La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

10 de septiembre de 2008

Noticias de Cifuentes, de Juan Catalina García


Boletín de la Real Academia de la Historia, Madrid, 1890 (Archivo La Alcarria Obrera)

Juan Catalina García López ha pasado a la historiografía alcarreña por ser el primer Cronista Provincial y por su amplia labor como erudito local. Pero se silencia su activa participación en la política de su tiempo: formado como arqueólogo junto al marqués de Cerralbo, compartió con él su militancia carlista. Juan Catalina García presidió la Juventud Católica, la primera asociación confesional de seglares para la acción política que nació en 1869 alentada por los carlistas, y en 1871 impulsó el periódico El Católico Alcarreño de Guadalajara, de la misma orientación. En la Restauración, rompió con el Carlismo, dirigido precisamente por el marqués de Cerralbo, y fue senador del Partido Conservador entre 1904 y 1911. Presentamos uno de sus trabajos menos conocidos, publicado en el Boletín de la Real Academia de la Historia de enero 1890, que además refleja la peculiar actividad arqueológica de aquellos años.

Investigaciones históricas y arqueológicas en Cifuentes, villa de la provincia de Guadalajara, y sus cercanías.
Para cumplir mejor el oficio de cronista de la provincia de Guadalajara, y movido del deseo de apurar en lo posible las fuentes históricas para el desempeño de la obra que, basada en las que llamamos Relaciones topográficas, estoy escribiendo acerca de dicha provincia, obra cuya impresión comenzará pronto, he visitado recientemente gran número de pueblos de la comarca alcarreña, y como considero que la Real Academia oirá con beneplácito, que jamás niega en tales ocasiones, ciertas noticias de interés relativas á su noble instituto, me atrevo á darla cuenta, llana y breve, de algo de lo que, como más curioso, he visto en Cifuentes y sus cercanías.
Señalo ante todo el interés de la colección de diplomas que por rara providencia he encontrado en el archivo municipal de aquella histórica villa. Consta de cincuenta y tres documentos en pergamino. Algunos conservan, como peregrina ofrenda que los siglos pasados ofrecen á nuestro estudio, sellos de cera y plomo, de los cuales son de notar, en primer término, los de varios monarcas de Castilla y los de doña Beatriz, hija de Alfonso X, de Doña Mayor Guillén y reina á la postre de Portugal, de D. Juan hijo del infante D. Manuel, de doña Constanza su hija, que casó con D. Pedro rey de Portugal, y de las infantas portuguesas Doña Constanza y doña Blanca.
Aún más interesante que estos sellos que ennoblecen el modesto archivo cifontano, es el que usaba el concejo de la villa en el siglo XIII, y que consiste en ancha placa circular de cera. En una de sus caras lleva las armas de la infanta doña Blanca de Portugal y en otra el heráldico emblema de la villa, muy distinto del que usó en toda la Edad Moderna: consiste en dos flores enhiestas sobre sus tallos, los cuales surgen de lo alto de unas ondulaciones, remedo quizá de las colinas del suelo de la villa, mejor que de los abundantes caudales de agua que dieron nombre al pueblo. Las dos flores, flanqueadas de tallos aún no floridos, parecen girasoles por lo ancho de su corola y la disposición que esta ofrece. Este ejemplar del sello de Cifuentes es único, según creo.
Entre los documentos citados, son de mayor curiosidad los siguientes:
Concierto de los vecinos de la villa para ayudarse mutuamente y pagar en común las pérdidas que cada cual sufriese en caso de pelea con gentes extrañas, de las que con frecuencia ocasionaban tumultos y peleas. Cifuentes 11 de Junio de la era de 1337 (año 1299). Unido á este documento va el ejemplar del sello del concejo.
Carta de la infanta doña Blanca de Portugal, señora de las Huelgas, reconociendo al concejo de Cifuentes, á su instancia, el fuero del obispado de Sigüenza, según el cual los hombres de setenta años que tuviesen heredad no paguen fonsadera. 15 Mayo era 1339 (1301).
Doña Beatriz, reina de Portugal, confirma al concejo el fuero y buenos usos que tenía en tiempo de su madre doña Mayor Guillén, y según que los tenían en Atienza. Toledo 22 Abril era 1319 (1281).
Carta de Fernando el Santo á los de Cifuentes autorizándoles para nombrar dos hombres buenos que guarden su mercado y castiguen á los revolvedores y turbulentos que en dicho mercado promovían bullicios. Valladolid 20 Marzo era 1280 (1242).
Privilegio de la infanta doña Blanca de Portugal concediendo al concejo el fuero de [¿Atienza?] Valladolid 12 Abril era 1325 (1288).
D. Juan, hijo del infante D. Manuel (es el célebre D. Juan Manuel) confirma á la villa todos los privilegios y franquezas que sus anteriores señores la otorgaron. Cifuentes 2 Enero era 1367 (1329).
Exenciones de pechos que el mismo concede á los que vengan á poblar en Cifuentes. Cifuentes 23 de Junio era de 1355 (1317).
Carta de doña Mayor Guillén disponiendo lo que han de maquilar sus molinos de Cifuentes. Alcacer 17 Febrero era 1298 (1260).
Carta del concejo de Atienza de la cual resulta que, siendo Cifuentes aldea suya, la tomó Alfonso X para darla á doña Mayor Guillén y que Sancho IV deshizo en parte lo hecho. Atienza 15 de Junio de la era 1320 (1282).
Carta en que D. Juan, hijo del infante D. Manuel, avisa á los de Cifuentes que había dado este lugar con otros á su hija doña Constanza en fianza de los ochocientos mil maravedís que la había prometido para su casamiento con Alfonso XI, y les manda que hagan pleito homenaje á aquella señora. Madrid 6 de Abril era 1377 (1339).
Varios documentos muy curiosos acerca del señorío de Trillo, de su adquisición por dicho magnate y de las tropelías y despojos que padecieron antes sus legítimas dueñas.
He sacado copia íntegra de dichos documentos y de los demás que pertenecen á la Edad Media.
Son varios los monumentos arquitectónicos notables que conserva Cifuentes dentro de sus aportillados muros, aunque con señales estos y aquellos de mayor ó menor ruina. El castillo, morada que fue alguna vez de D. Juan Manuel, acaso seguro cierto en trances apurados de su azarosa vida, aún muestra en la cortina principal, cabe la única puerta de la fortaleza, el escudo que aquel magnate heredó de su padre, y acerca del cual disertó largamente en una de sus obras. Pero el monumento de gallarda arquitectura ojival que más llama al artista y al arqueólogo, es la única iglesia parroquial de la advocación antiquísima del Salvador. Consta de tres naves de singular gallardía y de ábside pentagonal. Es ojiva, como he dicho, aunque en los biseles de sus altos ventanales y en otras partes de su organismo arquitectónico se ve con claridad notoria que pertenece á un período de transición, en que el nuevo arte no se había despojado del todo de los elementos decorativos de la arquitectura románica. No me paro á considerar las calidades sustanciales de este hermoso templo, ni la riqueza de un bello púlpito de mármol esculpido, obra de la decadencia ojival enriquecida con buenos relieves é inscripciones, ni las particularidades de las capillas, ni las graciosas y perfectas esculturas que casi arrinconadas se conservan y que pertenecieron á magnífico retablo de fines del siglo XV, digno de mayor fortuna, según acreditan sus despojos.
