficios y modos del Antiguo Régimen. El que
era ministro de Gracia y Justicia, Manuel Barrio Ayuso, escribió sus recuerdos
e impresiones de estos hechos en el documento que ahora reproducimos; pocas
veces puede comprobarse con tanta claridad como los sueños de libertad de un
pueblo son las pesadillas de las minorías gobernantes.
MEMORIA PÓSTUMA DEL
EXCMO. SEÑOR D. MANUEL BARRIO AYUSO
Si un día el historiador
del Gobierno representativo, o sea de nuestras discordias en España, quisiera
omitir en obsequio del decoro nacional los horrorosos trastornos e inmundos
motines de Zaragoza, Barcelona, Málaga y Madrid, que tan tristes recuerdos han
dejado en nuestras almas y tan feo borrón en nuestra historia, imposible que
pueda hacerlo de los atroces e inauditos sucesos que tuvieron lugar en La
Granja en los días 12, 13, 14, 15 y 16 del mes de agosto de este año (1836);
porque ya se consideren aquellos, que no puede ser, como producto aislado de la
insolente barbarie de una soldadesca desenfrenada y brutal, o ya más bien de
agentes ocultos, poderosos y más avisados que impulsaron tan infernal
maquinación, es lo cierto que nada semejante por su duración, y lo atroz
de su ejecución se encontrará en la historia de los pueblos más atrasados del mundo.
Dos batallones de la Guardia Real escogidos, distinguidos y apreciados, cuando en el pleno
goce de su prerrogativa se hallaban, cuando el más sublime acto
de su nombre y profesión ejercían, es decir, cuando a ellos solos
se había confiado la guarda de SS.MM. en un sitio que con propiedad
pudiera llamarse un despoblado, convertidos de repente en infames
traidores ó viles verdugos, atropellando y pisando los más sagrados
deberes y respetos… acaban de trastornar el estado y sumir a la patria en el caos acaso para siglos.
La simple relación de los hechos, y no todos porque no es posible, dará sin necesidad de reflexiones
una aproximada idea de lo que acabamos de indicar.
Tranquilamente seguían SS.MM. su jornada y permanencia en el real sitio de
S. Ildefonso, ó sin otros temores al menos que los que
daba algunos momentos la próxima facción de Basilio sobre cuyos
movimientos se dirigía todo nuestro cuidado, cuando de repente
sin noticia ni precedente alguno, y con la mas asombrosa sorpresa a las ocho y media de la noche del día 12 del citado mes de agosto
se empezaron a oír en el cuartel de granaderos
provinciales de la Guardia y sus inmediaciones grandes y descompuestas
voces de vivas a la Constitución y a la libertad.
Apenas oídos los primeros gritos en lo interior de la población y Real sitio, todos nos dirigimos al
punto de donde partían y vimos con el mayor asombro que, agolpándose con la mayor descompostura y furor gran porción de aquellos
soldados á las puertas llamadas de Segovia por la parte de afuera, donde estaba
el cuartel, pugnaban armados por quebrantarlas ó que se les
abriesen para entrar en la población y llegar hasta palacio.
Sea dicho de paso y en obsequio de la verdad que preside a esta ligera reseña de los sucesos de aquellos días
que sobre la falta de previsión de los
oficiales y jefes de los
batallones sublevados, y ninguna noticia que dijeron tener de aquellas
ocurrencias, cometieron también el fatal y punible descuido de no acudir con la
prontitud que el caso exigía, a contener y ahogar por la persuasión o por la
fuerza la rebelión que empezaba en aquellos mismos momentos; si de pronto y con
la rapidez necesaria hubieran acudido, tal vez en su origen se habría cortado
la hidra que nacía en aquel momento para devorar el trono augusto, la justa
libertad.
No sucedió así por desgracia, siendo el resultado que lo
que a las ocho de la noche era, por decirlo así, una chispa, a las nueve y
media era ya un horroroso volcán imposible de apagar.
Efectivamente, incrementándose por momentos la
sublevación, y habiendo conseguido los granaderos sublevados que les abriesen
las puertas de la población sus compañeros de armas y de crimen, los soldados
del 4º de la Guardia Real de Infantería, cuyo cuartel estaba dentro, todos ya
reunidos en abierto y horroroso motín, armados y haciendo fuego en todas
direcciones cual si fuera una acción de guerra, se presentaron a las puertas de
palacio, cerradas a prevención desde los primeros gritos, y entre ademanes y
descompuestos acentos, entre descargas y alarmantes voces, que sólo cesaban por
ligeros momentos para dar lugar a que se oyesen las músicas de uno y otro cuerpo
que alternaban tocando el Himno de Riego, el Trágala y otros de esta especie;
pedían cien cosas a la vez, cual calzado que le faltaba, cual prendas de
vestuario, otros el pago de su haber, algunos su licencia absoluta y los más
Constitución del año 12, exigiendo en tono amenazador que en aquella misma hora
se colocase la lápida en la plaza.
