La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

11 de marzo de 2008

Sociedad de Socorros Mutuos de Jurisconsultos

 Acta de la Sociedad de Socorros Mutuos de Jurisconsultos (Archivo La Alcarria Obrera)

La desaparición de la vieja organización gremial en 1833 dejó indefensos a los trabajadores. Y a partir de 1835 la desamortización eclesiástica y de los bienes comunales dejó sin protección a las clases populares, huérfanas del auxilio caritativo de cofradías, hospitales y otras instituciones benéficas. A partir del año 1840, cuando el general Baldomero Espartero ejerció la regencia por la minoría de edad de la reina Isabel II, se dieron los primeros pasos legislativos para sustituir los caducos gremios medievales por nuevas organizaciones obreras. La burguesía se aprovechó de esta nueva cobertura legal para constituir sus propias Sociedades de Socorros Mutuos, como ésta de Jurisconsultos, de la que reproducimos su primera Memoria, del año 1841. Lejos del espíritu solidario de las sociedades obreras, el carácter utilitario y mercantilista de la burguesía liberal se refleja a todo lo largo del texto.

Sociedad de Socorros Mutuos de Jurisconsultos.
Comisión Central interina. Memoria leída al instalarse la Junta de Apoderados.
Señores: Los individuos de la Comisión central interina deseaban con ansia que llegase este fausto día, por ver completa­mente organizada la Sociedad objeto constante de sus desvelos y afanes.
Instalada hace poco más de un año, ha pasado esta primera época de su existencia bajo nuestra sola dirección; y deber es nuestro, señores, daros una detallada cuenta de lo que hemos hecho desde que recibimos la honrosa al par que delicada misión de plantear tan benéfico esta­blecimiento, y de extenderle por la Península é islas adyacentes.
Acometimos esta empresa con gran fe, la continua­mos con celo é interés, y trabajando con asiduidad hemos procurado llevarla á cima. Penetrados del espíritu de los Estatutos, hemos hecho cuanto nos ha sido dable para desenvolver el pensamiento que presidió a. su formación. En uso de las atribuciones que por los Estatutos tiene la Comisión central, hemos fijado las reglas que nos han pa­recido más convenientes para metodizar y uniformar la instrucción de los expedientes de admisión de socios, y para evitar en lo posible que ingresasen en la Sociedad personas que a. la vuelta de pocos años pudiesen causarla un gravamen. Al mismo tiempo, con el fin de remover obstáculos, de economizar gastos y de facilitar la entrada de socios, hemos adoptado varias medidas, algunas de ellas a. propuesta de las Comisiones de distrito.
Ya veréis, señores, estos acuerdos: la Comisión debe limitarse en este momento á ofreceros una sencilla y bre­ve reseña histórica de sus actos, para que conociendo el espíritu que la ha guiado, podáis juzgar.
Empezamos por presentar al Gobierno los Estatutos, con una copia de las actas de las Juntas generales en que se habían discutido; y tuvimos la satisfacción de que por el Excmo. Señor Secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia se nos contestase el 29 de Enero de 1841, que la Regencia provisional del reino aplaudía el filan­trópico pensamiento que había producido esta asociación, y que la protegería en cuanto correspondiese á las atri­buciones del Gobierno.
Dado este primer paso, que debíamos dar en cumpli­miento del artículo 35 de los Estatutos de los Colegios de Abogados, pusimos inmediatamente en ejecución la re­gla 10.a de las Disposiciones transitorias. Se declaraba en ella que la Sociedad se entendería constituida para todos sus efectos desde que se anunciase en la Gaceta de Madrid el nombramiento de la Comisión central interina. Consi­derando empero que sería muy conveniente dar al mismo tiempo una breve idea de las principales bases de los Estatutos, redactamos un artículo en que se llenaban am­bos objetos.
Este artículo se insertó en la Gaceta de 19 de Enero y desde entonces empezó a. correr el término de los seis meses concedido en las Disposiciones transitorias para que pudiesen entrar en la Sociedad los mayores de cuarenta años, y para que todos los que quisieran se interesasen por acciones extraordinarias.
No contenta la. Comisión con hacer este anuncio, re­mitió ejemplares de los Estatutos á los Decanos de los Co­legios de capitales de provincia para que se sirviesen dar conocimiento de ellos á los jurisconsultos, á fin de que penetrados de las grandes ventajas que llevaba esta So­ciedad a los antiguos Montes píos, acudiesen á inscribirse ante la Comisión de su respectivo distrito.
Dos puntos de gran importancia fijaron después toda la atención de la Comisión central interina. Tales eran establecer el método que debería seguirse en la instrucción de los expedientes de admisión de socios, y marcar la for­ma en que convenía se llevasen los libros de las deposi­tarias, intervenciones y secretarías de las Comisiones de distrito,
Para proceder con más acierto se creyó oportuno oír el dictamen de los señores Presidente y Secretario de la Comisión del distrito de Madrid y de los señores Tesorero y Contador de la Sociedad, y en vista de lo que res­pectivamente expusieron, que llenaba á la verdad cumplidamente la idea de la Comisión central, se formaron unas instrucciones y unos modelos, que aunque no sean los más perfectos que puedan darse, han producido el efecto de que se hayan seguido los expedientes, y se hayan llevado los libros de una manera uniforme, clara, breve y sencilla.
De esto puede lisonjearse la Comisión central interi­na. Vosotros, señores Apoderados, veréis cómo se instru­yen los expedientes, veréis la forma en que se sacan sus copias, y veréis el método en que se llevan los libros de la contabilidad y secretaría; y seguramente no podréis menos de reconocer que la Sociedad está organizada, no solo con arreglo á la letra y espíritu de los Estatutos, si­no también de una manera que debe consolidarla, extenderla y hacerla durar por largos años.
Sí, señores, así lo esperamos confiadamente. La noti­cia de la instalación de la Sociedad se recibió con entu­siasmo en la mayor parte de las provincias. Recomendándose por sí sola, no creyó la Comisión que fuese necesa­rio encarecer su utilidad y ¿á qué jurisconsulto, á qué hombre entendido había de ocultarse? No era posible, señores, que se recibiese con indiferencia una Sociedad que, sin ser gravosa á sus individuos, les ofrece mayores ventajas que los antiguos Montes píos; una Sociedad que proporciona al rico el placer de contribuir al socorro del necesitado; una Sociedad cuyos caudales no están en ar­cas sujetos á contingencias, sino en poder de los mismos interesados; una Sociedad que tiene por objeto atender á las necesidades del porvenir con los ahorros de lo pre­sente; una Sociedad, en fin, que es el alivio en la desgracia y un consuelo en la vejez; que es el amparo de las viudas y la providencia de los huérfanos.
Así es que apenas se publicó en Madrid y en las provincias el establecimiento de esta filantrópica asociación, cuando se presentaron muchos jurisconsultos manifestan­do sus vivos deseos de inscribirse.
La Comisión de Madrid fue la primera que se instaló, por haber sido nombrada en la Junta general de 7 de Enero de 1841. A esta siguieron las de Granada, Burgos, Palma de Mallorca, Coruña, Valladolid, Albacete y Valencia.
Bien hubiéramos deseado, presentar también, establecidas Comisiones en las demás capitales, donde puede haberlas con arreglo al art. 41 de los. Estatutos; pero diferentes causas han impedido hasta ahora que se hayan instalado en Barcelona, Pamplona, Cáceres y Sevilla. Sin embargo, la Sociedad tiene individuos en todos estos distritos.