Pero sí quiero manifestar á la Academia que son ornamentos principales de este templo, el rosetón de la fachada en que acaban las naves y la portada que bajo él se cobija. Los arcos reentrantes que la forman están abiertos en el espesor del muro y se apoyan en seis columnillas por lado. La ornamentación de los capiteles y de la archivolta que comprende los baquetones semicirculares de los arcos, ofrece muy curiosa disposición, porque en el lado izquierdo los capiteles (tan mal hallados hoy, que solo después de examen minucioso descubrí lo que representaban) figuran los pecados capitales, en símbolos tan sencillos como vivos. Y la archivolta á manera de imposta de esa misma banda izquierda está cuajada de diablos de formas y actitudes horribles o grotescas; por el contrario, los capiteles del lado opuesto y la mitad de la archivolta á él correspondiente, llevan imágenes de los divinos Misterios, caballeros, ángeles, damas y la efigie de un obispo sobre cuya mitrada cabeza hay una elegante cartela con la siguiente inscripción en caracteres góticos:
ANDREAS EPS SEGUNTINVS
Pero la circunstancia más notable de esta portada románica es su misma época, pues no pudo ser construida antes de que entrase á gobernar la sede seguntina el obispo Andrés, que fue en 1262, antes bien acaso se colocó allí su imagen después de su muerte, ocurrida, según resulta de mis investigaciones en 1268.
Pero de todos modos no hay duda alguna de que siendo de esta época la construcción de la portada y correspondiendo al estilo ó arte románico, el monumento demuestra de una manera ciertísima, contra la opinión general, que, aun después de mediar el siglo XIII, tenía dicho arte vigor bastante para resistir el avasallador influjo de la arquitectura ojival y producir obras tan notables y ostentosas como esta portada y como el rosetón elegantísimo de 6 m. de diámetro que existe encima de ella.
No describiré tampoco, para no molestar demasiado á la Real Academia, la gallarda torre de esta iglesia parroquial. Pero sí advertiré que en uno de sus ventanales existe, y todavía lanza al viento sus clamorosos sonidos, una campana, de airoso talle y ancha boca, de unos 0,70 m. de altura y la cual llamó al punto mi atención. Es de bronce, tiene su exterior lleno de inscripciones, sellos de Salomón, cruces y un sello de doble ojiva, con inscripción ilegible y con el Cordero místico y la oriflama en el campo. Estas labores, ó al menos parte de ellas, están hechas con un hilo metálico retorcido y soldado al exterior de la campana. Las inscripciones que en caracteres góticos y en tres líneas circulares ofrece, dicen así:
+ ECCE CRUCEN DOMINI FUGITE PARTES ADVERSE VICIT A: DÑI: M: CCC: XCII
Paréceme que la antigüedad y labores de esta campana merecen que se haga aquí memoria de ella. Nadie había fijado su atención en este monumento.
Al entrar en una de las capillas del templo, á la cual llaman de los Calderones ó de Cerecedo, y que está cubierta por una bóveda con aristones ojivales, puse mis ojos en un nicho abierto á bastante altura en la pared de la derecha, como se entra en la capilla. Tras de antigua vidriera vi en aquel nicho una caja de madera, ó ataúd, cubierto con una tela de brocado antiguo, y á mis preguntas sobre aquellos nobles trofeos, nadie supo responder.
Pero á la hora satisfizo mi curiosidad una inscripción abierta sobre una losilla de alabastro, en que leí lo siguiente, deshechas sus numerosas abreviaturas y siglas:
“Aquí están colocados los guesos del Ilmo. Señor Don Frai Diego de Landa Calderón, Obispo del Yucatán. Murió año de 1572. Fue sexto nieto de Don Iban de Quirós Calderón, que fundó esta capilla año 1342 como consta de la fundación”
En quien, como yo, profesando la arqueología, tiene aficiones americanistas, y aplica sus mayores empeños á enaltecer las glorias de su comarca natal, había de producir la lectura de esta inscripción vivísima alegría. Me hallaba, en efecto, ante los restos mortales de aquel varón insigne, que después de provechosas misiones en las regiones del Yucatán, fue premiado con la mitra; del perspicuo intérprete de las antigüedades y de la escritura yucatecas; del autor de la Relación de las cosas del Yucatán, que publicada primero por Brasseur de Bourbourg, y después y por modo más fiel y completo por mi ilustre maestro el Sr. Rada y Delgado, ha sido fuente á que los sabios naturales y extranjeros acudieron desde que apareció la obra en la biblioteca de la Academia, para las disertaciones sobre antigüedades y códices del Yucatán, aun cuando, cosa digna de reprobación, alguno haya caído en la flaqueza de enturbiar esa misma fuente en que había bebido á su sabor. Por el contrario, merece aplausos el patriotismo del Sr. Rada, por la justicia con que ha escrito del ilustre obispo alcarreño.
Ni en el pueblo se sabía quién era aquel muerto, ni se había leído la inscripción que lo anunciaba, ni se sabe cuándo fueron traídos los restos del obispo desde América, donde murió, á su lugar natal.
Pedí licencia al señor cura párroco para abrir el ataúd, y en presencia de dicho señor, del alcalde y de las personas de más autoridad é ilustración de Cifuentes, se desclavó la caja mortuoria con la cristiana reverencia que el caso requería. Solo hallamos la osamenta, y por las dimensiones del ataúd se comprende que no fue hecho para contener todos los mortales despojos del prelado, sino sus descarnados huesos. Causó en los presentes cierta admiración la perfecta contextura del cráneo, el mejor conformado que vieran dos médicos presentes en el acto.
Comprenderá ahora la Academia cuán satisfecho estaré de poder darla noticia del paradero de los huesos del Obispo Fr. Diego de Landa. Parece que existe, aunque perdida, la escritura de cierta fundación suya, en la cual escritura habrá noticias que aumentar á las poquísimas biográficas que de él conocemos. Por mi encargo se busca tal documento, así como los que puedan referirse á la translación á Cifuentes de los restos que allí se conservan.
A hora y media de Cifuentes, á la siniestra mano de un arroyuelo que pasa cerca de Ruguilla, y que á poco cae en el Tajo no lejos del histórico monasterio de Ovila, se estrecha el vallecillo por donde el arroyo corre sus aguas, pero no tanto que entre su margen izquierda (que el socavar de los siglos ha hecho talud de bastante altura) y la falda de las lomas, no haya una heredad de labranza de pocos metros cuadrados. En este lugar estrecho, que estará apartado de Ruguilla no más de 2 km., es donde se hallan las señales notorias y los restos de un antiquísimo cementerio.
