La bancarrota de las creencias, Ediciones Tierra y Libertad, Barcelona, 1936 (Archivo La Alcarria Obrera)
Ricardo Mella es, sin duda ninguna, el más interesante teórico del anarquismo hispano, una categoría en la que no sobran las personalidades de valía. Si en España los anarquistas han escrito muchas de las páginas más brillantes de la historia del movimiento libertario, la aportación de los ácratas peninsulares al ideario anarquista ha sido de mucho menor interés. Además, los más destacados pensadores, como Ricardo Mella o Juan Montseny, no participaron activamente de la vida societaria de las siempre activas organizaciones libertarias, un distanciamiento que no impidió que su labor y su trayectoria personal fuesen unánimemente reconocidas por personas de toda idea y condición, como se puso de manifiesto en el entierro multitudinario de Ricardo Mella. Aquí ofrecemos uno de sus textos, que dio título a un folleto editado en Barcelona en 1936.
La fe tuvo su tiempo; tuvo también su quiebra ruidosa. No quedan en pie a estas horas, sino solitarias ruinas de sus altares.
Si preguntáis lo mismo a las gentes cultas que a las que todavía llevan taparrabo intelectual, y quieren contestaros en conciencia, os dirán que ha muerto para siempre la fe: la fe política, la fe religiosa, hasta la fe científica, que ha defraudado tantas esperanzas.
Muerto todo el pasado, las miradas se dirigieron al sol naciente. Las ciencias tuvieron sus himnos triunfales. Y sucedió que la multitud dióse nuevos ídolos, y ahora mismo andan por ahí los conspicuos de las creencias nuevas predicando a diestro y a siniestro las excelsas virtudes de la dogmática científica. La logorrea peligrosa de encomiásticos adjetivos, la charla sempiterna de los labios de guardarropía, nos pone en trance de que con razón se proclame la bancarrota de la ciencia.
En realidad de verdad no es la ciencia la que quiebra en nuestros días. No hay una ciencia, hay ciencias. Y lo que no existe no puede quebrar. Si se pretendiera todavía que aquello que está en perpetua formación, aquello que constituye o va constituyendo el caudal de los conocimientos, hace bancarrota en nuestra época, demostraría únicamente quien tal dijera, que buscaba en las ciencias lo que ellas no pueden darnos. No quiebra la labor humana de investigar y conocer; lo que quiebra, como antes se quebró la fe, son las creencias.
La comodidad de creer sin examen, unida a la pobreza de la cultura general, ha dado por resultado que a la fe teológica haya sucedido la fe filosófica, y más tarde la fe científica. Así, a los fanáticos religiosos y a los fanáticos políticos, siguen los creyentes de una multitud de “ismos”, que si abonan la mayor riqueza de nuestro entendimiento semiemancipado no hacen sino confirmar las atávicas tendencias del humano espíritu.
Pero ¿qué significa el clamoreo que a cada paso se levanta en el seno de partidos, escuelas y doctrinas? ¿Qué es ese batallar sin tregua entre los catecúmenos de una misma iglesia? Es sencillamente que las creencias quiebran.
El entusiasmo del neófito concurre lo mismo que la aparición de nuevas doctrinas a la elaboración de las creencias. Se anhela algo mejor, se busca un ideal, se desea ejercitar las actividades en algo noble, elevado, grande, y apenas hecho ligero examen, si se topa con la nota que repercute armónicamente en nuestro entendimiento y en nuestro corazón, se cree. La creencia arrástranos entonces a todo; dirige y gobierna nuestra existencia entera; absorbe todas nuestras facultades. De este modo es como las capillas, como las iglesias, chicas o grandes, se alzan por todas partes. La creencia tiene sus altares como los tuvo la fe.
Mas hay una hora fatal, inevitable, de interrogaciones temibles. Y esta hora es aquella en que un pensamiento maduro se pregunta a sí mismo la razón de sus creencias v de sus amores ideológicos. .