En Aragón y Asturias hay también Comisiones, por­que se halla establecida una en Huesca y otra en Gijón. Se instalaron en aquellos puntos en vez de plantearse en Zaragoza y Oviedo, cosa bien indiferente á la verdad para el objeto de la asociación. En esto no cree la Comisión Central que se haya excedido de sus facultades.
Movida de poderosas consideraciones todavía ha he­cho más. Creó en Murcia una Comisión provisional, á pesar de estar instalada en Albacete la de aquel distrito. Estábamos animados de los mayores deseos de que se pro­pagase la Sociedad para que no aprovechásemos una oca­sión que se nos presentó de plantar nuestra bandera en aquel punto. Los Ahogados del Colegio de Murcia acogieron nuestra idea y respondieron á nuestro llamamien­to. Se han prestado gustosos y hasta con entusiasmo á secundar nuestras intenciones; y así es de esperar que aquella Comisión nombrada poco tiempo ha, sea una de las más activas y celosas.
Todas, señores, han trabajado y continúan trabajando con ardor é interés: todas han correspondido á la con­fianza que en ellas se depositara; y los esfuerzos de todas han dado por resultado que la Sociedad se haya extendido por la Península y las islas Baleares.
Más de 600 expedientes de admisión de socios son los que se han remitido á la Comisión central: definitiva y favorablemente ha despachado 568: se ha visto en la dolorosa necesidad de denegar la admisión á 24 aspirantes, y respecto de otros ha creído que se debían ampliar las diligencias. Además, según las noticias que se han recibi­do, hay en curso un gran número de nuevas solicitudes; por manera que se halla asegurada la subsistencia de la Sociedad. Lo está indudablemente por la calidad y el número de sus individuos, y por la considerable suma á que ascienden las acciones que han tomado, La Sociedad tiene en su seno altos funcionarios del Estado, Magistra­dos ilustres, respetables jurisconsultos y sugetos de más que regular fortuna. No pocos se han inscrito por efecto de su filantropía 1 y no porque su posición social les aconsejase esta determinación.
Las 568 patentes que se han espedido hasta ahora contienen un capital de 1.186.000 reales, con el que hay para cubrir por bastantes años las atenciones de la Sociedad. Este capital irá en aumento: está dada la señal, y no cesará de haber entradas. La Comisión del distrito de Madrid ha dicho en su Memoria que la Sociedad encierra en su seno elementos de vida, de robustez y de consisten­cia. Aquí tenéis, señores, la prueba de esta verdad.
Este utilísimo instituto hubiera tomado mayor vuelo, si la Comisión central hubiese sido indulgente en la admisión de socios. La Comisión, si bien activa en el des­pacho de los expedientes, ha creído que no debía precipi­tar la marcha de la Sociedad. La ha hecho caminar á pa­sos lentos, pero seguros y dirigidos á su objeto. Ha sus­pendido la admisión de muchos pretendientes: respecto de unos ha dispuesto que se amplíen los informes, y ha sujetado á otros á nuevo reconocimiento por facultativos. Era de todo punto necesario cerciorarse de las cualidades de los pretendientes. Para que florezcan las asociaciones de esta clase es indispensable que se compongan de hombres sanos y robustos y de personas morigeradas. El in­terés común exige imperiosamente que los socios, por su constitución física y por sus costumbres, ofrezcan proba­bilidades de larga vida, para que al paso que contribuyan por más tiempo á cubrir las obligaciones de la So­ciedad, se aleje el momento de empezar á ser gravosos á sus compañeros.
Y á la verdad, señores, si jóvenes robustos se ven repentinamente atacados de enfermedades, y sucumben á su acción, ¿qué no deberá temerse de los que sean débiles, ó estén achacosos, ó dominados de algún vicio que pueda abreviar su vida?
Por esta causa la Comisión ha inculcado mucho a las de distrito la necesidad de que para los informes se val­gan de personas de honradez, y que hayan manifestado estar animadas de celo por la prosperidad de la asociación. No todos por desgracia se toman el debido interés, ni todos tienen el suficiente espíritu para manifestar francamente y en toda su extensión los hechos sobre que se les pregunta; y de aquí la necesidad de que se ponga un especial cuidado en la elección de los informantes. Sería con efecto muy doloroso si sobre las pensiones que por un orden natural, ó por sucesos casuales, tenga que sa­tisfacer la Sociedad, se la sobrecargase con las que habría sido posible evitar, si en los informes se hubiesen reve­lado con verdad y franqueza las circunstancias de los pretendientes.
Los informes son uno de los actos más importantes, y no á todos pueden confiarse. Son la guía para los procedimientos ulteriores; son por lo general el único an­tecedente que tienen los facultativos, y deben por tanto ser la pura expresión de la verdad, de toda la verdad, y de nada más que de la verdad.
Para que sean leales y positivas las ventajas que ofrece esta asociación, y no queden ilusorias las lisonjeras esperanzas de los inscritos en ella, ó que traten de ins­cribirse, no basta que la Comisión central y las de distrito trabajen con incesante afán y celo para llenar cumplida­mente sus obligaciones; es necesario que los socios parti­culares cooperen por su parte a que se consiga el beneficio, el interesantísimo objeto de la asociación, Los socios tienen un deber de justicia y un interés en decir la ver­dad. Por estas razones ha creído la Comisión central in­terina que los informes deben pedirse a individuos de la Sociedad, siempre que sea posible, porque al evacuarlos tendrán presente que si son inexactos ó diminutos, podrían caer graves perjuicios á la corporación de que son miembros, y que la corporación no puede quedar perjudicada sin que lo queden también ellos mismos; pero como en algunos este interés podría ser de poco es­tímulo, se juzgó necesario que entre los socios se esco­giesen los que hubieran manifestado mayor celo por el establecimiento, y de quienes no pudiese sospecharse que mirando con fría indiferencia el asunto, se fiasen de di­chos vagos, ó tuvieran indebidas consideraciones.
Pero era preciso al mismo tiempo asegurarles el si­gilo. Si se descubrieran los nombres de los que dan los informes, se retraerían muchos de manifestar todo lo que les constaba. Para evitar este inconveniente, no se con­tentó la Comisión central con encargar á los Secretarios de distrito que adoptasen las medidas oportunas para impedir que se divulgasen los informes, sino que les señaló un medio muy eficaz para que se guardase el sigilo, Tal fue prevenirles estrechamente que siempre que viesen informes perjudiciales, borrasen los nombres y apellidos de los informantes. Consideró que esta medida era muy conducente, como lo es sin duda, para inspirar á éstos más confianza de que se guardará el secreto con toda es­crupulosidad, y para que en tal confianza no tengan ningún reparo en contestar francamente á cuanto se desea y es necesario saber.
A los informes sigue otro acto acaso más delicado y de mayor trascendencia. Es el reconocimiento por facul­tativos. La Comisión, que conocía toda su importancia, pensó desde el principio que no debían buscarse los fa­cultativos para hacer cada reconocimiento, sino que con­venía nombrar desde luego un número suficiente de profesores, y sacar dos á la suerte, La pareció asimismo que este sorteo debía hacerse reservadamente por los Presiden­tes y Secretarios de las Comisiones y que no se admitie­se á los pretendientes certificación alguna sobre el esta­do de su salud. Por lo demás no podía hacer otra cosa (fue recomendar á las Comisiones que se valiesen de pro­fesores entendidos y de experiencia y honradez, y que cuidasen de que los reconocimientos se hiciesen detenida y escrupulosamente, y siempre á presencia de un indivi­duo de su seno, o de un delegado suyo.