Llamado á su examen por la solícita amistad de los Sres. Serrano, de Ruguilla, uno de ellos individuo del Cuerpo de Archivos, Bibliotecas y Museos, y acreciendo mi natural curiosidad aquel llamamiento, me trasladé desde Cifuentes al sitio de las antiguas sepulturas é hice en él algunas excavaciones, convenciéndome pronto por el número de urnas cinerarias antes y entonces descubiertas, que aquello fue una verdadera necrópolis. Su casual hallazgo no remonta á largos años, y de sus primicias disfrutó el docto académico Sr. Vilanova, á cuyo poder llegaron, según mis noticias, una campanilla de bronce y dos ó tres urnas.
Quizá pasaron de catorce las que yo encontré y más pueden hallarse aún, pero aun cuando algunas aparecían enteras y en la disposición vertical en que fueron colocadas, tuve el desconsuelo de que todas se rompían en cien pedazos al tratar de sacarlas cuidadosamente. Examinada la masa de tierra, ceniza y huesos á medio calcinar de que estaban repletas, sólo encontré dos fíbulas, un broche, una laminilla retorcida por el fuego y algunos restos de fíbulas, todo ello de cobre.
Son las urnas vasos de ancha boca y de dimensiones varias, aunque ninguna excederá de 0,30 m. de altura; de barro, sin ornamentación, pero bien labradas á torno. Estaban cubiertas ó por una piedra plana, ó por un ancho plato de barro á manera de pátera. Para asegurar su posición vertical se las puso un refuerzo de tres ó cuatro cantos, porque eran de base estrecha y aun alguna puntiaguda.
¿A qué época pertenece esta que podemos llamar necrópolis de Ruguilla? ¿Es enterramiento de los hombres prehistóricos de la edad del cobre, como parece denunciar la naturaleza de los únicos objetos de metal hasta hoy allí encontrados?
Como no intento hacer una disertación acerca del asunto, solo me permito manifestar que soy opuesto á esta hipótesis, y que, apoyando mi parecer en la perfección con que están labradas las urnas, en la elegancia relativa de sus líneas y de los platos con que se cubrieron, y más que todo, en la labor y formas de los mismos objetos de cobre, creo que se trata de la necrópolis de algún lugarejo donde la civilización romana había ya penetrado. Y si asentimos á que el lugar estaba poblado por gente celtíbera, sería en aquella época en que esta vivía bajo el influjo de la cultura latina.
En la loma de enfrente y á menos de un cuarto de hora del cementerio antiquísimo en que me ocupo, hay señales de población, como son cimientos de varias casas de planta angosta y un andén de piedras por donde llegaba á este sitio un camino desde el valle, y precisamente en la dirección de la necrópolis. A aquellas ruinas, apenas perceptibles, á no estar advertido de antemano, llaman los del país Los Villares, nombre harto significativo para que deje de constar en esta ocasión. Presumo que allí existiría el vico, mansión ó villa á que la necrópolis perteneció.
El ser solo de cobre los objetos tampoco puede alentar la opinión de que son prehistóricos, pues solo prueban ó que han resistido mejor que los otros metales la acción del fuego y de la humedad, ó que el cobre fue usado con preferencia por aquellas pobres gentes para los adornos de sus vestiduras, lo cual me parece más cierto que ninguna otra cosa.
En más razonamientos pudiera fundar mi parecer, si no temiese molestar á la Academia y si no contrariara con ellos mi propósito de darla sencilla cuenta de mis exploraciones.
Si la Academia acoge con su genial benevolencia este relato, consideraré como muy dichosos las investigaciones y hallazgos á que se refiere.
Madrid 6 de Diciembre de 1889.

8 de septiembre de 2008

La bancarrota de las creencias, de Ricardo Mella


La bancarrota de las creencias, Ediciones Tierra y Libertad, Barcelona, 1936 (Archivo La Alcarria Obrera)

Ricardo Mella es, sin duda ninguna, el más interesante teórico del anarquismo hispano, una categoría en la que no sobran las personalidades de valía. Si en España los anarquistas han escrito muchas de las páginas más brillantes de la historia del movimiento libertario, la aportación de los ácratas peninsulares al ideario anarquista ha sido de mucho menor interés. Además, los más destacados pensadores, como Ricardo Mella o Juan Montseny, no participaron activamente de la vida societaria de las siempre activas organizaciones libertarias, un distanciamiento que no impidió que su labor y su trayectoria personal fuesen unánimemente reconocidas por personas de toda idea y condición, como se puso de manifiesto en el entierro multitudinario de Ricardo Mella. Aquí ofrecemos uno de sus textos, que dio título a un folleto editado en Barcelona en 1936.

La fe tuvo su tiempo; tuvo también su quiebra ruidosa. No quedan en pie a estas horas, sino solitarias ruinas de sus altares.
Si preguntáis lo mismo a las gentes cultas que a las que todavía llevan taparrabo intelectual, y quieren contestaros en conciencia, os dirán que ha muerto para siempre la fe: la fe política, la fe religiosa, hasta la fe científica, que ha defraudado tantas esperanzas.
Muerto todo el pasado, las miradas se dirigieron al sol naciente. Las ciencias tuvieron sus himnos triunfales. Y sucedió que la multitud dióse nuevos ídolos, y ahora mismo andan por ahí los conspicuos de las creencias nuevas predicando a diestro y a siniestro las excelsas virtudes de la dogmática científica. La logorrea peligrosa de encomiásticos adjetivos, la charla sempiterna de los labios de guardarropía, nos pone en trance de que con razón se proclame la bancarrota de la ciencia.
En realidad de verdad no es la ciencia la que quiebra en nuestros días. No hay una ciencia, hay ciencias. Y lo que no existe no puede quebrar. Si se pretendiera todavía que aquello que está en perpetua formación, aquello que constituye o va constituyendo el caudal de los conocimientos, hace bancarrota en nuestra época, demostraría únicamente quien tal dijera, que buscaba en las ciencias lo que ellas no pueden darnos. No quiebra la labor humana de investigar y conocer; lo que quiebra, como antes se quebró la fe, son las creencias.
La comodidad de creer sin examen, unida a la pobreza de la cultura general, ha dado por resultado que a la fe teológica haya sucedido la fe filosófica, y más tarde la fe científica. Así, a los fanáticos religiosos y a los fanáticos políticos, siguen los creyentes de una multitud de “ismos”, que si abonan la mayor riqueza de nuestro entendimiento semiemancipado no hacen sino confirmar las atávicas tendencias del humano espíritu.
Pero ¿qué significa el clamoreo que a cada paso se levanta en el seno de partidos, escuelas y doctrinas? ¿Qué es ese batallar sin tregua entre los catecúmenos de una misma iglesia? Es sencillamente que las creencias quiebran.
El entusiasmo del neófito concurre lo mismo que la aparición de nuevas doctrinas a la elaboración de las creencias. Se anhela algo mejor, se busca un ideal, se desea ejercitar las actividades en algo noble, elevado, grande, y apenas hecho ligero examen, si se topa con la nota que repercute armónicamente en nuestro entendimiento y en nuestro corazón, se cree. La creencia arrástranos entonces a todo; dirige y gobierna nuestra existencia entera; absorbe todas nuestras facultades. De este modo es como las capillas, como las iglesias, chicas o grandes, se alzan por todas partes. La creencia tiene sus altares como los tuvo la fe.
