La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

26 de diciembre de 2013

Manifiesto del Carlismo en 1942

El 25 de julio de 1942, cuando aún se daba por descontada la victoria de las potencias fascistas en la guerra que asolaba a Europa y el mundo, los carlistas hicieron público un manifiesto, que ahora reproducimos, que es, en nuestra opinión, tan significativo como poco conocido. En él se pone de manifiesto la evidente oposición de los carlistas al nuevo Estado salido de la Guerra Civil y a la alianza de militares y falangistas que lo dirigía, el rechazo a colaborar con las instituciones del régimen, a veces inspiradas en propuestas carlistas pero siempre adulteradas, y las limitaciones a la libre organización y expresión del carlismo. Pero también quedan en evidencia el peso de la Guerra Civil y de la represión posterior, que había creado un pacto de sangre entre los carlistas y el general Franco, y la ingenuidad del carlismo, que se entretiene en disquisiciones dinásticas y menudencias jurídicas, mientras los partidarios de Juan de Borbón preparaban un golpe militar al mismo tiempo que negociaban con las potencias aliadas. Esa ingenuidad, con aromas a un pasado que ya no iba a volver, recorre todo el documento.

DECLARACIÓN DE LA COMUNIÓN TRADICIONALISTA
Unida y disciplinada, la Comunión Tradicionalista, que se encuentra en plenitud de su fe, de su razón y de su fuerza, ha examinado de nuevo la dolorosa realidad nacional y sus posibles remedios, y juzga necesario volver a declarar su posición y sus soluciones a España, saliendo al paso de los equívocos y confusiones que siembran los que sólo en este medio pueden encontrar terreno propicio a sus maniobras.
El curso de los acontecimientos confirma el acierto de su dirección política. Donde la Comunión Tradicionalista se colocó en 1937, está hoy la nación entera. Podrán imponerse momentáneamente soluciones distintas a las suyas, traídas por el nerviosismo, por el rencor o la improvisación; pero frente a todas, se ofrecerá más sereno, más claro y firme el camino de salvación que ella señaló y que nadie ha podido después superar ni mejorar.
Afirmada en él, la Comunión no encuentra medio de modificar su oposición al actual estado de cosas. Cree que el daño producido puede ser irremediable si tal situación se prolonga, y que llegará al mayor grado si en lugar de cambiar el sistema desde sus fundamentos, se empeñase alguien en salvarlo de su inevitable ruina, amparándolo en el prestigio de otras instituciones que, como las Cortes orgánicas o la Monarquía, la nación anhela, precisamente porque representan la antítesis de lo imperante.
Cuando un sistema fracasa, es desgraciadamente frecuente que pretenda salvarse acogiéndose a las instituciones de otro. Pero en tales intentos ninguno ha conseguido otra cosa que dejar en ellas su propio descrédito.
Esto ha de ocurrir necesariamente con las Cortes que se quieren instaurar, ridícula parodia de aquellas gloriosas Cortes de Castilla que, como las no menos gloriosas de Aragón, Cataluña y Valencia, fueron expresión y cauce de las legítimas libertades y de los derechos sagrados de los pueblos, y dique razonable y justo de las posibles extralimitaciones y abusos del poder real, que no puede ser un poder absoluto y personal como el que actualmente impera en España, a cuyo arbitrio queda de modo directo o indirecto la designación de los que llama Procuradores, nombre de estirpe tradicionalista, pero que no convierte en verdaderas Cortes tradicionales a las que, por la ley de su instauración, no son trasunto fiel del organismo nacional, ni reflejo de las fuerzas vivas, morales y materiales de España. Por eso la Comunión Tradicionalista no puede prestar su asentimiento a tales Cortes, que bien pueden calificarse de “Cortes de Caudillaje”.
No, como antes decimos, aunque pretenda el régimen imperante acogerse a instituciones tradicionales, lo hará sólo en el nombre, pero no logrará otra cosa que transmitirle su propio descrédito.
A los sentimiento de todos para con España, apelamos, a fin de que el cambio que por momentos se hace más inevitable, no sea de un hombre por otros hombres, sino de un sistema por otro de verdaderas instituciones definitivas.