Las Comisiones han comprendido bien el espíritu de estas reglas, y nada han dejado que desear. Tampoco los facultativos, Conociendo que sus dictámenes, como periciales, eran de trascendencia, no podían menos de proce­der con el mayor detenimiento y escrupulosidad. Por con­sejo suyo no han sido admitidos algunos pretendientes, y otros se han sujetado á nuevo reconocimiento. Pero como era posible que algunos profesores de medicina y cirugía fuesen indulgentes por carácter, la Comisión cre­yó de su deber encargar á las de distrito que procurasen conservar á los que hiciesen los reconocimientos con mas detención, celo e interés, nombrando para ocupar las vacantes a aquellos que por la reputación que justamen­te hubiesen adquirido inspirasen una plena confianza.
En suma, la Comisión ha hecho cuanto estaba de su parte para que los procedimientos de los expedientes no se convirtiesen en una mera fórmula. Inútiles serian los mejores Estatutos y las instrucciones más bien combinadas, si no se tratase más que de cumplir su letra y de llenar estrictamente las formalidades que se exigen para la admisión de socios. Ha querido la Comisión central que todo acto se mire como un punto de la ma­yor entidad para la asociación.
No bastaba alejar de ella a los que tuviesen deteriorada su salud, ó padeciesen males habituales, ó se hallasen con predisposición marcada a padecerlos; convenía además no dar entrada á los que tuvieran hijos dementes, ciegos o imposibilitados de cualquiera otra manera para proporcionarse su subsistencia. La Comisión lo juz­gó así; y con tal objeto dispuso que á las preguntas que se hacían á los informantes, se añadiese una relativa al estado físico de los hijos del pretendiente.
En virtud de estas disposiciones no han sido admitidos algunos y puede asegurarse que otros se habrán retraído de pedir su admisión; pero la Comisión central no podía ser complaciente ni obrar con indulgencia: su de­ber era consultar el interés de la totalidad de los socios, más bien que el de los individuos particulares.
Al mismo tiempo que adoptaba la Comisión estas medidas, tomaba otras para facilitar la entrada de las personas útiles. Se propuso que se procediese con la po­sible actividad en la instrucción de los expedientes; que se omitiesen diligencias superfluas, y que se economiza­sen gastos innecesarios, Observando que se detenía el curso de los expedientes por esperarse la contestación á los oficios de acordadas, consideró oportuno declarar que la observancia de esta formalidad debía tener lugar solo en el caso de que los pretendientes fuesen sujetos desco­nocidos, o se dudase de la legitimidad de sus títulos. Pre­viendo que algunos no podrían pasar á la cabeza del distrito para ser reconocidos por los facultativos, deter­minó que los reconocimientos pudiesen hacerse en las capitales de provincia. Conociendo en fin que el obligar á los pretendientes á presentar con el título un testimo­nio de él, dado por escribano, era causarles un gasto de que no había necesidad, acordó, á propuesta de una de las Comisiones de distrito, que bastaba que los Secreta­rios pusiesen en el expediente una copia certificada de los mismos títulos originales, sin perjuicio empero de lo que esta Junta se sirviese resolver sobre el particular.
En estos acuerdos no cree la Comisión que haya ensanchado la esfera de sus atribuciones. Su intención ha sido siempre obrar dentro del círculo de ellas; y aún puede decir que por un sentimiento de delicadeza no ha ejercido todas las que competen á la Comisión central. Así es que se ha abstenido de conceder acciones extraor­dinarias á los que habían presentado sus solicitudes des­pués del día 19 de Julio último, en que concluyó el ter­mino señalado en las Disposiciones transitorias de los Es­tatutos, De mera gracia es su concesión á los que no tie­nen treinta y cinco años al tiempo de inscribirse, y nosotros no hemos querido usar de esta prerrogativa; la hemos reservado a la Comisión que se nombre. Respec­to de los que pasaban de dicha edad, no podíamos abso­lutamente concederles acciones extraordinarias; lo prohíbe en términos bien explícitos el art. 10 de los Estatutos.
En otros expedientes y solicitudes, cuya resolución excedía de nuestras facultades, ó presentaba alguna duda ó dificultad, nada hemos acordado ni debíamos acordar sino que se pasasen á esta Junta para su superior deter­minación. Y no solo se dará cuenta de estas instancias, sino también de otras que tienen por objeto que se dispense el transcurso al término señalado en las Disposi­ciones Transitorias, para que los mayores de cuarenta años pudieran integrarse en la Sociedad.
La Junta observará que estas instancias son induda­bles testimonios de la confianza que inspira este benéfico establecimiento á los que conocen las bases sobre que se halla fundado, y están convencidos de las ventajas que traen las asociaciones, en que los esfuerzos individuales van a terminar en un centro común.
A pesar de los artículos que se insertaron en los pe­riódicos, y de haberse anunciado más de una vez la venta de los Estatutos, no eran bien conocidas por todos los jurisconsultos las bases de esta Sociedad; y con el objeto de hacerlas más públicas se ha dirigido la Comisión á los señores Jueces de primera instancia y Promotores Fiscales del reino. Por secretaría se les ha circulado un oficio en que se daba una ligera idea de las principales bases de la asociación para que se sirviesen ponerlas en .conocimiento de los Abogados residentes en sus partidos. Este medio va produciendo el efecto que esperaba la Co­misión, porque se han remitido ya algunas solicitudes de diferentes puntos.
El satisfactorio estado en que se hallaba la Sociedad á fines del año 1841 (como se verá por los libros de tesorería. y contaduría), y el impulso que ha recibido en Enero último, en que han entrado 75 socios, pre­sentan, señores, á vuestra vista una perspectiva de pros­peridad, que servirá de estímulo á vuestro celo y de apo­yo á vuestra constancia.
Pero en medio de tantos motivos de satisfacción, tenemos el sentimiento de anunciaras la prematura muer­te de tres socios, D. Salvador Ruiz de Colmenares, Don Agustín Severiano Fernández y D. José María Cambronero. El primero correspondía al distrito de Valladolid, y los otros dos al de Madrid. Sus viudas están perci­biendo la pensión que respectivamente les tocaba, á saber, veinte reales diarios la del señor Cambronero, y diez cada una de las otras dos, por haber muerto sus maridos antes de que transcurriesen seis meses después de la fecha del primer pago de entrada.
Para cubrir estas atenciones y demás gastos no será necesario hacer un dividendo en este año. Hay fondos suficientes, y se recaudarán otros á consecuencia de los nuevos ingresos que seguramente ha de haber por el gran número de expedientes que están en curso y por los que se promoverán.
No hay que dudarlo: la Sociedad continuará mar­chando prósperamente, y con la instalación de esta Jun­ta recibirá un nuevo impulso; porque vosotros, seño­res, coronareis los esfuerzos de los individuos de la Co­misión central interina. Ese edificio que se ha levantado á vuestra vista está casi concluido; solo falta la última piedra, pero es una piedra muy necesaria; es la clave que cierra la bóveda. En este día, que forma una nueva época en la Sociedad, se coloca esa última pie­dra: hoy se instala la Junta de Apoderados.
Madrid, 10 de Febrero de 1842. Juan García de Quirós, secretario.