Mas hay una hora fatal, inevitable, de interrogaciones temibles. Y esta hora es aquella en que un pensamiento maduro se pregunta a sí mismo la razón de sus creencias v de sus amores ideológicos. .
La palabra ideal, que era algo así como la nebulosa de un dios en cuyo altar quemábase el incienso de nuestros entusiasmos, se bambolea entonces. Algo se desmorona dentro de nosotros mismos. Vacilamos como edificio cuyos cimientos flaquearan. Sentímonos molestos con los compromisos de partido y de opinión, tal como si nuestras propias creencias llegaran a convertirse en atadero inaguantable. Creíamos en el hombre y ya no creemos. Afirmábamos en redondo la virtud mágica de ciertas ideas y ya no osamos afirmarla. Gozábamos el entusiasmo de una regeneración positiva e inmediata y ya no lo gozamos. Sentimos miedo de nosotros mismos. ¡Qué prodigioso esfuerzo de voluntad para no caer en la más espantosa vacuidad de ideas y de sentimientos!
Allá va la multitud arrastrada por la verbosidad de los que no llevan nada dentro y por la ceguera de los que creen andar repletos de grandes e incontestables verdades. Allá va la multitud prestando con la inconsciencia de su acción vida aparente a un cadáver cuyo enterramiento no espera sino la voluntad fuerte de una inteligencia genial que arranque la venda de la nueva fe.
Pero el hombre que piensa, que medita sobre sus opiniones y sus actos, en la silenciosa soledad a que le lleva la insuficiencia de las creencias, esboza el comienzo de la gran catástrofe, presiente la bancarrota de todo lo que mantiene n la humanidad en pie de guerra.
Las polémicas ruidosas de los partidos, las batallas diarias de personalismos, de enconos, de odios y de envidias que ponen de relieve todas las vanidades, todas las ambiciones, todas las pequeñas y grandes miserias que cogen al cuerpo social de arriba abajo, no significan otra cosa sino que las creencias hacen quiebra por doquier.
Dentro de poco, tal vez ahora mismo, si profundizáramos en la conciencia de los creyentes, de todos los creyentes, no hallaríamos sino dudas e interrogaciones. Confesarán pronto sus incertidumbres todos los hombres de bien. Sólo quedarán afirmando la creencia cerrada aquellos que de afirmarlo saquen algún provecho, del mismo modo que los sacerdotes de las religiones y los augures de la política continúan cantando las excelencias de la fe que aun después de muerta les da de comer.
¿Es, acaso, que la humanidad va a precipitarse en el abismo de la negación final, la negación de sí misma?
No pensemos como viejos creyentes que lloran ante el altar que se derrumba. La humanidad no hará otra cosa que romper otro anillo de la cadena que la aprisiona. El estrépito importa poco. Quien no se sienta con ánimos para resistir al derrumbamiento, hará bien en retirarse.
Hay siempre caridad para los inválidos.
Creímos que las ideas tenían la virtud soberana de regenerarnos, y nos hallamos ahora con que quien no lleva en sí mismo elementos de pureza, de justificación y de veracidad, no los puede tomar a préstamo de ningún ideal. Bajo el influjo pasajero de un entusiasmo virgen parecemos renovados; más al fin, el medio ambiente recobra su imperio. La humanidad no se compone de héroes y genios; y así, aun los más puros, se hunden al fin en la inmundicia de todas las pequeñas pasiones. La hora en que quiebran las creencias es también la hora en que se conoce a todos los defraudadores.
¿Estaremos en un círculo de hierro? Más allá de todas las hecatombes, la vida brota de nuevo. Si las cosas no se modifican conforme a nuestras tesis particulares, si no suceden tal como queremos que sucedan, ello no abona la negación de la realidad de las calidades. Fuera de nuestras pretensiones de creyentes, la modificación persiste, el cambio continuo se cumple, todo evoluciona, medio, hombres y cosas.
¿Cómo? ¿En qué dirección? ¡Ah! Eso es precisamente lo que queda a merced de la inconsciencia de las multitudes: eso es lo que en último término decide un elemento extraño a la labor del entendimiento y de las ciencias: la fuerza.
Después de todas las propagandas y de todos los progresos de los tiempos, la humanidad no tiene, no quiere tener, más credo que la violencia. ¿Acierta? ¿Se equivoca?
Y es fuerza que aceptemos las cosas como son, y que, aceptándolas, no flaquee nuestro espíritu. En el momento crítico en que todo se desmorona en nosotros y alrededor de nosotros; cuando nos penetramos de que no somos ni mejores ni peores que los demás; cuando nos convencemos de que el porvenir no se encierra en ninguna de las fórmulas que aún nos son caras, de que la especie no se conformará jamás a los moldes de una comunidad determinada, llámese A o llámese B; cuando nos cercioramos, en fin, de que no hemos hecho más que forjar nuevas cadenas, doradas con nombres queridos, en este momento decisivo es menester que rompamos todos los cachivaches de la creencia, que cortemos todos los ataderos y resurjamos a la independencia personal más firmes que nunca.
Si se agita una individualidad vigorosa dentro de nosotros, no moriremos moralmente a manos del vacío intelectual. Hay siempre para el hombre una afirmación categórica, el “devenir”, el más allá que se aleja sin tregua y tras el cual es preciso correr, sin embargo. Corramos más aprisa cuando la bancarrota de las creencias es cosa hecha.
¿Qué importa la seguridad de que la meta se alejará eternamente de nosotros? Hombres que luchen, aun en esta convicción, son los que se necesitan; no aquellos que en todo hallan elementos de medro personal; no aquellos que nacen de los intereses de partido banderín de enganche para la satisfacción de sus ambiciones; no aquellos que, puestos a monopolizar en provecho propio, monopolizarían hasta los sentimientos y las ideas.
También entre los hombres de aspiraciones más sanas se hace plaza el egoísmo, la vanidad, la petulancia necia y la ambición baja. También en los partidos de ideas más generosas hay levadura de la esclavitud y de la explotación. Aun en el circulo de los más nobles ideales pululan el charlatanismo v el endiosamiento; el fanatismo, pronto a la intransigencia con el amigo, más pronto a la cobardía con el adversario; la fatuidad que se hombrea al amparo de la ignorancia general En todas partes la mala hierba brota y crece. No vivamos de espejismos.
¿Dejaremos que nos aplaste la pesadumbre de todo lo atávico que resurge, con nombres sonoros, en nosotros y alrededor de nosotros?
Erguirse firme, más firme que nunca, poniendo la mira más allá, siempre más allá de una concepción cualquiera, revelará al verdadero luchador, al revolucionario de ayer, de hoy y de mañana. Sin arrestos de héroe, es menester pasar impávido al través de las llamas que consumen la mole de los tiempos, arriesgarse entre las maderas que crujen, los techos que se hunden, los altos muros que se desploman. Y detrás no quedarán sino cenizas, cascote, informes escombros que habrán aplastado la mala hierba.
Para los que vengan después no restará más que una obra sencilla: desembarazar el suelo de obstáculos sin vida.