No es posible que afrontemos las profundas convulsiones que se avecinan, ni los reajustes de pueblos y territorios que habrán de seguir a la guerra y trastornar la faz del mundo, estando en una situación interina y provisional, inseguros de nosotros mismos y a merced de los azares de un porvenir lleno de incertidumbres.
La Comunión Tradicionalista siente la inquietud y la responsabilidad más grave ante esta sola hipótesis y desea responder a ellas.
Precisamente por ser la restauración monárquica el final necesario de este proceso y porque en la Comunión, la fuerza monárquica por excelencia, está obligada a manifestar sin equívocos su posición con respecto a la misma.
Si, como se propuso al Generalísimo en los escritos del 10 de marzo de 1939, el Ejército, presidido por él, hubiese instaurado, al concluir la guerra, la Regencia legitimista y nacional, otra sería la situación de España.
Una forma política definitiva, el Reino de España, hubiera dado a la nación el convencimiento de haber alcanzado una meta digna de la guerra y ofrecido cimientos firmes a la reconstrucción nacional, bajo un régimen para todos y unas instituciones nacionales e históricas, la reconciliación y la unidad se hubieran hecho fáciles y la restauración tendría un instrumento autorizado y eficaz para realizarlas.
No se atendieron nuestras desinteresadas peticiones, y hoy que el cambio se hace inevitable, los distintos proyectos de restauración ofrecen el peligro gravísimo de comprometer la suerte de la futura Monarquía.
No se puede, en efecto, pensar que venga traída por lo actual. Si este ensayo ha fracasado en su cometido propio, ¿cómo ha de pretender dar vida a un régimen nuevo? La corriente monárquica que hoy existe, aparte del Tradicionalismo, está constituida principalmente por la oposición a lo imperante. Un Rey traído por “el partido” o por el Caudillo, sería el heredero forzoso de todos los errores cometidos y no respondería a los anhelos de la nación.
Un Rey traído por un golpe militar conseguiría, a lo más, derribar la actual situación; pero sería igualmente funesto. Porque deudor a los que le trajesen, prejuzgando con el hecho consumado un problema tan hondo como el dinástico que afecta a toda la revisión histórica que tiene planteada España, acosado por los intereses creados, vacilando entre las más distintas doctrinas y principios, servido por una escuela monárquica tan extranjera como la del “Partido único”, y sin más apoyo que la frivolidad de unas gentes trabajados por la impaciencia o el rencor, e incapaces de sacrificio, volvería a reproducir, tras las aclamaciones inconscientes de los primeros días, el triste espectáculo del poder mendigando colaboraciones, improvisando ensayos y tanteando soluciones, para concluir derrumbando miserablemente con sus manos la última esperanza de este gran pueblo, al que unos pocos quieren poner al nivel de su oportunismo y de su pequeña ambición.
La Comunión Tradicionalista necesita repetir que no colaborará jamás en estos intentos y que con todas sus fuerzas, antes, en su momento crítico o después se opondrá decididamente a ellos y trabajará contra su realización.
A tal fin, advierte a todos la falsedad de los rumores que atribuyen al Tradicionalismo, como se hace en un escrito recientemente publicado, un acuerdo con los partidarios de D. Juan de Borbón, a base de reconocimiento de éste.
La Comunión Tradicionalista ha marcado su camino y reitera que no aceptará más restauración monárquica que la planteada sobre la base de la Regencia Legitimista, único órgano nacional capacitado para llevarla a cabo y cuya instauración se hace ya inaplazable.
El comienzo de cualquier actuación de D. Juan de Borbón el reclamar el trono de España, intentando adelantarse a una solución verdaderamente nacional, provocaría una repulsa total, completa y absoluta de la Comunión Tradicionalista, aun aparte de sus dirigentes, que en tanto lo son en cuanto sirven el pensar y el sentir de la misma, y que se vería en la necesidad de recoger este sentimiento, declarando la incompatibilidad total de la Comunión con la persona de D. Juan.
Ofrecida la fórmula de la Regencia como solución eminentemente nacional, por virtud de la cual se instaura primeramente la Monarquía con todos sus órganos fundamentales, para discernir, después, en función judicial y con todas las posibles garantías de imparcialidad, quien sea el Príncipe de mejor derecho, se ha brindado con ello la única y más eficaz fórmula de unión de cuantos desean la restauración monárquica, apartando toda cuestión personal, dinástica o de grupo.