8 de marzo de 2008

María Echarri en favor del Sindicato Obrero Femenino

Portada del folleto de María Echarri (Archivo La Alcarria Obrera)

María Echarri ha sido considerada tradicionalmente una de las pioneras del feminismo en España, y el primer ejemplo de un feminismo de raíz católica. Pero sólo una extrema generosidad permite incluirla entre las defensoras de la promoción y liberación de la mujer. Presentamos el texto de su conferencia a favor del Sindicato Obrero Femenino, pronunciada en el Centro de Defensa Social de Madrid el 14 de noviembre de 1909. En su charla deja claro su pensamiento: reconoce la desigualdad natural entre el hombre y la mujer, se opone al sufragio femenino, defiende las mejoras sociales de las mujeres trabajadoras como simple reacción ante el avance del socialismo y como alivio para el miedo que entre las damas burguesas despierta la lucha de clases… El mismo paternalismo que asume como natural en el trato entre hombres y mujeres, lo repite y reproduce en la relación entre las mujeres de la burguesía y las mujeres trabajadoras.

Excmo. Señor, Señoras, Señores:
No es mi idea el detenerme mucho rato en mi sa­ludo y en mi presentación.
Nos conocemos todos hace tiempo; juntos nos hemos encontrado siempre que se ha tratado de defen­der los intereses sagrados de nuestra fe, ó de tender una mano protectora hacia los que, por estar en la miseria, están también expuestos al mal y á la per­dición.
Por consiguiente, una amistad que se basa en estas dos columnas hermosísimas: el amor á Dios, re­presentado en el amor á su Iglesia y cuanto de ella se deriva, y el amor al prójimo, que nos lleva á am­parar su cuerpo, y sobre todo á salvar su alma; es una amistad santa, es una amistad sólida; es, en suma, un lazo de unión tan estrecho, que no hay poder humano capaz de romperlo: huelga, por esto mismo, una larga presentación.
Sabéis ó presentís á qué he venido aquí, y yo sé á lo que venís vosotras, lo que representa vuestra asis­tencia a un acto de verdadera importancia católico­ social.
Venimos á intentar realizar una buena obra, á crear una, llamémosle Asociación, o, si queréis, démosle ya su verdadero nombre de Sindicato femenino obrero, que espera con impaciencia le deis entrada en ese fertilísimo jardín de obras sociales que viven en Madrid, proclamando muy alto la caridad, la pro­funda religiosidad de este pueblo, á quien a veces se le supone frívolo y únicamente preocupado de sus diversiones porque no se le conoce bien, porque no se ha llegado á su corazón, y el corazón madrileño es uno de los más hermosos, de los que mejor comprenden y ejercitan el amor al prójimo que nos manda Dios.
No quiero, pues, deciros que considero que otra mejor que yo hubiera podido exponeros lo que á conti­nuación leeréis: estamos en una época en que todo aquel que puede trabajar por el bien, debe de hacerlo ­sin excusa ni dilación; y el que así no lo crea, el que así no lo comprenda, el que se limite á ser católico en teoría y á decir únicamente desde la tranquilidad de su hogar y en el recinto de la Iglesia: Señor, Señor, ni es digno de llamarse católico, ni digno de militar en las filas de Cristo, a quien traicionan con su culpable pasividad y con su egoísta indiferencia.
Me pidieron que os hablase, y aquí me tenéis. Ya me conocéis lo bastante, para saber que lo haré con el afán ardiente de conseguir el resultado que desea­mos, prescindiendo de galas oratorias, que no tengo, haciendo uso únicamente de la sencillez y prefiriendo que funcione el corazón, puesto que á él voy á apelar en esta conferencia.
Algunos de vosotros tal vez conozcáis los datos aportados, ya que son exactamente los mismos que aporté á la Semana social de Sevilla. La explicación­ de por qué los repito es sencilla.
En esta reunión de propaganda del Sindicato feme­nino obrero somos tres los llamados á daros á conocer la obra. Habéis oído las frases del Sr. Alarcón, y ciertamente que basta este nombre para acreditar una obra. Después de mi escucharéis lo que se os propondrá como remedio á un mal espantoso que es preciso solucionar. En este trabajo me toca á mí la parte más dolorosa, más lúgubre, pero llena de verdad. Me toca exponeros la situación tristísima de la obrera que trabaja en su casa; esta situación, de la que hablé en Sevilla, es la de las obreras madrileñas; no tenía, por tanto, necesidad de variar el cuadro, puesto que no es cuestión de frases, sino de hechos, y hay que dejar franco el paso á la realidad, prescin­diendo de la teoría y prescindiendo de palabras de relumbrón.
Por eso los hechos, de una amargura sin igual, son aquellos que presenté en la ciudad andaluza y que hicieron exclamar á las señoras sevillanas: “No sabíamos que existiesen tales horrores”. Tampoco lo sabréis muchas de vosotras, también yo lo ignoraba, hasta que hube de descubrirlos pisando un camino regado por las lágrimas de las que así viven explo­tadas, de las que mueren minadas por una tremenda labor escasamente remunerada.
Y lo que les pedí a mis oyentes de Sevilla, os pido a vosotros ahora: un poco de atención. Si yo vine á hablaras creyéndolo en mí una obligación… vosotros estáis obligados á escuchar, para saber estos dolo­res y para que después de sabidos los endulcéis con vuestra caridad, que no se limita al cuerpo, sino que sube hasta el alma de las desdichadas obreras.
Antes de entrar de lleno en el cuadro sombrío que pintó la realidad y no la fantasía., fijemos un mo­mento los ojos en ese otro cuadro no menos sombrío que nos rodea, para mejor concentrar luego nuestra atención en el primero citado y darnos cuenta de la perentoria necesidad en que estamos de trabajar sin descanso, sin reparar en fatigas, en una palabra, no regateando ni nuestro tiempo, ni nuestro saber, ni nuestra riqueza en el servicio de Dios.
Nunca fueron estas conferencias políticas y menos lo habían de ser tratándose del asunto que hoy nos reúne, y siendo mujer la que os dirige la palabra.
En España hasta ahora no hemos perdido el senti­do común; y para que no supongáis esta afirmación una jactancia femenina, añadiré que no lo hemos perdido, por lo menos, como lo han perdido en Lon­dres las famosas sufragistas, que están haciendo el ri­dículo y han llegado hasta el crimen para conseguir su objeto, es decir, el derecho de votar... Ese derecho no le pediríamos nunca nosotras sino en el caso de con él poder favorecer la causa católica, realizando lo que el Sr. Conde de Romanones dijo: “Saldrían -exclamó dicho señor, que por entonces tenía muy vivo el recuerdo de la protesta de la mujer española cuando el proyecto de Asociaciones,- todos los dipu­tados clericales, si la mujer en España tuviese dere­cho á votar”.
Mientras para esto no se nos necesite, viviremos alejadas de ese feminismo malsano y grotesco que no ha salvado todavía las fronteras de la seriedad y dig­nidad de nuestras mujeres, de las que son católicas, porque las avanzadas, las librepensadoras hacen causa común con las del extranjero.
Sin embargo, no es posible, en una reunión como esta, y ya que tan tristísimo papel representó la mujer en los terribles acontecimientos de Barcelona, dejar de decir unas palabras acerca de ellos, precisa­mente para encauzar nuestra atención hacia el se­gundo punto de la conferencia, puesto que ya dijimos en su principio que se trataba de salvar almas á la vez que de amparar al cuerpo.
Cuando leímos á raíz de la semana trágica de la ciudad condal, y cuando seguimos leyendo todavía las espantosas profanaciones, los incendios, los sacri­legios, los asesinatos cometidos por esa turba salvaje, que ha cubierto de baldón la frente augusta de la Patria, que ha ceñido una nueva corona de espinas en las sienes de Aquél que tanto amó y ama á la humanidad, un estremecimiento de horror sacudió nuestro ser, un gesto de espanto se dibujó en todas las miradas, una frase de execración salió de los la­bios nuestros ... Más fieras aún que los hombres, las mujeres de Barcelona se lanzaron al incendio, rom­pieron crucifijos, profanaron cadáveres, cometieron los mayores sacrilegios y arrojaron de los asilos, en los cuales se daba de comer á sus hijos, á las Religiosas que los mantenían, que los amaban con un cariño puro y desinteresado.