Si la caída de la fe ha permitido que en campo fértil del humano espíritu crezca la creencia, y la creencia a su vez vacila y se inclina marchita hacia la tierra, cantemos la bancarrota de la creencia, porque ella es un nuevo paso en el camino de la libertad individual.
Si hay ideas, por avanzadas que sean, que nos han atado al cepo del doctrinarismo, hagámoslas añicos. Una idealidad suprema para la mente, una grata satisfacción para el espíritu desdeñoso de las pequeñeces humanas, una fuerza poderosa para la actividad creadora, puesto el pensamiento en el porvenir y el corazón en el bienestar de todos los hombres, quedará siempre en pie, aun después de la bancarrota de todas las creencias.
En estos momentos, aunque se espanten los mentecatos, aunque se subleven los encasillados, bulle en muchos cerebros algo incomprensible para el mundo que muere; más allá de la anarquía hay también un sol que nace, que en la sucesión del tiempo no hay ocaso sin orto.

7 de septiembre de 2008

Catolicismo social y nacionalcatolicismo

En los templos católicos españoles todavía encontramos lápidas con listas de “Caídos por Dios y por España” en la Guerra Civil, una evidencia que no impide a ciertos eclesiásticos e historiadores negar el sustrato ideológico que la Iglesia aportó al franquismo. En Razón y Fe, portavoz intelectual de los jesuitas, se publicó en septiembre de 1937 este artículo, “Por Dios y por la Patria. El patriotismo como virtud cristiana”, del Padre Joaquín Azpiazu, propagandista del catolicismo social y autor de obras como Deberes de los obreros (1935) o Corporativismo y Nacionalsindicalismo (1938). Es un texto de combate del integrismo religioso que bendecía a quienes cubrían de sangre los campos de batalla y las cunetas de retaguardia de esa patria que decían amar. Ante la revolución, el catolicismo social se alineaba con las clases propietarias y demostraba, una vez más, que tenía más de catolicismo que de sincera preocupación social.

El tiempo es propicio para recoger del ambiente un tema patriótico.
Ráfagas de odio al rico y a Dios excitaron en España la llamarada marxista que amenazaba destruir y arrasar de cuajo cuanto fuera religión, vida civil, cultura y riqueza. Un espíritu de justa defensa contra una injustísima vejación levantó un ejército de bravos e hizo florecer en todos los rin­cones de la nación una virtud espléndida: el patriotismo.
Patriotismo vale tanto como amor a la patria, al suelo que fue cuna, a la historia que la formó, al pueblo que la habi­ta. Patriotismo es convicción, es sentimiento, es deber. Con­vicción de que Dios ha unido a cada cual, con lazos espe­ciales, a un trozo de historia y de comunidad, sentimiento de amor acendrado hacia él, y deber de superado. Con lo cual dicho se está que el patriotismo es eminentemente amor y­ sacrificio, ofrenda, incluso, de bienes y vidas.
Considérase el patriotismo como brote obligado de la vida social, como uno de esos adornos humanos propios de todas las razas, fruto de todos los climas y herencia de todos los pueblos; y sobre todo, como una de tantas virtudes cívicas que florecen por doquier.
¿Es así? No es así; es mucho más. Considerar el patrio­tismo como mera y simple virtud cívica, cuando se habla en­tre católicos, es achicarlo, y es, en parte, hacer el juego al laicismo imperante, que va multiplicando las virtudes cívicas para desprestigiar y ahogar en germen las verdaderas virtu­des, que son las religiosas.
No es así, porque la virtud cívica o natural -como quiera llamarse- que entre los hombres se llama patriotismo, se ele­va, sublima y sobrenaturaliza entre los católicos de tal mane­ra, que cuando es, sobre todo, repulida por el sacrificio, entra en el coro de las más egregias virtudes, y aparece como ma­ravillosa fuente de merecimientos.
Quiero decir con esto que el patriotismo puede ser, en unos, virtud cívica, pero, en otros, una virtud sobrenatural; que existe un patriotismo que merece bien de la patria, y otro que merece bien de la patria y de Dios; que el patriotismo, por ejemplo, de los japoneses que murieron en Tsushima, es muy distinto del de muchos católicos ametrallados en una guerra religiosa de las que España registra en su Historia.
Ocurre con el patriotismo lo que con otras virtudes y aun algunos sacramentos sucede. Un gentil puede ser muy pru­dente, como puede serlo un ateo; pero un cristiano, al serlo, puede ser prudente con prudencia sobrenatural, la primera de las cuatro virtudes cardinales que son patrimonio exclusi­vo del Catolicismo. El matrimonio es un simple contrato na­tural entre gentiles, y, sin embargo, entre católicos, es a la vez un sacramento en el que se figura nada menos que el amor infinito de Cristo a su Iglesia. Es decir, que, según la raíz de que procede el patriotismo, puede él ser de orden pura­mente natural o puede elevarse al orden sobrenatural en que viven el mérito y el derecho a la gloria eterna; del mismo modo que, según el manantial de que brota el agua, puede ser ésta simplemente potable, o medicinal, o curativa.
Esta es la magnífica realidad y el sublime aspecto del pa­triotismo católico, estudiado a la luz de la Teología.
Tan sencilla es la explicación de este aserto, que se halla al alcance de cualquiera. Patriotismo, en último término, es amor. Y el amor puede correr desde el rastrero y carnal hasta el más sublime y divino de los amores, pasando por toda la gama sutil y delicada que en su ser ostenta. Y como para que el amor sea divino no hace falta precisamente que se ame a Dios directa e inmediatamente, sino que basta que se ame al prójimo por Dios -que amor de Dios es también el amor del prójimo cuando de un principio sobrenatural procede y por un motivo sobrenatural opera-; síguese que el patrio­tismo que, viviendo y desarrollándose en un alma orlada con la gracia santificante, ama a la patria como reflejo de Dios, se reviste con el manto de la caridad, que es la más hermosa de las virtudes cristianas, y se convierte en un acto de la misma.
¿Cómo así? Muy sencillo.
Patria es familia. Más amplia que la natural, es verdad, pero familia al fin, a la que nos unen vínculos de costumbres, lazos de raza, identidad de territorio, unidad de historia. Pa­tria es familia, de sangre un poco más diluida, de grado un poco más remoto, de lazos menos fuertes, pero existentes y atestiguados en el archivo de la común historia. Así lo exige la naturaleza, y así lo corrobora la gracia y la virtud, que imi­tan y realzan el orden natural.
Y si el amor de padres y hermanos, hijos y nietos, ende­rezado a Dios, Creador de la familia y fin de la misma, es ca­ridad; y si el amor de los amigos es también caridad, cuando quien ama sabe ver en el prójimo la imagen de Dios; y si el amor a los enemigos es caridad más fina y difícil, por lo mismo que es más difícil leer en el rostro del enemigo el trazo de la obra y resplandor de Dios; el amor a la patria -la gran familia-, cuando nace de alma limpia que mira a su tierra como obra de Dios, que la estima como gracia y donación cariñosa del Señor, que la admira y enaltece en sus grandezas, sin olvidarse de que son éstas gajes y prosperidades que de Dios vienen y a Dios van; el amor de la patria en tales circunstancias, repito, tiene que ser forzosamente caridad legítima y verdadera.