La palabra ideal, que era algo así como la nebulosa de un dios en cuyo altar quemábase el incienso de nuestros entusiasmos, se bambolea entonces. Algo se desmorona dentro de nosotros mismos. Vacilamos como edificio cuyos cimientos flaquearan. Sentímonos molestos con los compromisos de partido y de opinión, tal como si nuestras propias creencias llegaran a convertirse en atadero inaguantable. Creíamos en el hombre y ya no creemos. Afirmábamos en redondo la virtud mágica de ciertas ideas y ya no osamos afirmarla. Gozábamos el entusiasmo de una regeneración positiva e inmediata y ya no lo gozamos. Sentimos miedo de nosotros mismos. ¡Qué prodigioso esfuerzo de voluntad para no caer en la más espantosa vacuidad de ideas y de sentimientos!
Allá va la multitud arrastrada por la verbosidad de los que no llevan nada dentro y por la ceguera de los que creen andar repletos de grandes e incontestables verdades. Allá va la multitud prestando con la inconsciencia de su acción vida aparente a un cadáver cuyo enterramiento no espera sino la voluntad fuerte de una inteligencia genial que arranque la venda de la nueva fe.
Pero el hombre que piensa, que medita sobre sus opiniones y sus actos, en la silenciosa soledad a que le lleva la insuficiencia de las creencias, esboza el comienzo de la gran catástrofe, presiente la bancarrota de todo lo que mantiene n la humanidad en pie de guerra.
Las polémicas ruidosas de los partidos, las batallas diarias de personalismos, de enconos, de odios y de envidias que ponen de relieve todas las vanidades, todas las ambiciones, todas las pequeñas y grandes miserias que cogen al cuerpo social de arriba abajo, no significan otra cosa sino que las creencias hacen quiebra por doquier.
Dentro de poco, tal vez ahora mismo, si profundizáramos en la conciencia de los creyentes, de todos los creyentes, no hallaríamos sino dudas e interrogaciones. Confesarán pronto sus incertidumbres todos los hombres de bien. Sólo quedarán afirmando la creencia cerrada aquellos que de afirmarlo saquen algún provecho, del mismo modo que los sacerdotes de las religiones y los augures de la política continúan cantando las excelencias de la fe que aun después de muerta les da de comer.
¿Es, acaso, que la humanidad va a precipitarse en el abismo de la negación final, la negación de sí misma?
No pensemos como viejos creyentes que lloran ante el altar que se derrumba. La humanidad no hará otra cosa que romper otro anillo de la cadena que la aprisiona. El estrépito importa poco. Quien no se sienta con ánimos para resistir al derrumbamiento, hará bien en retirarse.
Hay siempre caridad para los inválidos.
Creímos que las ideas tenían la virtud soberana de regenerarnos, y nos hallamos ahora con que quien no lleva en sí mismo elementos de pureza, de justificación y de veracidad, no los puede tomar a préstamo de ningún ideal. Bajo el influjo pasajero de un entusiasmo virgen parecemos renovados; más al fin, el medio ambiente recobra su imperio. La humanidad no se compone de héroes y genios; y así, aun los más puros, se hunden al fin en la inmundicia de todas las pequeñas pasiones. La hora en que quiebran las creencias es también la hora en que se conoce a todos los defraudadores.
¿Estaremos en un círculo de hierro? Más allá de todas las hecatombes, la vida brota de nuevo. Si las cosas no se modifican conforme a nuestras tesis particulares, si no suceden tal como queremos que sucedan, ello no abona la negación de la realidad de las calidades. Fuera de nuestras pretensiones de creyentes, la modificación persiste, el cambio continuo se cumple, todo evoluciona, medio, hombres y cosas.
¿Cómo? ¿En qué dirección? ¡Ah! Eso es precisamente lo que queda a merced de la inconsciencia de las multitudes: eso es lo que en último término decide un elemento extraño a la labor del entendimiento y de las ciencias: la fuerza.