Entre los gritos y voces de vivas a la Constitución se
mezclaron desde el principio, pero mucho más ya en este momento, como a las
diez algunas espantosas mueras, designando personas de su especial encono que
lo fueron de las primeras la del general Quesada, la del comandante general del
Real Sitio, conde de San Román, y algunas de las que se hallaban en la Corte y acompañamiento de S.M.
Desde las nueve de la noche se hallaban reunidos en palacio y al lado de S.M. la Reina Gobernadora,
su ministro de Gracia y Justicia, el conde de San Román, el Caballerizo
Mayor marqués de Cerralbo, algunos jefes y oficiales de la tropa sublevada, el capitán
de Guardias, el comandante de armas de Segovia y otros varios;
y en junta de todos, dispuesta y presidida por
S.M. se trató de dictar y adoptar todas las medidas conducentes, á fin de hacer
calmar tan horrorosa tempestad, y sosegar, si era
posible, los ánimos irritados de los soldados. Fue la primera de aquellas
hacer bajar a varios oficiales de los más queridos de la tropa sublevada á ofrecerles a
nombre de S.M. calzado, vestuario, pagas v licencias, así
corno un total indulto u olvido de su
delito, si en el acto se retiraban a sus cuarteles: así lo ejecutaron aquellos pero sin
fruto alguno; pues que ni bastó este influjo, ni hizo más que dar mayor pábulo a nuevas
exigencias y más imponentes amenazas. Bajó en seguida el comandante general
conde de San Román, se introdujo entre los amotinados, les
arengó, ofreció, suplicó, pero con menos fruto aún;
nuevas y más
exageradas demandas, amenazas atroces contra el mismo conde, aun acción de algunos para asesinarle allí mismo: nuevo
furor estalló entre la chusma amotinada; sus amenazas y mueras
tornando más feroz y extenso carácter, alcanzaban ya hasta la persona sagrada de S.M.
la Reina Gobernadora.
Fijaban el espacio de una hora a lo más, para otorgarles y darles hecho
cuanto pedían, amenazando en otro caso escalar el palacio, operación atrevida
que empezaron a ensayar, protestando que no quedaría vivo uno solo de cuantos
en su recinto existían; y todo esto acompañándolo
de un tiroteo el mas horroroso, con el triste desconsuelo además de estar presenciando que la guardia interior de palacio,
compuesta de soldados de los propios batallones sublevados, estaba de acuerdo,
confabulaba por las rejas, y animaba a los amotinados
sus compañeros de afuera para que no desmayasen, ofreciendo
ellos hacer por dentro cuanto fuese necesario.
En tal conflicto pues, y tan
inaudito apuro, tratando de evitar a todo trance el sacrificio de la primera víctima, porque en tal caso hubieran sido funestísimas las consecuencias, de
orden de S.M. se trató seriamente el entrar en conferencias con algunos de los
sublevados sobre el punto principal reclamado, que era la jura
de la Constitución del año de 1812, y fijación de la lápida en la
plaza aquella noche.
Al efecto y para satisfacción de los mismos, se mandó comparecer
a la presencia de S.M. y personas de su acompañamiento una comisión, compuesta de los
que entre ellos hiciesen de cabecillas o de jefes, a cuya propuesta contestaron que allí todos mandaban, todos eran iguales, y que subirían tres por compañía, a saber: un sargento, un cabo y un soldado: así
se les otorgó, presentándose á poco rato como de 20 á 30 hombres que entraron
armados en el palacio, que para que así no lo hiciesen ante
S.M., hubo de convencérseles con algún trabajo, pero se convinieron
al fin a dejar los fusiles en la escalera ó primera antesala, y entrar
desarmados en el Salón regio.
Para referir por menor lo que desde este momento en adelante pasó dentro del regio alcázar y a
presencia misma de S.M. sería necesario que hábiles taquígrafos
colocados a prevención hubieran llevado exacta cuenta de tantos disparates y
desacatos; porque se vieron allí en los días posteriores,
pero especialmente en esta noche,
escenas las más imponentes, al paso que las mas ridículas.
Aturdidos en los primeros momentos con la
presencia y continente augusto de la
Majestad, apenas se oyeron más que voces mal articuladas, acentos de hombres tan groseros
como criminales, vaciedades impertinentes y reclamaciones parciales, porque cada uno empezó a hacer las suyas. “Sí Señora, decía uno, queremos la libertad y la Constitución porque
así valdrá la sal a peseta y no a
60 reales como le cuesta a mi padre ahora”; alegaba otro que estaba
descalzo y que se le debía tanto y cuanto de atrasos; decía otro que S.M. le
había engañado, y porque en la acción de tal se había batido y quedado herido y
no le habían dado premio alguno ni la cruz de Isabel II, y otros y todos
prorrumpieron en mil sandeces impertinentes y contradictorias.