La intransigencia no está, ciertamente, en esta actitud, sino en la de quienes quieren la proclamación de D. Juan, anteponiendo lo personal a lo institucional y resolviendo anticipada y prematuramente la cuestión en favor de un candidato y de un grupo, sin imparcialidad alguna y sin la garantía de un procedimiento que arranque de la misma legitimidad, manteniendo, por tanto, la desunión al oponerse a la única solución y acuerdo verdaderamente nacionales.
Cree la Comunión Tradicionalista que cualquier Príncipe que sienta la Monarquía Tradicional española en toda su realidad y grandeza, tiene que considerar cuestión esencial el restablecimiento de las instituciones características y fundamentales de la misma, superiores en orden y en necesidad a su derecho personal, de tal modo que al anteponer este derecho, la restauración monárquica queda reducida a una reivindicación patrimonial.
Igualmente es para el Tradicionalismo inconcebible que quien se considere titular de la Monarquía Tradicional española en toda su realidad y grandeza, pueda mirar con indiferencia el núcleo de lealtades que le apoyaron durante más de un siglo a costa de los mayores sacrificios.
Nuestro empeño es mucho más profundo y generoso. Queremos restaurar un pueblo en todas las manifestaciones de su vida y no sólo restaurar a un príncipe en el trono. Estamos decididos a imponer desde el primer momento unos principios de honradez y rectitud políticas, sin las cuales todo intento de renovar nuestra vida nacional sería estéril, y buscamos en este momento, verdaderamente trascendental, el ejemplo de las mayores virtudes y gestas históricas en vez del fácil y trivial precedente del último golpe de Estado, aunque sin perder jamás de vista a las realidades presentes.
Finalmente, la Comunión Tradicionalista, que ha ofrecido y que mantiene la fórmula de la Regencia legitimista, proclama que se encuentra capacitada para llevarla a cabo y puede hoy aceptar plenamente la responsabilidad de su instauración y mantenimiento.
Acogiendo con profunda satisfacción las adhesiones que de todas partes nos llegan cada día, invitamos a todos los sectores de la nación para que se incorporen a la Regencia legitimista, como fórmula única de restauración del patrimonio político y de las actividades de España.
Estamos seguros de que si pudiéramos exponer libremente a la nación nuestro pensamiento y nuestras soluciones y explicarle nuestra conducta, se pronunciaría unánimemente en nuestro favor. Es más, afirmamos que tiene derecho a conocerlos, y que privarle de este conocimiento es impedirle que encuentre el camino de su salvación y de su salud.
No se diga que nuestras doctrinas están incorporadas al nuevo Estado. Lejos de eso, están por él desconocidas y adulteradas, y no ha habido situación en que hayan sufrido más daño.
Las ideas que fueron buenas para llevar a los Requetés a la muerte en aquel inolvidable Alzamiento, cuyo aniversario acabamos de celebrar, no pueden ser repudiadas ni reducidas al silencio ahora, y tienen derecho a ser libremente propagadas y defendidas.
Déjese hacerlo así y España juzgará de su acierto, de su virtualidad y de la fidelidad con que han sido recogidas. No pedimos que se nos deje manifestarnos sino sobre cosas lícitas, cuyo elogio se ha hecho mil veces durante la guerra. Porque sin incurrir en viejos errores, es evidente que contra el honrado sentir de todo un pueblo no se puede ir. Seguros de nuestra razón y de nuestro derecho, no tenemos hoy inconveniente en invocarlo y requerirlo.
Y así lo hacemos, respondiendo a la obligación sagrada que nos impone la sangre de tantos Requetés muertos en la guerra; el sacrificio de tantos mártires y perseguidos por sustentar y defender nuestros sacrosantos ideales, la constancia en la defensa de estos mismos ideales del pueblo, del verdadero pueblo español de todas las regiones, si diversas en usos, costumbres e instituciones jurídicas, unidas estrechamente en el amor a Dios, a nuestra patria España y al Rey, encarnación y remate de la gloriosa Monarquía tradicional española, con todas sus venerandas instituciones populares.
Hora es ya de que se nos oiga y se nos atienda.