Y ahondando un poco más en la Teología, hallaremos que entre las virtudes existe una que se llama la virtud de la piedad, la cual, parte potencial de la justicia, según Santo Tomás, nos obliga a dar a los padres y a la patria el debido culto y a tenerles el debido respeto. Según lo cual, la obliga­ción del amor a la patria sería como una prolongación de lo que en el cuarto mandamiento de la Ley de Dios se ordena al católico: “Honrar padre y madre”.
Habla Santo Tomás: “Después de Dios, a quien más debe el hombre es a sus padres y a la patria. Y así como perte­nece a la virtud de la religión tributar a Dios el debido culto, así secundariamente pertenece a la virtud de la piedad dar el debido culto a los padres y a la patria. Y en este culto respetuoso a la patria, se comprende el respeto y el culto a to­dos los conciudadanos y amigos de la patria”.
¿Por qué así? Porque -según el mismo Doctor- siempre hay alguna deuda especial para con quien es connatural princi­pio, lo mismo en el orden del ser que en el de gobernar. Y en esto se funda la virtud de la piedad para mostrar su respeto y obligación hacia los padres y la patria. No puede precisarse la doctrina con más claridad, ni pue­de apoyarse en más convincentes testimonios.
Hablo siempre, ya se entiende, del patriotismo bien en­cauzado, en el cual lo primero que se ama es al compatriota. Porque, como quiera que la virtud de la caridad únicamente puede ser tal en cuanto que va dirigida a Dios y al prójimo; para que el patriotismo sea auténticamente cristiano, ha de mirar, ante todo, al prójimo; es decir, a los seres racionales que componen la nación; no al territorio desnudo de habitantes, ni a la riqueza o feracidad del suelo.
Sin embargo, del mismo modo que ansiamos dichas y prosperidades a nuestros amigos, podemos también desear el bienestar económico del país, y amar su exaltación con autén­tico amor de patriotismo. Porque, participando de algún modo todas las criaturas irracionales de la bondad de Dios, manifestándola en sí mismas, y yendo todas encaminadas, mediante el hombre, hacia el mismo Dios; la caridad infusa -en este caso, el amor patriótico-, bajo cierta razón general de amor, se puede extender también a los seres irracionales, en cuanto que se quieren conservar y mejorar para gloria de Dios y utilidad de los hombres.
He aquí cómo se puede amar intensa y santamente la patri­a entera, y cómo resulta el patriotismo a manera de una prolongación auténtica de la verdadera caridad. Y he aquí, también, cómo el patriotismo como virtud cívica, ­resulta palidísimo reflejo del patriotismo como virtud poseída por los católicos.
El patriotismo español rezuma hoy por todos sus poros imperialismo. Su grito de guerra es: Imperio.
¿Vale la palabra? Ciertamente, el amor no quiere ni desea otra cosa sino la grandeza de aquel a quien ama. El amor crece cuando la envidia muere, comienza a brotar y sublimarse cuando la cicatería fenece, se depura y abrillanta cuanto de él más se separa la ganga del egoísmo. Como que el amor es sacrificio y servicio; servicio en pro de lo que sea, de todo, menos de sí mismo. Esta es la realidad. Así surge una maravillosa gama de finalidades y deseos en el amor; y así se aquilatan en la vida los amores finos como contradistintos de los que no merecen tal nombre.
Imperialismo tiene un sentido bueno y un sentido peyorativo. Hay un imperialismo de fuerza, de cañones y de es­cuadras, de brutalidad y aniquilamiento; expresión de domi­nio del fuerte sobre el débil. Y en último término, abuso de la fuerza.
No es esto. El imperio de la fuerza en el mundo de las naciones, es hoy, en cierto modo, necesario, porque el ridículo pacifismo socialista -pacifismo en lo que conviene, que en la horrible persecución española no ha sido pacifista-, pa­cifismo hueco y palabrero, es necedad; pero el dominio e im­perio de la inteligencia, del corazón y del espíritu es incom­parablemente más subido, e indica valores más espirituales que los que emanan de la fuerza bruta.
La fuerza la ha puesto Dios en el hombre, no como su de­fensa natural, sino como obligada en circunstancias en que otra cualquier defensa es inútil e imposible. Al mulo dio Dios su fuerza, y al toro sus cuernos, porque no les dio inteligencia como al hombre, el cual, cuanto más se defiende por la razón, más hombre es, y cuanto más se apoya en la fuerza, desen­tendiéndose de la razón, menos hombre y más bruto es. Lo que es natural al animal (la brutalidad), es un vicio para el hombre, decía ingeniosamente San Agustín (quod naturale est pecudi, vitium est homini).
Más sublime es el imperio de un orador que con su to­rrente de elocuencia aparta a las masas de un atropello, que el de un gobernante que sólo consigue hacerla con el fuego de sus fusiles; más dulce es el imperio del poeta o del músico que con su arte exquisito doma las fieras a la manera de Orfeo. En este sentido, Píndaro era más emperador que Napoleón.
No hay que hacerse ilusiones, sin embargo. La triste rea­lidad habla muchas veces de la fuerza como valor, cuando va apoyada en la justicia. Agacino, el gran propagandista de nuestra marina, decía que el navío de guerra es el que deja la estela por donde después surca el barco mercante. Y tenía razón; que, en la vida real, sin aquélla apenas existe ésta.
Patriotismo quiere imperio, y quiere bien; pero no un im­perio basado en la injusticia, sino en la verdad; no un imperio de vano sueño quijotesco, de quimeras irrealizables, sino de dominio y de excelencia factible y duradera. “No vale un imperialismo de petróleos o cauchos, de piratas o negreros a precio de Panamás comprados con el oro de las traiciones, aprecio de Nicaraguas estranguladas en sus Sandinos naciona­les, a precio de guerras del Chaco atizadas por monopolios sangrientos de petróleos. España no quiere imperios de accio­nes de Bolsa”. Ni imperio de fuerza bruta, ni imperio de capitalismos paganos.
Pero existen, y el lector lo está echando de ver, junto a este imperialismo de las armas, otros más espirituales y su­tiles: los de las ideas y la cultura, los del corazón y del sen­timiento; imperialismos, por otra parte, mucho más fuertes y duraderos, como que están arraigados en la mente y el co­razón; mucho más humanos, porque se basan en lo que de más noble y grande tiene el hombre.
Precisamente en este aspecto, es aleccionadora la histo­ria de España. Dominó un mundo con las armas, es verdad, pero fue con un puñado de ellas. Pizarro y Cortés, Valdivia y Zavala no llevaban sino unos cuantos centenares de hombres a la grupa de su caballo; y más que con ellos, con sus ideas y con su cultura, con sus leyes y su lengua, con su suavidad y con su delicadeza, influyó España en América, y la inyectó su pensamiento y su espiritualidad. Fue la campaña de la religión y la cultura sobria y justa la que ganó América a España, y la conservó bajo su bandera, como fue también la pérdida de su religiosidad y la baja de su cultura las que con­tribuyeron, en parte, a la ruptura de los lazos coloniales. Es­paña no destruyó las razas, sino que las elevó; no aniquiló las tribus indias, sino que las mejoró, las ennobleció, las multi­plicó y las espiritualizó.