Pero recobrados algún tanto, y poco después más de los
justo, especialmente los dos sargentos, uno de Granaderos Provinciales y otro
de la Guardia Real que formaban a la cabeza de la fila, y llevaban la voz,
empezaron hasta con imprudente altanería a pedir á S.M. la publicación de la Constitución,
la colocación de la lápida en aquella noche y el otorgamiento de la más completa
libertad entendida a su modo; sobre lo cual les hizo reflexiones y cargos bien
oportunos con admirable serenidad S.M. misma, y enseguida su ministro de Gracia
y Justicia, particularmente cuando se oyó á aquellos mismos sargentos reclamar
con especial ahínco la Constitución del año de 1812 y no la del 1820, porque decían
con tanta sandez, como calor, que esta última contenía algunos artículos que no debían
pasar ni a ellos les acomodaba. No bastaban para ellos reflexiones,
no bastaban razones, por otra parte ni obraba el convencimiento. ¿De cuál eran
capaces unos hombres insolentes y absolutamente embriagados?
Embriagados sí, porque es preciso publicar, para que se sepa, que en aquella
noche fatal, con anterioridad y sin saber donde existía, se vieron
subir a la plaza y á la turba de amotinados muchas cargas de vino, gran
cantidad de aguardiente que se les distribuía con larga y generosa mano; así es que por
momentos crecía y se exacerbaba la sedición, la borrachera y el peligro. Se propuso
pues á la comisión referida de sargentos y compañeros que por el
comandante general conde de San Román, se les comunicaría inmediatamente la orden
de S.M. para publicar y jurar la Constitución,
y poner la lápida en aquella
misma noche; á cuyo efecto ante
los mismos, autorizó S.M. al referido jefe para hacerlo, mandando pusiese de su
orden por escrito esta autorización, como se hizo, y que bajase a ejecutarla; manifestaron aquietarse por sí aunque de mala gana, con esta resolución de S.M.,
pero diciendo que probablemente
no se conformarían sus compañeros de la plaza.
Bajaron efectivamente aquellos y con los mismos el conde de San Román; dijoles éste a
todos en la plaza su contenido, leyóles la orden
que tan lejos de aquietarles, dio ocasión a nueva gritería y más de descompuestas voces;
viéndose aquel jefe repetidamente amenazado, y muy próximo a ser víctima de sus
soldados. A lo sumo llegó en este momento el desorden; vieronse nuevos intentos
de escalar la reja y balcón del palacio, reprodujose un horroroso fuego
por toda la plaza y población, y no al aire y con pólvora sola, sino con bala, como se
acreditó por los dirigidos a algunas habitaciones, entre otras á la misma en
que, gravemente enfermo, se hallaba el señor embajador de Francia,
conde de Rayneval, que murió a los dos días, y a otras varias casas, y aun a Palacio; como
que fue preciso en aquella hora mudar a la inocente reina
Isabel, desde la cama en que dormía en una de las habitaciones
que dan a la plaza y frente donde estaban los sediciosos, a otra retirada del propio palacio
donde no hubiera tanto peligro.
Conmovido ya entonces el ánimo sereno, y corazón
grande de S.M., y consternados cuantos en su compañía estábamos, cediendo a tanta violencia y necesidad, solos y sin apoyo alguno, pues que la guardia
interior del palacio estaba, si cabe,
en peor sentido, o más sediciosa que la tropa de fuera, a todo trance se
dispuso evitar mayores desgracias, y al efecto de orden expresa de S.M., que se escribió en el acto, se autorizó al mismo
San Román para que, bajando acompañado de todos los oficiales existentes
de los cuerpos sublevados, recibiese á la tropa el juramento a la Constitución,
hiciese publicar esta de cualquier modo en aquella noche, ofreciendo
hacerlo con mayor solemnidad al día siguiente, poniéndose en
seguida la lápida ó tabla provisional con la inscripción correspondiente.
Empero, ni esto bastaba ya; el desenfreno y furor de la soldadesca y gente perdida del pueblo,
que ya se había agregado,
tocaba la línea de locura y verdadero frenesí. Ni siquiera se les permitió decir á los enviados
su comisión: vieron que la orden escrita iba solo rubricada
de S.M. y empezó á pedir la tropa a descompuestos
gritos, que volviese su comisión a decir a S.M. que la orden debía ir firmada
de su propia mano, y con todo su nombre; que habían de verla firmar ellos
mismos, que no querían que se les engañase, y que además les había de dar S.M.
un testimonio de su puño para que se pusiese la lápida en La Granja y en todas
partes, con otras mil disparatadas y amenazantes peticiones.
A consecuencia de esto subió de nuevo la comisión, y a presencia de los
sublevados, no ya aturdidos corno al principio, si no imprudentes y
descarados haciendo un desacato a S.M. en cada palabra y acción, se dictó por el ministro de Gracia y Justicia en alta voz, de orden y a presencia de S.M. y de todos cuantos
allí estaban, otro decreto que en medio de la sala y á vista de la referida comisión firmó S.M., poniendo la firma entera “Yo la Reina Gobernadora”.
En él se ordenaba la publicación de la Constitución del año 12 y el juramento á la misma, en
el ínterin que las Cortes unidas
dispusiesen lo conveniente, según las necesidades de la nación; y fue el mismo sin duda que al momento se remitió por los amotinados
ó sus directores oculto á Madrid, y después á todo el
reino. De paso indicaré que el real decreto, de que
aquí se hace mérito , lleva consigo defectos u omisiones bien visibles, de intento así ejecutado,
para que cualquiera pueda conocer lo violento y vicioso de su
origen y expedición. Ni se dice, por ejemplo, que la reina regente manda
en nombre de su hija, ni está autorizado por su ministro allí presente.