Apelamos al juicio de todos los españoles. Todos reconocen cuán decisiva fue para el éxito del glorioso Alzamiento nacional la participación en él de millares y millares de Requetés. ¡Notoria injusticia es olvidar aquellos sacrificios, como de hecho se han olvidado por los actuales dirigentes del Estado!
Ante tal injusticia, nuestro silencio sería un crimen y una traición. Queremos ser dignos hermanos de cuantos derramaron su sangre por la Patria.
En su nombre, pues, levantamos nuestra voz, llamando a todos los españoles a la unión que representan estos gritos, con los cuales en los labios murieron tantos valientes:
¡Viva Cristo Rey!
¡Viva España!
¡Viva el Rey!
A 25 de julio de 1942, festividad de Santiago Apóstol, Patrón de España

19 de diciembre de 2013

La mujer en el hogar, de Isabel Giménez Ruiz

En el periódico republicano El Atalaya de Guadalajara se publicó el 18 de abril de 1893 un artículo muy significativo titulado “La mujer en el hogar”, del que era autora Isabel Giménez Ruiz, una maestra que había nacido en el año 1848 en el pueblo de Huete, en la Alcarria conquense, y que mostraba una comprensión muy ajustada y una visión muy avanzada sobre el papel de la mujer en la España de su tiempo. Huyendo de debates accesorios, y evitando cualquier rasgo que pudiese ser considerado prueba de soberbia intelectual, defendía la dignidad de las mujeres y alertaba de que los vertiginosos avances políticos y sociales que estaba conociendo el siglo XIX que ya terminaba, no se habían traducido en cambios significativos para las mujeres que, por el contrario, habían retrocedido. Creemos que es el primer texto abiertamente feminista que se publicó en Guadalajara y por eso lo publicamos aquí como público reconocimiento.

LA MUJER EN EL HOGAR
No es mi ánimo suscitar cuestiones sobre los derechos de la mujer, de si es o no conveniente que por medio del estudio se eleve a los más altos puestos, pues plumas mejor cortadas que la mía y talentos más esclarecidos han demostrado con abundantes razonamientos el pro y el contra de tan arduo asunto.
Y tan completas demostraciones obliga a confesar a hombres de reconocido talento (sin que nadie les obligue): “Es cierto que la mujer puede reemplazarnos en casi todas las profesiones; pero nosotros no podemos reemplazar a la mujer debidamente en el hogar”.
Sentado, pues, este precedente irrefutable, siendo la mujer la única para todos los quehaceres domésticos, para el cuidado esmerado y minucioso de un enfermo querido, practicando en estos casos a su cabecera actos del mayor heroísmo y abnegación, se la ve noche y día acudir solícita a su alivio, sin que su espíritu poderoso se deje vencer por la materia cansada.
Si se la considera como madre, ¿qué os diré mis queridos lectores? Nada nuevo, pues en la conciencia de todos están tiernamente grabados cuantos cuidados, desvelos y sacrificios han merecido de la tierna madre a quien deben la vida, y pálido resultará cuanto pueda decir para encarecer las virtudes de la buena madre de familia.
Pero aquí es a donde quiero traer esta poderosa cuestión, para llamar la atención sobre un punto de extremada necesidad y de general provecho, si fuera convenientemente atendido.
Sólo la mujer ha retrocedido, en el siglo de los adelantos, a los tiempos en que gemía como abyecta esclava.
Y que no asuste a nadie mi humilde aserto. La mujer es considerada hoy, para una gran parte de hombres, como una cosa; para otros, como un instrumento de placer, y para muchos, como una esclava miserable; sus trabajos en el hogar son menospreciados con punible desdén, y sus sacrificios escarnecidos. Siendo lo más lamentable, que los esposos que obran así prohíben a la infortunada esposa que eduque y enseñe convenientemente a sus hijos.
Con frecuencia escuchamos de aquellos seres, dirigiéndose a sus hijos: “No hagas caso de tu madre, dile que no te da la gana”. Y frases más duras y soeces.
Ved ahí explicada la causa de nuestro retroceso; a medida que el hombre avanza en su desenfreno, usando de las prerrogativas que las leyes le conceden, se erige en señor y dueño de vida y hacienda de la que Dios le dio por compañera. A medida que avanza, repito, oprime más y más la cadena en que gime su desgraciada víctima.