¿Cómo pudo un corazón femenino transformarse de esa manera? ¿Cómo pudo una madre hacer daño á las que bien hacían á sus pequeños?
¿Quién envenenó de esa manera esas almas en las que parece no han de anidar sino sentimientos deli­cados? ¿Quién enrojeció de furor los ojos de aquéllas, nacidos para mirar únicamente con amor, con misericordia, con compasión? ¿Quién puso en sus manos la tea incendiaria?
Los que hemos vivido en Barcelona, saturados estamos de ese ambiente viciado que respiran todas esas obreras que van a las fábricas y que se encuentran al anochecer, volviendo en grupos hacia el hogar, con la mirada insolente y provocativa, presagio de la tempestad de odio y rencor que se agita en el fondo de sus corazones…
Los que vivimos en contacto con el pueblo, los que le estudiamos de cerca, sabemos perfectamente donde está la raíz del mal, conocemos la causa de su encono contra los de arriba; y esa raíz, y esa causa, y ese ambiente viciado de las fábricas, no es otra cosa sino la falta de fe, la falta de creencias, la falta total de sentimientos religiosos en el corazón de la obrera.
La clase obrera necesita, más todavía, si cabe –y eso lo veremos enseguida- que las que gozan de cierto bienestar, apoyarse en Dios, aprender de los labios del Maestro divino la resignación, poner sus plantas en las huellas que dejó el Obrero de Nazaret y confiar en un más allá, en una patria en la que no haya lágrimas, ni trabajos, ni miseria, sino descanso y felicidad.
Arranquemos del corazón de las obreras esas creencias, y es lógico que las sustituyan el odio, el rencor, la envidia, la desesperación… Si no hay premio ni castigo, ¿a qué penar en la vida? Si no se va a gozar luego, ¿no es natural gozar ahora?
La tempestad se va incubando en sus espíritus, las malas lecturas atizan el fuego, las diatribas que leen, que oyen contra las Religiosas, a quienes acusan de robarles si trabajan en sus conventos, acumulan leña en ese fuego, y una chispa que cae lo desarrolla y propaga en un instante, convirtiendo en cenizas cuan­to á su paso se opone, sembrando por todas partes la ruina y la desolación ... Ya no son mujeres, son emi­sarios del infierno, del infierno, furioso con la palabra de Dios: “Pondré enemistades entre ti y la mu­jer”, y deseoso de convertir esa enemistad en una unión estrecha, tanto más cuanto que sabe que la mujer en ciertas ocasiones es mil y mil veces peor que el hombre...
Lo hemos visto durante los horrendos sucesos de Julio, lo registra la Historia del mundo en infinidad de casos...
Pero no nos vamos a detener en un espectáculo que repugna a nuestros sentimientos y que arrasa en lá­grimas de vergüenza y de dolor nuestros ojos de es­pañolas y de católicas, ni tampoco vamos á condo­lernos de lo sucedido; esto ya no tiene remedio: va­yamos con energía, con decisión inquebrantable hacia lo que es factible de remediar. Si el mal principal de lo ocurrido está en la falta de religión de los desgra­ciados que se revolvieron contra Dios; si la furia de las mujeres que incendiaron los asilos tiene su raíz en el odio a la Iglesia, odio engendrado por los sectarios del mal, que trabajan con ahínco en descris­tianizar al pueblo y escogen como punto estratégico para su labor las fábricas y los talleres, ¿vamos á permanecer impasibles, contentándonos con llorar la ofensa hecha a Nuestro Señor, para que también a nosotras se nos diga: “No lloréis sobre mí, sino sobre vosotras y sobre vuestros hijos”? ¿Vamos á cruzar­nos de brazos ante la lucha entablada entre el bien y el mal, creyendo que no somos quiénes para entrar en ella y que únicamente han de luchar los hombres?... ¡Si así lo hiciésemos, mereceríamos que se arrancase de nuestra frente la señal de cristianas que nos dejó el bautismo, mereceríamos que se nos des­pojase de nuestro título de católicas para dárselo a otras más dignas que nosotras de poseerlo!...
Esto no puede suceder y no sucederá. Si para sos­tener con brillo ese título es preciso llegar al sacrifi­cio, llegaremos á él; la mujer española no ha retro­cedido nunca cuando se ha tratado de defender la fe; y hoy no se trata solamente de nuestra fe, sino de la de nuestras hermanas obreras, de esas infelices muchachas que trabajan rodeadas de una miseria que quieren hacerles aún más negra apagando ese rayo de sol que se llama esperanza, que ilumina la vida del hombre, el cual, sin ella forzosamente cae en la desesperación.
Si me decís que el mal ha hecho ya grandes pro­gresos, que es difícil atajarlo, os daré la razón; pero os la quitaré si me aseguráis que es imposible de vencer. Imposible es la palabra de los cobardes; esa pa­labra, por tanto, debería rayarse del Diccionario es­pañol, no tiene ni puede tener cabida en los labios de la mujer que es católica, porque sabe que para Dios no hay imposibles; que es española porque desciende de aquéllas que hace cien años peleaban heroica­mente en las ciudades, en los pueblos, en las montañas de nuestra Nación.
Si el mal es grande, que lo sean nuestros esfuer­zos; si el peligro es gigantesco, crezcámonos ante el peligro; no nos arredren el miedo al qué dirán, la rabia y el encono de nuestros contrarios, que en vano intentarán arrojar su baba venenosa contra nosotras, como en vano quieren con ella manchar á la Iglesia...
Es época de combate ésta en que vivimos; dejemos á un lado las dudas, las comodidades, el temor, todo y acudamos á salvar al pueblo, endulzando sus penas corporales y atrayendo sus almas hacia la Cruz, que es la imagen única y verdadera de la libertad santa, en nada parecida á esa otra de que tanto se blasona actualmente, y que consiste en incendiar y en sembrar la ruina por el mundo; imagen asimismo de la fraternidad, que enlaza á todos los hombres en un lazo de unión y de amor.
Hora es ya de que nos acerquemos á las pobres viviendas donde se alberga la miseria, y en las cua­les veremos morir encorvadas sobre su ruda labor aquéllas que pretendemos salvar física y moralmente, creándolas un Sindicato que mejore su situación, abriendo ante sus ojos juveniles, pero ya cansados, un horizonte en que luzca, siquiera de tarde en tar­de, un trozo de cielo que hoy no perciben por ninguna parte.
Escuchadme atentamente: los datos son exactos, son arrancados de la realidad, uno por uno los fui recogiendo de los labios de las obreras; volved á hacer conmigo esta penosa peregrinación, y mientras la hacemos pensad en vuestras cómodas y bien abriga­das viviendas, en las reuniones que soléis dar en ellas, y dirigid vuestras miradas hacia esas vivien­das negras, sin aire, sin fuego, en donde sólo se re­únen el hambre y un trabajo rudo y mal pagado. Después de oída esta lamentable historia, y recor­dando las frases con que antes de llegar á la obrera, he querido dirigirme á vosotras, para que si á ella la excusa en cierto modo su miseria, comprendáis en cambio el doble deber que os incumbe para salvar la, creo yo que no habrá una sola de las aquí presen­tes que no se inscriba en la lista para la formación de ese Sindicato católico, remedio principalísimo con­tra tanto mal.
De entre la lista que llevaba, me tocó subir á una casa donde viven una madre y cuatro hermanas, una de ellas, cansada de la vida de labor incesante, se dedicó al teatro; las tres restantes bordan, y son, como me dijeron ellas, la aristocracia de las obreras, porque cobran lo que otras no cobran. Pues bien; aque­lla mañana estaban terminando un juego de cama -con una cenefa y tres marcas bordadas, con calados, que naturalmente llevan bastante tiempo. Por ese juego, que les suponía ocho días de trabajo, con el tiempo preciso para comer, habían de abonarles 32 pesetas. Dividido entre tres, y repartido en ocho días, les suponía, un jornal de 1,33 pesetas diario á cada una de ellas. Por unas servilletas, pagadas á ellas 6 pesetas, piden luego en la tienda 35 pesetas, no existiendo proporción entre la ganancia y el pago de las que hacen todo el trabajo.