Bajó pues la comisión con el referido real
decreto que leyó en alta voz a la turba de sediciosos; y aunque en aquel ínterin que contiene dicho documento, se pararon algún tanto y quisieron de nuevo resistir,
añadiendo neciamente que además de la firma debía llevar
la estampilla se aquietaron por fin con él, y empezando para celebrar su triunfo nuevo tiroteo y alboroto de músicas
y voces siempre espantosas y alarmantes, allí mismo y en aquella hora, que serían
las dos o más de la mañana, sacando la bandera, dieron sus
gritos é hicieron sus juramentos y farsas, con lo cual á cosa como de las tres, de mala gana, porque
como decían algunos, no había habido sangre, se retiraron al
cuartel aplazándose para el sol de aquel día a fin de poner la lápida y hacer la maniobra en formación y en regla.
Así acabó aquella primera noche, noche terrible en mil
conceptos y en la que estuvieron en inminente peligro las preciosas vidas de S.M. y la de
todos cuantos á su lado se hallaban. No habrá uno de cuantos lo ocurrido
allí presenciaron que no se estremezcan de horror al recordarlo. Jamás
se vio tanto desacato, tal desenfreno y tan crítica y peligrosa situación; y todo… por los guardias mismos de
S.M. Con ánimo el más esforzado y sereno resistió S.M. hasta los últimos extremos, su
ministro cooperó y
sostuvo esta noble resistencia hasta que vio las
bayonetas al pecho de la Majestad; no fue ni prudente ni posible hacer más; hubo
que sucumbir, como cede el hombre honrado al puñal del asesino. Así estaría en
los decretos de la Providencia.
Amaneció el día 13 un poco más tranquilo en verdad, pero más imponente
si cabe, porque más despejados y ya sin vino los amotinados la primera idea
que debió ocurrirles, y les ocurrió
en efecto con la mayor fuerza, fue la del tremendo crimen cometido
en aquella noche; situación y pavura de que
supieron bien aprovecharse, y de que sacaron gran partido los ocultos
agentes del movimiento para empeñar a la soldadesca á consumar su
plan. Nos va la cabeza, repetían desde aquel día los soldados, y si nosotros hemos de morir,
tampoco quedará vivo ninguno de cuantos existen en el sitio y palacio. Hubo sin embargo alguna
calma hasta las tres de la tarde, en que los batallones
alzados en formación rigorosa con sus oficiales a la cabeza y mandados por el mismo conde de San Román, acompañándoles
los granaderos a caballo y los guardias de corps, todos de gala, dieron un paseo
militar por la plaza frente se palacio, y poniéndose a su presencia la lápida
en aquella, prorrumpieron en repetidos vivas, y en regular orden después se
volvieron a sus cuarteles.
Por el día hubo desórdenes y desenvoltura en la población, entrando y saliendo los
soldados en donde les acomodaba; y por la noche grandes grupos a las puertas de
palacio, nuevos gritos, peticiones y exigencias que calmaron con mayor facilidad, porque se les
otorgaba cuanto exigían.
Por el carácter de esta
insurrección toda militar, y ya también porque entre los gritos y peticiones de
los soldados en la noche anterior se les oyó clamar porque se presentase el
general ministro de la Guerra, don Santiago Méndez Vigo, que había sido coronel
de la guardia en la guerra de Navarra, en el referido día 13, por telégrafo, o
no sé si por llamamiento escrito, se le mandó venir al sitio desde Madrid, y
llegó en la tarde del día 14.
La presencia de este jefe, el
concepto que sin duda había formado de que no sería tan atroz
la sublevación, prevalido por otra parte de la influencia y superioridad
que creía conservar sobre un cuerpo y unos soldados que acababa de mandar en sangrientas lides de
guerra, sin informarse at fondo á su llegada de
lo ocurrido, y estado de absoluta relajación en
que aquel se hallaba, parece que quiso reconvenirles
en el tono militar y firme de un jefe, pero de que hubo de ceder
luego a la vista del estado en que la soldadesca se hallaba; pues
que desacatándole como a todos, prorrumpieron en sus
acostumbradas amenazas y exigencias, obligándole a replegarse, y tomar el tono hasta de súplica.
En el día 14
determinaron los sublevados enviar una comisión no sé si de una o dos compañías a Segovia para
hacer publicar allí la Constitución, como lo verificaron; y unidos á otra compañía del 4º que se hallaba destacada en dicha ciudad, regresaron aquel mismo
día á la Granja, trayéndose consigo
tres cañoncitos del Alcázar, los mismos que usaban los cadetes de aquel
colegio para sus ejercicios.
Entraron pues con ellos en el real Sitio reunidos y agrupados a los mismos todos los
demás amotinados, que les esperaban a las puertas, con grandes
músicas y canciones, capitaneados por el
sargento Higinio García á caballo; se pasearon con gran pompa y con los cañones por el
frente y debajo mismo de los balcones
de palacio, como insultando y aterrando con ellos a S.M. y a cuantos s hallaban a su lado; colocaron después los cañones en la
inmediación y parte interior de la puerta llamada de Segovia,
poniéndole centinelas, y dando todo el
aparato de terror que aun creían necesario para intimidar más y más el ánimo
sereno de S.M.