Los resultados de tan lamentable retroceso, no pasa día sin que se dejen sentir. El crimen, con horribles detalles a cuál más espantoso, es resultado del poco respeto que la pobre madre inspira en el hogar doméstico. ¿Podría evitarse? En gran parte sí.
Concediendo a la mujer más protección en las leyes judiciales, pues si bien se reflexiona, las vigentes son por demás injustas con nosotras, y si estas leyes bastaban en el siglo pasado, al presente no son suficientes, porque la sociedad de hoy no es como la de entonces.
Antes la mujer no necesitaba el escudo de la ley porque era amada y respetada de su esposo y de sus hijos.
Hace algunos años vi en un periódico, ilustrado con preciosos grabados, un hermoso cuadro que dice sobre este asunto más que yo pueda expresar: presentaba a los hijos de antaño yendo a misa cogidos de la mano de su madre y abuelas, con un recogimiento que hoy parecería ridículo, pues a dichos niños ya les apuntaba el bozo.
Los hijos de ogaño los retrataba en las mesas de los cafés contando a docenas sus conquistas amorosas, con estudiadas maneras, saboreando sendos puros y echándoselas los bebés de hombres de mundo.
Nada más fácil que ver desobedecidas a las madres que con lágrimas y sollozos se oponen a que sus hijos (remedo todavía de hombre), salgan de noche con un arsenal entre la faja –relinchando a imitación de las bestias- a destrozar huertos, plantíos, a practicar mil raterías, a producir riñas y escándalos que llenan de luto a sus desventuradas madres, y en vano éstas acuden a sus maridos para que hagan valer su autoridad y sujeta al hijo descarriado; pues se ríe y le contesta: “Déjale, para eso ha nacido hombre”, y esto es lo menos grosero que responden.
Y el hijo sigue haciendo progresos en el vicio y termina en el crimen, sin que las lágrimas de su madre conmuevan al hijo endurecido; y cuando el padre quiere contenerle, es ya tarde: si antes vio impasible la desobediencia de la madre, ahora ve su autoridad pisoteada y no puede rechazar el oprobio que cae sobre su culpable torpeza.
Entre los aristócratas no es menos temible esta falta de respeto y amor a la madre; en sus rostros casi infantiles se dibuja el vicio más asqueroso; la crápula y el despilfarro, los conduce de vicio en vicio al desconocimiento de toda noción moral.
¿Podrán ser buenos esposos estos entes?
No: porque pierden la fe en la mujer y no distinguen a la meretriz de la honrada; están gastados, todo les hastía y hacen de su infeliz esposa una mártir desventurada, víctima con frecuencia, de crueles tratamientos inconcebibles y repugnantes.
Y que no acuda la esposa al Juez pidiendo amparo, porque sus respuestas la llenarán de espanto. Pues en más de una ocasión he oído contestar a una desventurada: “¿La ha matado a usted? Pues no puedo hacer nada”.
Isabel Giménez Ruiz. Illana, 9 de abril de 1893.

12 de diciembre de 2013

El partido progresista y Amadeo I de Saboya

En el periódico La Discusión, de Madrid, se publicó el 18 de octubre de 1871 un manifiesto que resumía la línea política del partido progresista, elemento central y mayoritario del bloque político dominante, aún conmocionado por la muerte del general Juan Prim nueve meses antes y ya bajo la monarquía democrática del rey Amadeo I de Saboya, un régimen político que colmaba todas sus aspiraciones y que encarnaba los principios ideológicos que habían sostenido al liberalismo progresista español desde, por lo menos, el año 1833. Este triunfo político, sin embargo, no estaba exento de problemas y dificultades, y así se ponía de relieve en el texto, que anuncia las rupturas y disensiones que sacudieron a los progresistas cuando más necesitaban estar unidos. Es, en todo caso, un excelente resumen tanto del bagaje ideológico del partido como del momento que vivía el país.
Al partido progresista-democrático y á la nación.
La Revolución de Setiembre, que ha renovado por completo la faz de nuestro país, ha trasformado también radicalmente la organización de los partidos militantes.