¡No podemos salir ni descansar un instante, ni siquiera los domingos! y muy satisfechas todavía ahora en invierno, porque lo que nos pagan en época de labor á 30 pesetas, hemos de darlo por 15 en ve­rano, sin que nos quede el derecho de protestar, pues si no lo queremos, siempre hay alguna desdichada que lo acepte con la alegría del que acepta un peda­zo de pan con el cual ya no contaba para acallar el hambre.
Esto me lo refería una muchacha joven, obligada a trabajar todo el día sin un minuto de descanso, sin un instante de expansión. Yo apelo á vuestros sentimientos humanitarios, señoras, apelo á vosotras, ma­dres de familia, que os gozáis de tal suerte, y con goce naturalísimo, en proporcionar á vuestras hijas. una vida agradable y propia de su edad, en que todo se ye bajo un prisma color de rosa; decidme: ¿no os aterraría el pensar que estas hijas hubiesen de verse en semejante situación, y que día tras día se fuese marchitando su vida en esa existencia monótona, en­fermiza, en la cual se agotan las energías físicas y morales?
Al terminar de darme los datos anteriores, me refirió casos que horrorizan; uno el de unas pobres mu­jeres á las cuales, una casa por cierto bien conocida en Madrid, paga á 10 céntimos cada sábana, teniendo que descontar de ello los 10 reales semanales del plazo de la máquina de coser, plazo que, si no satisfacen se quedan sin máquina y sin el dinero entregado ya; habiendo á veces pagado 5 céntimos por sábana ... porque encontraban quienes se ofrecían á trabajar por ese precio, tal era el hambre que tenían, tal la necesidad en que se encontraban. El segundo caso se re feria á una amiga suya, obrera en una fábrica de Madrid, obligada á trabajar en un local sin luz, es decir, alumbrado por luz eléctrica siempre, sin ven­tilación, en una sala en la cual se congregaban trein­ta mujeres y en la que enrarecía el ambiente el olor á bencina, con la cual impregnaban la labor antes de plancharla, trabajando desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde, y por la noche basta las ocho ó hasta las nueve, que los dueños solían alargar hasta dicha hora el trabajo, que á ellos les resultaba gratis, cobrando por esas horas de penosa labor un jornal máximo de 1 peseta 75 céntimos; es decir, que les daban siete reales por enfermar y morir, porque no hay pulmones, no hay cerebro que resista un trabajo semejante.
Y la que esto me relató dijo al concluir una frase que me impresionó hondamente, porque es la expre­sión gráfica de lo que sucede no pocas veces: “Si yo hubiese tenido que trabajar de esa manera y en esas condiciones, antes que llevar una vida semejante me hubiera dedicado á otra clase de vida, y sin ningún remordimiento”.
Rápidamente cruzó por mi mente la visión de esas desgraciadas que se pierden á diario en nuestras grandes ciudades, y pensé que no sirven de nada las represiones para la Trata de blancas, y es inútil que se emprenda una campaña moralizadora en este sen­tido mientras no se aparte del camino de esas desventuradas obreras tanta miseria, porque la miseria es mala consejera: el hambre hace perder toda noción de moralidad, sobre todo si no se basa en la religión, única que puede contener en la pendiente del vicio a la jovencilla que, ansiosa de gozar al igual de sus compañeras mimadas por la fortuna, se desespera y se revuelve contra los hierros de su prisión, en la cual no penetra nunca un destello de consuelo y felicidad.
¡Ah, señoras y señores! ¡Creo yo que, más que des preciar, deberíamos compadecer á esas pobres jóve­nes, alucinadas por el brillo de una existencia cómoda que les ofrecen los que luego las pierden y las abandonan; drama oculto, pero que á diario se repre­senta en la escena populosa de nuestras calles, y que tiene por prólogo una existencia de lujo y bienestar manchada por el vicio y la deshonra, y cuyo epilogo se suele desarrollar en la cama de un hospital ó en la celda de una cárcel si la víctima engañada se venga del que explotó su miseria y la cubrió de deshonra, fascinándola en un principio para mejor engañarla!
Seguí mi triste peregrinación y subí á otra casa. Habitaban allí tras hermanas: hacían encaje de boli­llos; por un juego de cama, en el cual había empleado un mes una de ellas, había cobrado 30 pesetas, es decir, 1 peseta diaria, el jornal que suele prevalecer en la mayoría de los casos, jornal exiguo, miserable, que apenas da para comer.
Me refirieron la historia de siempre. De labios de todas esas pobres muchachas que sostienen una lucha verdaderamente heroica, pues heroísmo, y no poco, se necesita para soportar una existencia tan árida, tan dolorosa, salen idénticas frases: todas se quejan, pero sin violencia y parece como si tal estado de cosas hubiera de ser forzoso y sin apelación... ¡Sin apelación ante el tribunal humano, quizá, pero ante el tribunal de Dios la tendrán, y entonces el castigo caerá sobre nosotras, que pudimos remediarlo y no lo hici­mos por cobardía, por negligencia, por respetos hu­manos, por un egoísmo que, lo repito, es indigno é impropio de la mujer!
Por coser un pantalón de hombre, de soldado, ga­loneado y entregado perfectamente planchado, lo cual supone un gasto de tiempo, porque en plancharlo se emplea una hora, á fin de que quede bien, y un gasto de carbón, para que se calienten las planchas, dan 1 peseta, y una mujer trabajando todo el día con­sigue hacerse uno; lo de siempre: el jornal que no da para comer. Por una guerrera de rayadillo se pagan 70 céntimos; entre una madre y dos hijas, de quienes tengo estos datos y que á ello se dedican, se hacían seis diarias, trabajando desde que amanecía, con unos minutos de intervalo para comer, y parte de la noche; llegando a veces á tal extremo el cansancio de las pobres mujeres, que me decía una de ellas: “Yo me tiraba al suelo, señorita, me recostaba contra la pared, á ver si podía sostener la cintura, porque era un dolor que no me dejaba sosegar”.
Seis guerreras entre tres mujeres, á dos guerreras cada una de ellas, a 70 céntimos, forma un jornal de 1,40 por cada una, después de una labor de diecinueve horas diarias. De todo ello hay que descontar el al­quiler de la máquina y el gasto del hilo, que ponen siempre las obreras, para remediar lo cual en Bur­deos se ha constituido la Asociación de la Aguja, que proporciona á sus asociadas el hilo, las sedas, los al­godones, sin que tengan ellas que pagar nada por adquirirlos más que su cuota de cincuenta céntimos al mes como asociadas.
Las camisas de hombre, con pechera y puños, se pagan en algunas tiendas á 20 y 25 céntimos. En otros puntos, una camisa de dormir de caballero se paga á 50 céntimos. Haciéndose dos camisas diarias, llegan á 1 peseta estas últimas, de la cual también hay que rebajar las 2,50 semanales de ]a máquina de coser, quedándoles un remanente de 20 pesetas mensuales si trabajan todos los días, con cuyas 20 pesetas han de vivir si realmente, y como ya hemos dicho antes, se puede dar el nombre de vida á la existencia terrible, lúgubre y de un desconsuelo sin límites que arrastran esas desdichadas mujeres que en nuestras capitales se esconden para morir lentamente encorva­das sobre su labor y repitiendo tal vez en nuestra lengua castellana el refrán de la tristísima canción inglesa del poeta Tomás Nood, citada por los señores Castroviejo y Ros de Olano, que exclaman: “Y en la cual pudo decir con toda verdad de las obreras de costura: que cosían con doble hilo un sudario, al mismo tiempo que la camisa”.
Ha habido tiendas que han ofrecido 15 céntimos por una docena de pañuelos dobladillados..., y desgraciadas mujeres que tienen tanta hambre que doblan la cabeza resignadas, y aun cuando por sus ojos pase una visión aterradora de un hogar sin lumbre y sin ventilación, en el que sólo se oiga incesante el ruido de la máquina y la respiración anhelosa de la obrera, trabajando desesperadamente para hacerse unas cuantas docenas, que le suponen un pedazo de pan y un techo donde guarecerse, aceptan el odioso contrato y firman como una sentencia de muerte, puesto que es completamente imposible el resistir meses y meses una vida tan dura... ¡El tráfico de los esclavos se abolió, es verdad, pero no menos repugnante, no menos antihumano –y no digo anticristiano, porque es imposible que haya cristianos de corazón que se dediquen á él- es el tráfico actual de esos esclavos del hambre, encadenados con la cadena de la miseria, que más duramente los privan de libertad que las cadenas de hierro privaban a los esclavos de los tiempos que pasaron...!