La pérdida de las colonias fue, en gran parte, culpa de España, que en los siglos XVIII y XIX no estuvo al nivel de su misión, ya que dejaba desgarrarse en jirones su religiosidad, infiltrarse en su política el liberalismo y alejarse su alma de Dios. El español no se mantuvo a la altura que debía. Por eso: “cada español ha de tener conciencia de la grandeza y sacrificio que significa formar parte de la gran hermandad hispánica, de doscientos millones de hermanos de todas las razas”; porque el que España vuelva a ser (o pueda ser, sen­cillamente) eje espiritual del mundo, representa para cada es­pañol un deber de perfección en su oficio. “Técnica y cultura españolas han de reconquistar el mundo hispánico para infun­dirle un alma única, no a fuerza de patentes de privilegio, sino a fuerza estricta”.
Conviene recalcar estas palabras, que encierran grandes verdades, fácilmente relegadas al olvido. El patriotismo im­perial -si así se le quiere llamar- supone fuertes deberes, que no sueños quiméricos; tenacidad incansable, vigor incon­fundible.
El patriota quiere imperialismo. El de más baja catego­ría, sueña en el de la fuerza; el que se siente más hombre, ansía para su madre patria un imperio más elevado, que se difunde por vía de cultura y comunicación de un más subido espíri­tu y de una más refinada religiosidad.
Quien quiera todavía subir más allá en el camino límpido del verdadero patriota -el católico verdadero, que no lo es sólo de nombre-, ha de aspirar a un imperialismo de justicia y de paz, de tranquilidad y de orden, de religiosidad y de ele­vación de toda la patria inmolada en el altar de un Dios a Quien ha de servir, y por Quien sólo tiene razón de ser.
Ecco la vía dell' Impero, se puede decir aspirando a este dominio de religiosidad y de justicia que debe sentir el pa­triotismo. Este es el camino del imperio; pero, para marchar a él, hay que empezar por ser justos y sobrios, continentes y pacíficos, caritativos y humildes; que sólo predicando con el ejemplo de cultura y religiosidad se infiltra en los demás lo que se predica.
¿Predica así gran parte de la retaguardia de España en esta guerra civil cruenta y durísima? Difícilmente lo creería quien viera cuanto sucede en la vida tranquila de muchas po­blaciones que apenas han sufrido la guerra. Pues sin tal predicación y tal ejemplo, ni hay imperio ni patriotismo imperial.
Como toda virtud, el patriotismo navega entre dos esco­llos igualmente peligrosos y sumamente engañadores.
Por un lado, se le opone al mal llamado patrioterismo chauvinista, que se evapora en puras palabras, que es pura caricatura del verdadero amor patrio; por otro lado, se le le­vanta desafiador el internacionalismo socialista o el humani­tarismo universalista, que, considerando a todos dotados de los mismos títulos a nuestro amor, quiere borrar fronteras, acabar diferencias y proclamar como única patria interna­cional el mundo entero.
Entre ambos peligros ha de hacer rumbo el patriotismo. “Nuestro régimen será un régimen nacional del todo, sin pa­trioterías, empalmado en la España exacta, difícil y eterna que esconde la vena de la verdadera tradición española”. He aquí una frase que responde al pensamiento de José Antonio Primo de Rivera y que centra perfectamente la cuestión.
Y si patriotismo es amor, y amor es sacrificio, síguese que patriotismo es también sacrificio, y cadena de sacrificios no interrumpidos. Como el amor más legítimo es el de una ma­dre que se desangra por su hijo, o el del hijo que muere por sus padres, no el de las sirenas que lo cantan dulcemente para luego venderlo o captarlo egoístamente, huyendo del sa­crificio; del mismo modo, el patriotismo más limpio y de más subida ejecutoria es el de quien día tras día se sacrifica, no el de quien habla y planea en una mesa de café bien abastecida, o busca en retaguardia la trinchera de una oficina, donde, ade­más de no haber bombas ni peligros, hay sueldos, mandos y consideraciones.
El católico aún puede aspirar a más.
Porque este mismo sacrificio, inmolado en aras de la pa­tria -lo mismo el del soldado que se desangra en vanguardia, que el del patriota que vigila en retaguardia-, se eleva cuan­do se envuelve en el manto de la resignación cristiana que aporta la fe; y se sublima aún más cuando se acepta alegre­mente a la luz de la esperanza eterna; y se diviniza todavía muchísimo más cuando se acepta por amor a la cruz, como astilla de la misma, como migaja y reflejo de los sufrimientos en que se envolvió el mayor Amor que ha habido en el mun­do.
El patriotismo del católico es, pues, en este orden, mucho más elevado y sublime que el patriotismo de quien, por su desgracia, no lo es.
El patriotismo, como toda virtud, es razonable.
En ningún tiempo fue la rareza virtud, ni el extremismo virtuoso. Como que la exageración es caricatura, acaso, de la virtud, pero no otra cosa. Quien agranda la prudencia mi­rándola con cristales de aumento, cae en la timidez; quien la restringe demasiado, incurre en temeridad; quien es limos­nero, puede llegar a ser pródigo si da más de lo que razona­blemente puede, o avaro si estrecha demasiado los cordones de su bolsa.
Y no sólo es razonable la virtud, sino que es la flor misma de la razón, lo más exquisito de ella. Si de cualquier acto humano pudiera evaporarse el contenido en una alquitara, una vez desaparecido el poso del elemento hombre, quedaría lo razonable y lo virtuoso químicamente puro, si vale la com­paración. Lo cual, aplicado al patriotismo, da una doble con­clusión: que el patriotismo ha de ser razonable, y que el pa­triotismo virtuoso es de más quilates que el procedente de un carácter expansivo o de un espíritu puramente sentimental.
¿Es acaso menos patriota el que en el frente de batalla se agazapa en la trinchera cuando el sacrificio de su vida va a resultar estéril, que el que la expone a tontas y a locas? O: ¿no vale más el jefe que, para salvar vidas y posiciones, se retira ordenadamente al dictado de su técnica, que el que, sin ciencia y sin razón, inmola vanamente a los suyos, imposibili­tándolos para un futuro de victorias?
Patriotismo en retaguardia, es también obediencia, es a menudo trabajo oscuro que a los ojos del necio no brilla, pero ante quien tiene luces de mando resplandece; patriotismo, so­bre todo, en el cristiano, es luz que nunca se extingue a los ojos de Dios, que escudriña corazones y sentimientos, y sopesa sabiamente el valor del sacrificio.
Muchas veces puede ser más grande el ocultamiento de la propia personalidad ante una victoria de conjunto, porque es más sacrificio y más patriotismo; el soldado desconocido, cuyo patriotismo nadie elogió ni apareció en ninguna orden del día, es de más alta ejemplaridad, acaso, que muchos cuyos nombres figuraron en las orlas y cuyos pechos van es­maltados de cruces y condecoraciones.