Natural era que así sucediese. La Revolución de Setiembre no fue uno de aquellos trastornos efímeros que, turbando por breves momentos el curso ordinario de la vida social, pasan sin dejar rastro, ni huella, ni memoria. Derribando el edificio de los antiguos poderes tradicionales, y levantando sobre nuevos cimientos la fábrica de nuevas instituciones, debe considerarse como una época decisiva de nuestra historia nacional, porque señala el momento solemne en que España, al consumar por fin su completa renovación política, tantas veces intentada sin fruto desde 1808, entra por vez primera en las corrientes del espíritu moderno y en la línea de los pueblos más adelantados.
Este providencial cataclismo, sin establecer solución de continuidad en el curso de nuestro desenvolvimiento histórico, constituye, sin embargo, en el orden moral y político, un completo cambio análogo al que en el orden de la naturaleza experimentan los seres orgánicos: es el desarrollo natural, aunque sorprendente, de la semilla que, depositada por la mano de nuestros padres y regada tantas veces con su generosa sangre, germinaba oculta en el seno de la antigua sociedad española.
Para determinar el gran movimiento de nuestra regeneración y remover los seculares obstáculos que á él se oponían, necesario fue unir, en un instante supremo y en un impulso decisivo, las fuerzas todas de cuantos, mirando con vergüenza, con indignación y con santa ira la mísera postración de nuestra patria, pugnaban por romper sus cadenas, reanimar su espíritu, despertar su mente y enardecer su corazón, haciéndole vislumbrar á lo lejos largos días de gloria y anchos horizontes de libertad.
Unidos para derrocar lo pasado, unidos también debieron mantenerse para echar los fundamentos de lo porvenir; porque preciso era establecer de consuno el credo común de las nuevas agrupaciones políticas, los axiomas fundamentales de la nueva legalidad, y los infranqueables limites del palenque donde en adelante habían de moverse y luchar los nuevos partidos constitucionales.
Complemento necesario, comento fiel y desarrollo elocuente del programa de Cádiz, el manifiesto de 12 de noviembre, firmado por los repúblicos más eminentes de cada procedencia política, fue entonces la gloriosa bandera de la Revolución y es todavía el símbolo de la fe común para todos los partidos que de ella proceden.
Ese mismo espíritu animó después el Código fundamental y las leyes orgánicas, obra del ferviente patriotismo, de las elevadas miras, de la alta sabiduría que en el curso de sus tareas mostraron siempre las Cortes Constituyentes. Los derechos individuales por una parte, y por otra la monarquía democrática, son dos polos sobre los cuales gira la esfera completa de nuestras instituciones políticas; polos que admirablemente se corresponden, manteniendo el equilibrio sin entorpecer el movimiento; porque la monarquía democrática, creada por el derecho del pueblo, consagrada por el sufragio del pueblo, y apoyada en el amor del pueblo, es producto último y símbolo perfecto de la soberanía nacional,  segura garantía de los derechos de todos y clave firmísima del arco de las libertades públicas.
La elección de un príncipe ilustre por su alcurnia, esclarecido por su valor y nacido á la sombra de un trono libera!, consumó el trabajo de aquella insigne Asamblea; y terminada la obra constituyente, fruto de la concordia común, debió cambiar por completo la actitud de las diversas parcialidades políticas al entrar de lleno en el ejercicio perfecto de los poderes constituidos.
Desde la Revolución hasta entonces, no hubo en España verdaderos partidos; hubo sólo dos campos irreconciliables: el que se afanaba por consolidar la obra de setiembre, y el que se esforzaba por impedir aquel patriótico trabajo.
Deponer toda diferencia secundaria de opiniones, en aras del bien general, afirmando solamente los puntos cardinales de la creencia común y aplazando para tiempo más oportuno la determinación de ideas más concretas y de una política definida, debió ser en aquel periodo preliminar y pasajero la conducta de los partidos revolucionarios.
Pero terminado el período constituyente se necesitaba, al entrar en el período constituido, un criterio fijo de administración y de gobierno, imposible de conseguir sin que se deslindase el campo de los partidos, creando los elementos orgánicos de toda nación verdaderamente libre y constitucional.