En la tarde del referido día, a propuesta del ministro de Gracia y Justicia
y consiguiente orden de S.M., se convocó una junta de los señores embajadores
de Inglaterra, Mr. Williers, y enviado extraordinario de Francia, Mr. Boix Le
Compte, con los ministros de Gracia y Justicia, el de Guerra, personas notables
allí existentes como el conde de San Román, el marqués de Cerralbo y otros que
no recuerdo. Se expuso en dicha reunión, presidida por S.M., el estado crítico
en que nos hallábamos, y que todo presenciábamos, se hizo relación a los
citados ministros extranjeros de las concesiones hechas,
motivos de ellas, y medidas adoptadas en la noche anterior, haciéndoles las oportunas reflexiones sobre los sucesos, que corrían a nuestra
vista, trascendencia que pudieran tener, o dársele en los tratados con las respectivas cortes; la
absoluta inculpabilidad de parte de S.M. y su
gobierno, desacatos cometidos y violencias hechas para arrancar dichas concesiones; a lo que ambos contestaron
aprobando lo hecho, y aun instando para que sin dilación se otorgase a las
tropas sublevadas cuanto pidieran, a fin de conseguir
de las mismas el pronto permiso para trasladarse SS.MM. a Madrid, librando así
sus preciosas vidas, que estaban en el mayor riesgo, lo que a todo trance debía evitarse y a cuyo solo objeto
debían ya terminar todas las miras y desvelos del Gobierno y los suyos. Al fin de aquella tarde se presentó a S.M. por la comisión de sublevados un papel con cinco artículos contentivos cada uno de porción de peticiones, todas de la mayor entidad. Encabezábase como reclamación de
toda la guarnición del sitio, pronta a firmarla en caso necesario pero que no
lo hacía por ganar tiempo, y porque el efecto lo presentaba la misma comisión.
Era papel de muy regular estilo en si redacción, y a cuya primera vista se
conocía bien que no eran los ignorantes sargentos y miserables músicos y
soldados sublevados los que la habían extendido. En él se pedían tantas y tales
cosas, que eran necesarios gran porción de decretos y mayor aun de reales
órdenes para su ejecución; y todo, decían los de la comisión, y aún se
expresaba si no me engaño en el final del referido papel, se había de dar
extendido, hecho y firmado para las doce de la noche, es decir, a las tres o
cuatro horas de presentada dicha petición, añadiendo los sargentos y demás de
la comisión que se había de ejecutar y firmar todo por S.M. a su presencia.
¡Hay conflictos ciertamente terribles y apuros inexplicables, y más cuando se
trata con hombres incapaces de toda reflexión!
Desde las nueve de la noche buscando por todas partes oficiales,
escribientes y colaboradores de todas clases, que apenas se encontraron en
pequeños número, se estableció una oficina en palacio mismo, donde a la vez, y
con la premura impuesta por los sediciosos, se dictaron, escribieron,
corrigieron y firmaron multitud de decretos y órdenes, todo bajo la férula y
presencia del sargento García y compañeros, que hicieron salir a S.M. para
verla ellos rubricar y firmar, teniendo ya en un verdadero asedio y mortal
agonía a S.M. y a cuantos allí se hallaban; porque es preciso tener muy
presente que desde la primera entrada de los sediciosos en la noche del 12 al
13, subían, bajaban, entraban, salían y hollaban ya sin decoro ni permiso,
soldados músicos y sargentos el augusto recinto y la habitación misma de S.M.
Extendidos y firmados los referidos decretos y órdenes,
que decían relación los principales a la publicación
y jura de la Constitución en Madrid, a la
deposición de los generales Quesada y San Román , al nombramiento de
nuevos ministros, al de armar de nuevo la guardia nacional de Madrid, con las órdenes para todos los capitanes generales y autoridades superiores de las provincias para la publicación
y jura de la Constitución, y otras varias que no tengo
presentes: con este cúmulo de papeles, órdenes y decretos,
extendidos y firmados todos a la
vista de los sargentos y comisionados, a cosa de las dos de la mañana, hora
en que se dio cima a este ímprobo trabajo, trato de salir
para Madrid el ministro de la Guerra, Méndez Vigo, a fin de dar
a todo la debida
ejecución.
Para la salida del Real Sitio ya se había convenido con los referidos sargentos, y obtenido aquel su indispensable permiso, bien que con la condición expresa de ser
acompañado en su viaje por dos o tres de los mismos, con objeto, decían, de presenciar
también en Madrid lo que se hiciese, y evitar de este modo que se les engañase. Era absolutamente necesaria la licencia o permiso de los sublevados, porque es de
notar y tener muy presente, que desde
la noche del 12 al 13 se había dado por los mismos la orden más rigorosa y
amenazante de no permitir salir a nadie
de aquél recinto, fuese cualquiera el pretexto ó categoría de la persona que lo intentase: a este efecto establecieron guardias y centinelas, no solo
en las puertas principales de la población, sino hasta en las salidas, avenidas y portillos de las tapias de los jardines del real palacio, pero con tanto rigor y en tales términos, que hasta orden de fusilar tenían á cualquiera que bajo cualquier pretexto pugnase por salir
o furtivamente lo intentase. Así es que nadie en estos días salió del sitio, ni aun SS.MM. a su paseo
ordinario.