Vuelvo a repetiros, señoras y señores, que no son fantasías: que no son exageraciones lo que os digo; me lo han referido a mí las pobres víctimas; lo que os cuento lo he visto yo por mis propios ojos.
¿Queréis más datos aún? ¿Sabéis cómo pagan los ojales? A céntimo cada ojal; en algunos puntos á céntimo cada tres ojales. Los ojales han de ir bien hechos; el hilo de cuenta de la obrera... ¡Pensad du­rante unos segundos en el tormento que supone el incesante sacar y meter la aguja con cuanta rapidez pueden durante horas y horas, apenas interrumpida la labor unos instantes para comer... y acostarse rendidas, con la vista destrozada, para haber reunido al final del día una cantidad tan exigua que no les permite el menor desahogo, el más pequeño bienestar!
¿Queréis todavía más datos? Todos refieren la mis­ma historia; la palabra explotación parece ser el lema con que se adornan los que de tal suerte pagan la labor de la mujer á domicilio. Lo mismo en Es­paña que en Francia, en donde nos dice la horrible suerte de las obreras el Abate Georges Mény en un libro doloroso por demás, titulado Le travail a bon marché, que contiene en sus páginas la repetición de lo que contendría uno igual que se escribiese en Es­paña, es la cuestión del día, la que preocupa honda­mente a los corazones amantes de la justicia, aman­tes de la caridad...; de esa caridad bendita, sin la cual nada sirve; de esa caridad hermosísima que nos legó Jesús, reemplazando con un lema dulcísimo, con el lema de amor: Amaos los unos á los otros, el lema del odio, de la injusticia, de la explotación.
Más que a nadie debería interesar a las mujeres este asunto de hondísima emoción... ¡Son nuestras hermanas las que sufren, las que levantan hasta nosotros sus ojos cansados de tanto trabajo, sus manos temblorosas, que ya no tienen fuerza para sostener la aguja, para manejar la máquina, y nos piden com­pasión, nos piden ayuda, nos piden socorro para no perecer física y moralmente! Las que aún militan en las filas de la juventud afortunada, que ríe, que goza, que sueña en una dicha sin fin, ¿podrán pasar indiferentes al lado de esas pobres muchachas que no tienen sonrisas en su boca ni goces en su alma, y cuyo único sueño lo constituye la horrenda pesadilla de una existencia siempre igual, siempre miserable?
Las madres de familia que son felices al contem­plar á sus hijos cuidados, mimados, sin que el frío les sobrecoja ni sepan lo qua es llorar, ¿podrán dar al olvido esas otras madres que por cinco o diez céntimos cosen una sábana, por 20 céntimos diarios tra­bajan dieciocho horas, sin otro alimento á veces para sostener sus fuerzas que las lágrimas que corren por sus mejillas hundidas?
No puedo creerlo... Dejaríamos de ser cristianas, de ser mujeres, si en nosotras no hiciesen mella estas penas y estos dolores. Hay que remediar tan triste situación; remediarla en lo que cabe; es preciso llevar á la obrera la seguridad de una labor bien remu­nerada, al menos con una remuneración que les per­mita vivir; y es indispensable que nos deban á nos­otras, las mujeres católicas, este bienestar, para que auxiliadas, amparadas en nombre de la justicia, pero más aún en nombre del amor, depongan sus odios contra ese Dios al cual obedecemos al socorrer las, depongan sus rencores contra nosotras y comprendan al fin que el socialismo causará su ruina, y que, en cambio, las puede y las quiere salvar el catolicismo social.
Si no lo hacemos nosotras, quizá las que nos sean contrarias lo intenten y lo realicen… ¡Cuántas veces los católicos nos hemos dejado adelantar por los ene­migos de nuestra fe! En mi anterior conferencia aquí mismo, os citaba el hecho de unos habitantes de un pueblo que, temerosos de introducir en él prensa alguna, no quisieron hacer propaganda en favor de un periódico católico... Los malos en cam­bio propagaron el suyo, y cuando los católicos qui­sieron remediar el mal no pudieron hacerla sino a medias. Que no nos suceda esto á nosotras; todo el mundo está de acuerdo, y el Papa el primero, en que el gran apostolado, hoy día, es el apostolado social... Por lo mismo que el socialismo avanza cual fantasma horrendo, cuyos primeros actos nos han llenado de espanto, es necesario, y de una necesidad que no ad­mite dilación, el encauzar el río que viene desbor­dado y hacerle recobrar su apacible corriente, que fertiliza en vez de devastar, y no nos es posible á nosotras el recluirnos en nuestras casas, viendo como se pierden á diario tantas hermanas nuestras, á las cuales arroja al mal la miseria, no la perversidad...; viendo cómo mueren esas infelices obreras, ignorando siquiera que en la vida hay días de alegría mez­clados con los de amargura. Y que para ellas, cómo para todas, existe un Padre que está en los cielos...
La obra que nos va á explicar el Sr. Santander, alma de este Sindicato, primero en su clase que se crea en Madrid para la obrera y que tiene su igual en muchos puntos del extranjero, abraza el cuerpo, y mediante el bienestar y la tranquilidad de él, atrae al alma hacia el campo nuestro.
No se os van á pedir pingues riquezas, se os va á suplicar un poco de buena voluntad, un poco de amor al prójimo, á ese prójimo que acabamos de vi­sitar... No os neguéis á ayudar á este Sindicato, que nace justamente en el Centro de Defensa Social. Es una defensa que creamos para la obrera. Y lo es tam­bién para las señoras que aspiran, y desean, á una existencia de paz y al buen orden social.
Una vez más, y antes de dejaros, pidiéndoos per­dón de haberos molestado tanto, torno á repetiros que la lucha está entablada y no es posible asistir á ella cruzadas de brazos. Son intereses muy sagrados los que se ventilan. Hubo un día que todas recordaréis, en que nos agrupamos en una aristocrática mansión para defender con todo el ardor de nuestra alma á nuestras Asociaciones religiosas, atacadas y perseguidas... y entonces triunfamos... Si otra vez hubiéramos de renovar esta defensa, dispuestas esta­mos todas á ello ... Pues bien; en los momentos ac­tuales se ventila una cuestión no menos grave...; el pueblo pierde su fe, pierde su resignación, quiere arrollar lo divino y lo humano, su miseria le exaspera, la falta de esperanza la hace más sombría aún ... Vayamos al pueblo, démosle la mano para que no camine solo por la senda de abrojos que ha de recorrer..., forcémosle á que nos ame, á que la madre bendiga á quienes socorrieron y alegraron la existencia de su hija, á que la hija se incline con emo­ción y gratitud ante las que hicieron más dulces los últimos años de su madre... y siendo nuestras, volverán á serlo de Dios.
Es una empresa hermosa ésta á que se nos llama, sepamos emprenderla sin vacilación... La justicia y la caridad lo demandan..., el bien y la religión lo piden con ardor...
Para hacerla, seamos generosas, seamos constantes, no nos cansemos apenas iniciada la idea si la vanidad sufre, si el afán de estrenar un vestido quiere prevalecer... hagamos alegremente el sacrificio de esa vanidad y de ese deseo.
¡Cómo nos lo agradecerán las obreras!
Una palabra más: lo mismo en esta batalla que se dan el socialismo y el catolicismo social, batalla formidable si os fijáis bien, y cuya importancia nadie puede desconocer, como en las batallas que sobrevengan cuando se quieran destruir ó mermar las prerrogativas de nuestra religión, hagamos nuestro y recordemos este lema que brotó de unas labios bre­tones, descendiente el que lo profirió de aquellos que sostuvieron contra la Revolución una lucha gigan­tesca:
¡De rodillas para rezar! ¡De pie para combatir!