Después de todas las propagandas y de todos los progresos de los tiempos, la humanidad no tiene, no quiere tener, más credo que la violencia. ¿Acierta? ¿Se equivoca?
Y es fuerza que aceptemos las cosas como son, y que, aceptándolas, no flaquee nuestro espíritu. En el momento crítico en que todo se desmorona en nosotros y alrededor de nosotros; cuando nos penetramos de que no somos ni mejores ni peores que los demás; cuando nos convencemos de que el porvenir no se encierra en ninguna de las fórmulas que aún nos son caras, de que la especie no se conformará jamás a los moldes de una comunidad determinada, llámese A o llámese B; cuando nos cercioramos, en fin, de que no hemos hecho más que forjar nuevas cadenas, doradas con nombres queridos, en este momento decisivo es menester que rompamos todos los cachivaches de la creencia, que cortemos todos los ataderos y resurjamos a la independencia personal más firmes que nunca.
Si se agita una individualidad vigorosa dentro de nosotros, no moriremos moralmente a manos del vacío intelectual. Hay siempre para el hombre una afirmación categórica, el “devenir”, el más allá que se aleja sin tregua y tras el cual es preciso correr, sin embargo. Corramos más aprisa cuando la bancarrota de las creencias es cosa hecha.
¿Qué importa la seguridad de que la meta se alejará eternamente de nosotros? Hombres que luchen, aun en esta convicción, son los que se necesitan; no aquellos que en todo hallan elementos de medro personal; no aquellos que nacen de los intereses de partido banderín de enganche para la satisfacción de sus ambiciones; no aquellos que, puestos a monopolizar en provecho propio, monopolizarían hasta los sentimientos y las ideas.
También entre los hombres de aspiraciones más sanas se hace plaza el egoísmo, la vanidad, la petulancia necia y la ambición baja. También en los partidos de ideas más generosas hay levadura de la esclavitud y de la explotación. Aun en el circulo de los más nobles ideales pululan el charlatanismo v el endiosamiento; el fanatismo, pronto a la intransigencia con el amigo, más pronto a la cobardía con el adversario; la fatuidad que se hombrea al amparo de la ignorancia general En todas partes la mala hierba brota y crece. No vivamos de espejismos.
¿Dejaremos que nos aplaste la pesadumbre de todo lo atávico que resurge, con nombres sonoros, en nosotros y alrededor de nosotros?
Erguirse firme, más firme que nunca, poniendo la mira más allá, siempre más allá de una concepción cualquiera, revelará al verdadero luchador, al revolucionario de ayer, de hoy y de mañana. Sin arrestos de héroe, es menester pasar impávido al través de las llamas que consumen la mole de los tiempos, arriesgarse entre las maderas que crujen, los techos que se hunden, los altos muros que se desploman. Y detrás no quedarán sino cenizas, cascote, informes escombros que habrán aplastado la mala hierba.
Para los que vengan después no restará más que una obra sencilla: desembarazar el suelo de obstáculos sin vida.
Si la caída de la fe ha permitido que en campo fértil del humano espíritu crezca la creencia, y la creencia a su vez vacila y se inclina marchita hacia la tierra, cantemos la bancarrota de la creencia, porque ella es un nuevo paso en el camino de la libertad individual.
Si hay ideas, por avanzadas que sean, que nos han atado al cepo del doctrinarismo, hagámoslas añicos. Una idealidad suprema para la mente, una grata satisfacción para el espíritu desdeñoso de las pequeñeces humanas, una fuerza poderosa para la actividad creadora, puesto el pensamiento en el porvenir y el corazón en el bienestar de todos los hombres, quedará siempre en pie, aun después de la bancarrota de todas las creencias.
En estos momentos, aunque se espanten los mentecatos, aunque se subleven los encasillados, bulle en muchos cerebros algo incomprensible para el mundo que muere; más allá de la anarquía hay también un sol que nace, que en la sucesión del tiempo no hay ocaso sin orto.
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