Y sin embargo, a pesar
de aquel permiso, que dije arriba tenía el ministro de la
Guerra para marchar á Madrid
con los decretos y trabajos hechos, y también á pesar de ir él acompañado y escudado por dos sargentos de los principales motores del desorden, los demás amotinados, que estaban a las puertas ó de partida
de vigilancia por fuera, como que todos eran iguales, sargentos, músicos y soldados, y se reputaban con el propio derecho
de disponer, mandar á su placer, dijeron que
no les acomodaba permitir
la marcha de aquella comitiva; y a pesar de las insinuaciones de los sargentos
que acompañaban al ministro, bajo frívolos pretestos, ó porque
así les acomodó, le hicieron
retroceder con especial encargo de volver a palacio a satisfacer
nuevas exigencias. Con este pretesto y ocasión, a hora de la dos de la mañana poco más, soldados y músicos borrachos se
introdujeron de nuevo en palacio, desacataron con nuevos insultos e indecentes ademanes
a S.M., la amenazaron, y poco
faltó ya para que entre sus inauditos escesos llegasen a lo sumo; fue preciso
entre ruegos, súplicas y ofertas lanzar del augusto recinto aquellos desalmados
bandidos; con lo cual, y satisfechas en el modo posible las nuevas demandas de
los amotinados, a dicha hora volvió el ministro, acompañado de los propios
sargentos, a intentar su salida para Madrid, que al fin consiguió, no sin
trabajos, y marchó en posta al referido punto con sus acompañantes susodichos.
Era preciso realizar y dar cumplida ejecución en Madrid a los decretos y
órdenes expedidas, dejando establecido cuanto por ellas se mandaba; porque no a
otro precio se permitía por la soldadesca la salida de SS.MM. y demás personas
del gobierno para Madrid.
Así pasó la noche del 14 al 15, dejando en pos de sí la más cruel ansiedad sobre lo que se determinaría en Madrid, donde tal vez no tenían
muy exacta idea de lo crítico de nuestra situación. Temíamos y con temor efectivamente
de muerte, que se mandasen ya tropas desde Madrid a nuestro socorro, porque
esto, que en el día 13 o primero
de la rebelión hubiera podido sofocarla y salvarnos,
en el día 15 ya hubiera sido sin remedio
una sentencia de muerte para
SS.MM. y cuantos
las acompañábamos.
La falsa noticia o alarma
que, por equivocación ó de plan meditado se difundió, de que venían y se veían tropas procedentes de Madrid, puso en
tal disposición á los sediciosos, que positivamente llegamos a recelar nuestro pronto trágico fin; gracias a que en muy pocos
minutos se desmintió esta
noticia, y a un aviso, que a costa de mil dificultades, se hizo llegar á Madrid para que no se destinase
fuerza armada en nuestro auxilio; esto nos salvó. Tal era ya por su crimen el miedo de los soldados y tal la
seguridad, o más bien la intimidación, que sus ocultos agentes les hicieron, de que para salvar sus cabezas
no tenían
otro recurso que el de
las represalias en las personas de SS.MM., y demás de su acompañamiento, que la muerte de cualquier soldad por
tropa llegada de fuera, hubiera sido, corno ellos mismos decían, la señal de sangre y muerte en
palacio.
Lo que pasaba en Madrid ya en este
día, y lo que ocurrió después de la llegada del ministro Vigo,
otros lo contarán con mayor exactitud, porque lo presenciaron;
los de La Granja, esperando con impaciencia
la vuelta de aquel general y ministros llamados, pasamos malamente
la noche del 15, sin tener la más ligera noticia de lo que en
Madrid ocurría. Así llegamos hasta
las ocho ó nueve de la mañana del 16, hora en que se
presentaron en el Real sitio los
generales Vigo, Rodil y el presidente del consejo de ministros nombrado
en aquella crisis don José María Calatrava, con algunos otros que desde
Madrid como aficionados les acompañaban.
No creían los recién llegados
que la escena fuese tan imponente y
seria como realmente era y muy
pronto empero se convencieron, y aun se aturdieron del hondo abismo abierto á sus pies, cuando por sí mismos vieron el impudente descaro,
altanería y la osada insubordinación de los sargentos García, Gómez
y compañeros, de los cabos, músicos y soldados
todos. Soltarse puede con facilidad el freno de una
fiera, no tan fácil volverse a poner.