6 de marzo de 2008

Manifiesto carlista de Guadalajara

Andrés Madrazo, La Ilustración Española y Americana (Archivo La Alcarria Obrera)

El carlismo fue un movimiento plural, bajo cuya bandera se agruparon los partidarios del absolutismo más intransigente, los defensores de las viejas libertades de los pueblos de España y, en general, todos aquellos que se vieron perjudicados por la llegada de un nuevo orden social, liberal y capitalista. Pero sin el apoyo de las masas campesinas de la mitad septentrional de la península, el carlismo no hubiese pasado de ser un puñado de nostálgicos de "un pasado idealizado", en palabras de Gerald Brenan. Esos campesinos, movilizados por los curas de aldea, dieron aliento al movimiento legitimista y contenido social a una corriente política reaccionaria. Agitando el fantasma del anticlericalismo, clérigos celosos de sus inquisitoriales privilegios lanzaron a los campesinos a luchar en cruentas guerras civiles. El manifiesto que presentamos, firmado por Andrés Madrazo es buena prueba de esa mezcla de intereses y aspiraciones.

A los habitantes de la Comandancia General de Guadalajara.
Arrancadas y destruidas por los secuaces del supersticioso e impío liberalismo todas las libertades que nos daban nuestros venerandos fueros; pisoteadas y escarnecidas nuestras gloriosas tradiciones, y despojada nuestra patria de las ricas posiciones que el genio de Colón les mostrara, y cien gigantes caudillos conquistaron con sus gloriosas espadas allende los mares; reducida España a la impotencia, siendo objeto de la burla de otros pueblos que siempre bajaron la frente ante su glorioso pabellón; entregada esta orgullosa matrona, atada de pies y de manos a sus enemigos de siempre por una gavilla de cínicos e infames especuladores que, mercaderes impúdicos, han puesto sus hijos y sus riquezas en poder del mejor postor para conseguir una cantidad suficiente a satisfacer los apetitos de su loco orgullo, y siendo tan terribles los males que nos amenazan, hora es ya de que todos los que sientan latir en su pecho un corazón honrado y se crean capaces del rubor de la vergüenza abandonen sus casas, y armados como les sea posible acudan al punto de la cita para que, unidos todos, podamos dejar libre de tiranos y exento de leyes y costumbres extranjeras a esta patria querida, tan explotada y envilecida por esos traficantes sin conciencia y sin honra.
Su empresa no tiene las dificultades que esos enemigos de España pregonan en su ciega ignorancia y negro rencor a la patria. ¿No somos hijos de aquellos que a principios del siglo dejaron sus hogares para salvar su independencia, de aquellos que se armaron de estevas y garrotes contra trescientos mil soldados franceses, a los que humillaron y vencieron? Y si nuestros padres todo lo abandonaron por «su Dios, por su patria y por su rey, cuando sintieron el llamamiento patriótico del alcalde de Móstoles, ¿seríamos nosotros dignos de llamarnos sus hijos si no acudiéramos presurosos a nuestro puesto, llenos nuestros corazones de la fe santa con que pelearon nuestros antepasados, desde Iñigo, Arista, Sancho, Ramírez, hasta los que defendieron por siete años consecutivos la gloriosa bandera de la religión y de la legitimidad, hoy que nuestro legítimo y egregio monarca nos llama y España nos grita: “Salid de vuestros hogares y limpiad mi suelo de esa turba de traidores que os aniquilan y entristecen, a la vez que os roban el pan de vuestros hijos”? ¡No!
Impúdicos tiranuelos de lugar, polizontes vendidos a esta quisicosa que llaman monarquía constitucional o democrática, o republicana... de pega, señores salidos de la ley de desamortización, antes que, como los sapos, se hinchan en la inmunda laguna de la expropiación de los bienes de los pueblos y de la Iglesia, os aconsejan que no cumpláis con vuestro deber, pero si reparáis en sus títulos y antecedentes; si miráis de dónde salieron y a dónde van; si examináis sus “honrados tráficos”, tendréis bastante para persuadiros que esos “hallados” y decentes señores son el primer eslabón de la cadena de nuestra ignominia, la primera página del libro de nuestra vergüenza
Miradlos protegiendo a los truhanes que fían el pan de sus hijos a un “entrés” o un “elijan”, o quizás a la confianza del banquero de “monte”; miradlos cómo los apadrinan para que atropellen a los hombres honrados, trabuco en mano, y al consabido grito de viva la libertad y la república.
Esos son los mismos que os prestan el dinero al treinta por ciento, abusando de vuestra necesidad; esos son los mismos que en las elecciones han hecho miles de infamias fusil en ristre; esos son los mismos que, poniéndose siempre a disposición de conservadores y radicales, de moderados o unionistas, os insultaron siempre, os lamieron los pies para que les ayudarais a servir a sus amos, lo cual os valió el quedaros sin montes, sin dehesas, sin hornos y hasta sin fraguas. Hiciéronse ricos comprando con cuatro cuartos y mil picardías todos los predios que constituían vuestra riqueza común, y lo hicieron gritando unas veces orden y otras anarquía, y así crecieron y medraron... que así crecen y medran los que reniegan de su Dios, pisotean su conciencia y escupen al rostro de su patria.
¡Viva la libertad!, gritan los verdaderos hijos de España. ¡Abajo la república, última manifestación del extranjero yugo! ¡Fuera, fuera esos miserables caciques que en la ciudad o en la villa, en el pueblo o en la aldea, visten el hipócrita antifaz de buenos, cuando son perversos servidores de los enemigos de España!
El día de la liquidación está cerca, y esos truhanes tiemblan que se acerque el momento, porque se quitará el polvo de sus innumerables infamias y expiarán su delito.
Ese día será España para los españoles honrados, sus presidios para los criminales, y habrá decencia, honra, libertad, justicia y progreso; pero será moneda de ley, no salida del cuño donde hasta el lenguaje se ha falsificado.
Sólo los malos tiemblan ante el triunfo del partido español. ¿Sabéis por qué? Ellos saben que sólo el partido carlista es el llamado para hacer justicia, el único que puede hacerla, el único que la hará...
Si el partido carlista no tuviera pruebas de lo que es, bastárale para ser querido de los hombres de bien el solo hecho de ser odiado de los tunantes.
El triunfo es seguro: el más enemigo nuestro lo prevé por lo menos, y si no lo confiesa es porque le aterra y le aterra porque sabe perfectamente que tanta inmundicia y tanto cieno serán barridos radicalmente en su día.
¡A las armas, pues, valientes hijos de esta noble patria! Salgamos de este sopor que nos deshonra, corramos a arrancar los fusiles a esos serviles esclavos defensores de la deshonra de la patria, y con ellos recobraremos nuestra independencia, nuestros fueros y libertades, la libertad de nuestra sacrosanta religi6n y el engrandecimiento y prosperidad de nuestra riqueza.
¡Basta de palabras! ¡A los hechos!
¡Viva la libertad cristiana, la única verdadera! ¡Viva la religión católica, apostólica, romana! ¡Viva Carlos VII! ¡Vivan los fueros de Aragón y las franquicias de Castilla! ¡Abajo todo sistema extranjero!
Campo del honor, 20 de febrero de 1873. El segundo comandante general teniente coronel, Andrés Madrazo.