Siendo lo más razonable de lo razonable dirigirlo todo a Dios, de Quien procede todo y a Quien va dirigido todo; servir a Dios por Él mismo, y servir a quienes a Dios representan, por mandato del mismo Dios; el verdadero patriotismo, como molde en que se vacía un alma cristiana y limpia que sabe enderezar sus obras a Dios, es flor de caridad y nata exqui­sita de la más pura leche de virtud.
Por eso, el lema de nuestros valientes muchachos, que en trincheras y hospitales mueren al grito de ¡Por Dios y por la Patria!, expresa un acto heroico de patriotismo, significa una sublime inmolación en aras de la patria, haciendo de ésta pedestal del mismo Dios; es, a la vez, confesión de la patria y confesión de Dios. Y quien muriendo por la patria, a la pa­tria confiesa, es mártir de la patria; y quien muriendo por Dios, a Dios confiesa, es mártir de Dios. Quien por Dios y por la patria muere en una guerra religiosa, sabiendo esca­lonar en su debida jerarquía estos valores, mártir es de la patria y mártir es de Dios.
No es ésta afirmación vana ni argumentación caprichosa. De Santo Tomás son estas palabras que voy a traducir: “Cuando alguno muere por el bien común, sin que este bien sea referido a Cristo, no merece la aureola (del martirio); pero quien muere por el bien común y éste es referido a Cris­to, merecerá la aureola y será mártir, como lo será, por ejemplo, quien defendiendo a la nación del ataque de enemigos que tratan de corromper la fe de Cristo, halla la muerte en el combate”. No puede ser el santo más explícito ni más consoladora su doctrina.
Y no es preciso, como alguien pudiera erróneamente creer, que para que sea mártir el defensor de los intereses de Dios y de la patria haya de abandonar su fusil, y parar su ametralladora, y dejarse matar como un cordero inocente. No hay tal. Porque basta que sea voluntaria, y en principio lo es, en el soldado la aceptación de la muerte en cuanto que vo­luntariamente va al combate; y basta que reciba la muerte de manos del enemigo de la fe por odio a ella, para que el martirio sea una realidad.
No importa que la Iglesia no acostumbre a tener públi­camente por tales en sus altares a los que así mueren (porque Ella quiere atestiguar plenamente antes de declarar infali­blemente la realidad del martirio, muchas circunstancias nada fáciles de atestiguar), para que tales soldados sean mártires. No serán mártires canonizados, acaso ni fácilmente canoni­zables, dado el cúmulo de testimonios que la Iglesia exige para declarar mártires a los que por Cristo han derramado su sangre; pero serán -y es lo que vale- verdaderos mártires de Dios y de su Iglesia.
Nada de esto ocurre en guerras de ideales capitalistas o de puras conquistas territoriales, aun cuando sean guerras justas y meramente defensivas. En éstas “sería inexacto atri­buir a la muerte del soldado muerto en el campo de batalla el mismo valor y la misma recompensa que a la muerte de un mártir, aún cuando la muerte del soldado ofrendada generosamente en el campo de batalla al deber militar, pueda dar cierto derecho a una muy especial esperanza de la salud eterna de quien así sucumbe”. Así hablaba el P. La Briere en una conferencia de 15 de mayo de 1915.
La diferencia es bien patente. Esto sucede en las guerras justas donde el ideal explícito de Dios no existe; pero en una guerra religiosa en que se quiere barrer la irreligión bolche­vique o la barbarie comunista y atea, el doble ideal escalo­nado -de Dios y de la patria- no sólo vive, sino que señala el índice de un patriotismo cristiano que puede llegar a co­ronarse de un verdadero martirio por Dios y por la patria.
El patriotismo fundido en el grito de ¡Por Dios y por la Patria! es, pues, caridad sublime. Y, sábelo cualquier cristiano: la caridad es la reina de todas las virtudes. La caridad, decía San Pablo a sus amigos y discípulos de Corinto, es sufridora y es amable; no daña a nadie, no sabe alegrarse del mal ajeno, no entiende de envidias rastreras, no tiene celos ni celotipias, no se engríe en la prosperidad, pero tampoco se abate en la adversidad. He ahí trazadas de mano maestra las características auténticas del patriotismo hijo de la caridad cristiana. El patriotismo que sabe luchar con las armas en la adversidad, no tiene alma ci­catera y ruin en el triunfo de la paz; el que en las tormentas no se hunde, tampoco en las bienandanzas vanamente se en­gríe. Es fuerte consigo mismo y amable con el enemigo. So­bre todo, sabe dar la paz al vencido.
Patriotismo que acusa sin razones, que se ceba en el caído, que sufre con el crecimiento de otros, no es patriotismo au­téntico, no es caridad, sino refinado egoísmo que se aprove­cha de su ventaja para llenarse de sus propias esencias.
El patriotismo, como la caridad, no muere nunca: se ma­nifiesta en la guerra como en la paz; en aquélla, con las armas en la mano si es preciso; en ésta, con el bálsamo de la caridad, sin la cual la máquina de la justicia se atasca. Que aunque para el restablecimiento del orden social, es, ante todo, ne­cesaria la justicia, pero en el abrazo estrecho que la justicia y la paz han de darse, no puede faltar la caridad, que es ma­dre de la verdadera paz, como lo explica bien claramente San­to Tomás, al señalar como efectos de la caridad -efectos que yo lógicamente extiendo al patriotismo, según la doctrina ya indicada- el gozo, la paz, la concordia, la misericordia, la beneficencia, la limosna y la corrección fraterna.
No da materia este artículo para hablar ampliamente de estos efectos, pero baste una somera indicación de ellos como piedra de toque del verdadero patriotismo, que ha de mani­festarse en la paz, la misericordia, la limosna, la corrección fraterna, que tan a menudo habrán de ponerse en práctica en la actual situación española. La caridad -sigue hablando San Pablo, y sigo yo extendiendo sus consideraciones al patriotismo auténtico y sobre­natural -es eterna: no muere jamás. No es como las demás virtudes: no es como la fe, que se apaga en el cristiano cuando llega, en la gloria, a ver a Dios; ni como la esperanza de la vida eterna, que cesa en el viandante en el momento de conquistar la gloria. No; la caridad del cristiano no se apaga ni se extin­gue con la muerte, sino que, sublimada, purificada y enrique­cida, en el cielo sigue viviendo en inmensa hoguera de amor a Dios y a los santos. La caridad es eterna; como lo añejo, que gana con el tiempo, la caridad se sublima en la eternidad. El patriotismo, a su manera, es eterno también.
¡Por Dios y por la Patria! Este es el lema y esta la expresión del verdadero patrio­tismo. Así el esfuerzo de acá abajo se aureola con la caridad de acá abajo, y se sublima con los méritos adquiridos en la eter­nidad inacabable. Así se abrillanta una virtud que el patriota cristiano extrae del civismo, en que la mantiene quien no conoce a Cristo, y la eleva hasta la sobrenaturalidad y hermosura de quien ama a la patria por Dios y para Dios. Así es sublime la virtud del patriotismo, y sublime su fórmula, “Por Dios y por la Patria”. Así puede orlar al muerto por la patria la aureola del martirio, porque murió por la patria, pero mirando por encima de ella a Dios, y sólo a Dios.