A los nuevos generales
y ministros apenas apeados en la posada dirigieron
estrepitosas y nuevas demandas todos los sublevados: García pedía
galones y no sé si fajas, otro
charreteras, y todos extraordinarios distintivos y premios: la ocasión
se presentaba en la mejor sazón y los sediciosos, a todo
trance trataban de aprovecharla,
y aun creo que exigían el cumplimiento de anteriores promesas. Era preciso
contentarlas, y por lo menos se les hicieron grandes
ofertas, y dieron no pocas
esperanzas. ¡Qué escenas tan desconsoladoras para todo ciudadano amante de su
reina y de las instituciones! Ver a hombres encanecidos
en el servicio de su patria prometer, rogar y adular
á una soldadesca insubordinada y sediciosa,
¡por qué no morir antes que presenciar tales excesos! ¿Qué puede esperar la patria de tales desordenes? Desolación y ruina como por desgracia estamos
viendo.
A vista de los nuevos generales y ministros, García y comparsa de
sublevados, no contentos con el bien adquirido título de
rebeldes, sediciosos y aun ladrones quisieron añadir el de asesinos; y para ello en abierto motín y gran bulla pidieron y fueron
a buscar la cabeza del general conde de San Román, porque
no menos gritaban, habían de ser ellos que los de 'Madrid, que habían asesinado al general Quesada; a duras penas se pudo contener la ejecución de tau horrendo atentado, y poner
á salvo al referido señor conde, estableciendo a sus
puertas una guardia de los menos acalorados, a cuya sombra ocultándose aquel pudo salvarse.
Obra especialísima fue esta del ingrato y bárbaro sargento García, protegido
del mismo conde, empleado por él en la Inspección de Milicias; y a quien daba
en La Granja franca entrada, confianza y comida en su propia casa. Ex ungue
Leonum: por esta muestra del héroe o primer instrumento de la insurrección de
La Granja puede venirse en conocimiento de la virtud y nobleza de los demás.
El día 16 después de la entrevista de los citados Rodil y Calatrava con S.M., y acordadas
algunas medidas para facilitar la marcha de todos a Madrid, pasó en preparativos al efecto, habiendo podido conseguir a fuerza
de inmenso trabajo y muy especiales ofertas la salida en el propio día de los dos batallones sublevados al mismo destino, quedando
en el sitio solo los destacamentos de granaderos,
a caballo y guardias de corps.
El 17 al medio día salieron SS.MM., y en su mañana y resto
del mismo todos cuantos allí estaban, detestando un sitio teatro de tantos horrores y sobresaltos, y pronosticando
que sus aciagos sucesos serian origen de males sin fin para la patria.
En medio de la jornada se encontraban los batallones que habían salido el día anterior, y no faltaron por cierto
lances y escenas bien notables y de peligro para alguno de
los viajantes. Caminaba le tropa a su libertad y arbitrio, en completa disolución,
sin obediencia ni subordinación alguna y haciendo cuanto
les acomodaba. Venían sin duda preparando ya las funestas ocurrencias que en los siguientes días tuvieron lugar en Madrid.
No es posible de modo alguno referir por menor todos y cada uno de uno de los sucesos, desacatos, atentados y escesos de todas
clases cometidos en los cuatro aciagos días
de La Granja. Los sublevados dominaron a su
placer todo esto tiempo el palacio y la población entera. La primera noche, además de los escesos ya notados,
robaron varias casas, entre otras la de un confitero de la que se dijo habían
tomado cuatro mil reales, el estanco público y varias otras y sea por esto, ó bien por lo que se les
repartió, que debió ser cantidad bien crecida, es lo cierto que todos hacían ostentación y alarde de tener dinero en abundancia, y así lo
manifestaban pública y materialmente. No había cuartel, reclusión ni listas;
andaban sueltos los soldados por todas partes, y a todas horas entraban, salían
y cruzaban por donde les acomodaba e insultaban a los que no llevaban cintas
verdes; quisieron dar de golpes y persiguieron al efecto, porque no le
conocían, al embajador inglés, que bajó a la puerta de Segovia a reclamar su
correspondencia de Madrid, que los mismos le habían interceptado y aún abierto,
y gracias a su ligereza pudo libertarse materiales golpes.
Los mismos soldados en
las puertas recibían los partes,
postas y correos que llegaban de Madrid y de otros puntos, abrían las cartas que les parecía, las leían y éste fue un nuevo origen de compromisos, de temores y persecución contra varios que, porque
de Madrid les escribían reprobando lo que pasaba en el Sitio, tuvieron que ocultarse unos y acogerse otros á extrañas y seguras casas, libertándose
así del furor de los amotinados, que por todas partes les buscaban.
Muy desde el principio se apoderaron también del telégrafo, y sea que alguno entre tantos lo entendiese, o mejor
que el director amedrentado se prestó a servirles,
lo cierto es que hicieron sus comunicaciones y recibieron
sus respuestas. Por una de estas se supo bien pronto el asesinato alevoso del general
Quesada, y alguna otra ocurrencia de Madrid.
También tuvieron algunos el sabroso capricho de introducirse en las cocinas de palacio, donde pidieron y se les
dieron opíparos almuerzos o meriendas. No había en fin casa ni establecimiento cerrado para ellos,
porque esta licencia es justamente lo que llamaban Constitución y libertad.
A penas en historia alguna
de otros pueblos, inclusa la corte misma de los genízaros de otro tiempo, se
presentaran ejemplos de una disolución igual, de una rebelión tan espantosa y
continuada nada menos que por cinco días sin descanso. Concíbese bien, y
sobrados ejemplos entre nosotros lo comprueban, que en un día de mal humor
desenfrenada una soldadesca asesine a su general, a su coronel o jefe que les
mande, pero horroriza ver sublevarse dos cuerpos predilectos y distinguidos
contra su reina, que tantos favores les dispensara, contra unas niñas tiernas y
augustas, contra unas señoras al fin que no sé si más respetable puede haber
algo en la tierra.; y no por un momento o ligerísimo período de borrachera,
sino por cinco días seguidos sin intermisión ni descanso. ¡Qué horror y qué
mengua!
Agregábase a lo dicho para hacer más espinosa y crítica
nuestra posición, la absoluta
privación en que estábamos de
noticias sobre paradero y movimiento d la facción de Basilio, y las sospechas vehementes, que llegamos á concebir, de que la sedición de los soldados del Sitio podía tener bajo el ostensible carácter y velo de Constitución el oculto pero verdadero
de facción carlista,
puesto que se vieron en gran comunicación é intimidad con aquellos los mas tildados de facciosos de la población del Sitio, esta idea y fundado temor a la vista de la proximidad del rebelde don Basilio nos hacía
estremecer, prescindiendo de que
aun cuando nada de esto fuese, ni puntos
de contacto con carlismo tuviese, era
por desgracia indudable que si cualquiera insignificante facción se hubiera presentado, su triunfo hubiera sido tan pronto corno seguro; porque ¿qué resistencia ni qué
valor pudiera esperarse de un pelotón de ochocientos hombres sin jefes, sin oficiales, sin disciplina,
sin subordinación alguna y que en la mayor disolución sargentos, cabos, músicos v
soldados todos entre sí se disputaban
el mando? Ignorancia, descuido o cobardía fue esta de don Basilio que no estaba
a la sazón más distante que 9 ó 10 leguas, y no poca fortuna de SS.MM. y de
cuantos a su lado nos hallábamos.
Fueron los primeros sublevados los granaderos provinciales de la Guardia Real; se
unieron a estos
desde los primeros gritos, los del
4º batallón de la Guardia Real de infantería, entre ambos como unos ochocientos hombres. Ni en la primera noche, ni al siguiente día se unieron a
ellos o tomaron parte los guardias de corps en número como de unos cincuenta, que se mantuvieron fieles y dando
en la primera noche bien positivas pruebas de desaprobación y
aun de conatos de resistir a los
desmandados de infantería; del mismo modo
obraron también en la primera noche los granaderos de a caballo en número como de unos cuarenta, y con iguales o mayores deseos de contener por la fuerza a los susodichos rebeldes. Pero uno otro destacamento de
caballería poco á poco al segundo día ya fueron incorporándose
con los sublevados, por afición muy pocos, por temor los más,
y algún otro por consejo de los comprometidos
para que con mejor razón y mayor intimidad
y conocimiento fuesen
poco a poco moderando el ímpetu y furor de la chusma
amotinada, y conteniéndola en sus escesos, como en parte
se consiguió.
He indicado arriba, y repito aquí, que los nuevos
desacatos, turbulencias y escesos cometidos después y
a días seguidos
en Madrid por los mismos soldados de La Granja, su completa insubordinación y desórdenes en todos los puntos de la capital son el mejor comprobante
de los inmensos males pronosticados,
que a la triste y desventurada patria tiene que acarrear la sublevación
y horrorosa rebelión de aquel Sitio. ¡Qué arrepentidos deben estar a estas
fechas sus propios autores, si es que aun conservan, o abrigaron alguna vez sentimientos de verdadero amor patrio!
Público y muy sabido era en la nación entera que derrotados
los maquinadores
de trastornos, los de clubs secretos, bullangueros y anarquistas por el resultado de las elecciones para las Cortes revisoras,
en las que vieron a pesar de sus inauditos esfuerzos,
amenazas é intrigas de todo género su infalible ruina, intentaron
hacer su revolución
en Madrid, donde un solo hombre les hizo morder la tierra y desaparecer; aniquilados aquí, convirtieron
sus miras en La Granja; y algún emisario y dinero les dio mayor
triunfo que el que ellos mismos se atrevieron a esperar. A su tiempo se sabrá
por qué invencible calamidad sucedieron tantos males. Quede pues,
por ahora, a los lectores
sensatos, y a la historia, ponderar
y calcular los resultados
de tamaña intriga y sedición, e imaginar la delicada amarguísima situación
en aquellos cinco días de SS.MM. y de cuantos las
acompañábamos. Si el acto pues
de la adopción, restablecimiento y publicación de la Constitución del año 12 fue, por lo
dicho, voluntario, espontáneo y a placer de S.M. la reina
Gobernadora, también lo dirán los hombres imparciales y sensatos, y las generaciones
futuras, quedando a las presentes el desconsuelo de sufrir los incalculables males que debe
infaliblemente traernos, que ya por desgracia y bien de lleno estamos experimentando.
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