Un incidente funesto vino á impedir por el pronto separación tan necesaria. La muerte del ilustre general Prim arrebató a la patria el único brazo capaz de conducir en tan críticos momentos, con rumbo fijo y por derrotero seguro, la nave política. La falta de aquel hombre, irreemplazable en el partido progresista-democrático, vino á perturbar el curso natural de los acontecimientos, y ante el riesgo de un total naufragio al tocar el puerto, necesario fue aunar de nuevo todas las fuerzas y volver por un momento á la infecunda confusión de los partidos.
Pronto se descubrió, sin embargo, el anacronismo de semejante conducta y la imposibilidad de tan forzado equilibrio. A fuerza de mutua tolerancia y de patriótica abnegación, consiguieron los ilustres patricios que componían el ministerio de 3 de enero llegar hasta las elecciones, reunir las Cortes y poner en movimiento la máquina Constitucional; pero mal podían imprimir á la política un rumbo determinado, ni llenar, por consiguiente, los altos fines de gobierno propios de un pueblo que entra al cabo en una era de perfecta organización, tras media centuria de vaivenes políticos y de convulsiones revolucionarias.
Los mensajes de las Cortes en contestación al discurso de la Corona, expresión unánime y declaración solemne del sentimiento que á todos los partidos animaba en pro de una conducta franca, definida y enérgica, demostraron claramente que al inaugurarse la era de los nuevos poderes se requería la acción vigorosa, libre y desembarazada de un solo bando; y en el fondo como en la forma de aquellos importantes documentos, nadie dejó de comprender que el partido llamado á dirigir los negocios en el primer momento era el partido progresista-democrático, y que la política necesaria en el primer periodo era la política radical.
Todos vieron la necesidad, tan imperiosa en España como en cualquier pueblo libre, de establecer la balanza de la política interior con la formación de dos grandes partidos, el reformista y el conservador.
Conveniente es, en efecto, que las innovaciones proyectadas por unos hallen en otros aquella prudente desconfianza que, sin degenerar en oposición sistemática ni en obstinada terquedad, modera los ímpetus de la impaciencia y evita resoluciones precipitadas, ilustrando la opinión pública y promoviendo fecundas discusiones, crisol donde se depura la verdad de los principios y la oportunidad de las reformas.
Esa misma resistencia á toda innovación, por sencilla que sea, da al partido conservador, cuando de ella no abusa, tal autoridad y prestigio tan grande en el ánimo de los pueblos, que sólo pueden considerarse permanentes y seguras aquellas instituciones que, combatidas por él cuando estaban en proyecto, son al fin por él admitidas y practicadas cuando la experiencia demuestra su oportunidad y conveniencia para el bien del Estado.
Tal es, en los pueblos verdaderamente libres, el espíritu, el criterio y la conducta del partido conservador: tales deben ser también en España, donde le aguardan días de gloria, si adoptando al cabo un criterio común logra unir bajó una sola enseña esa multitud de bandos divergentes que son como los miembros dispersos de un gran cuerpo despedazado.
Con este partido, impotente para gobernar mientras no consiga fundir en un conjunto homogéneo sus fragmentos disgregados, forma singular contraste el gran partido progresista-democrático, cuya unidad, realizada aun antes de completarse la obra constituyente, se muestra no menos en la fijeza de sus principios que en la uniformidad de su conducta y en la indeclinable constancia de sus propósitos.
La Constitución de 1869, sincera y lealmente observada, es su credo: los derechos individuales, consagración de la personalidad humana; la soberanía de la nación en su más pura y más completa fórmula, el sufragio universal; el trono, la persona y la dinastía de D. Amadeo I, representante del derecho popular, baluarte del orden público y fiel custodio de los derechos comunes, son los artículos fundamentales de su fe política.
Respetar profundamente el sentimiento religioso, y, renunciando para siempre, respecto de la iglesia, á esa mezquina política que tanto la humilló en otros tiempos, otorgarle los beneficios de la libertad constitucional, á cuya sombra tan grandes y necesarios servicios puede prestar á la sociedad de nuestro siglo, conquistando las simpatías del país y la consideración del Estado sin menoscabar en manera alguna la sagrada libertad de la conciencia; emplear toda la severidad que aconseje la prudencia gubernamental, dentro de la Constitución, contra los individuos y las asociaciones que intenten lo que se oponga á la moral, al orden público ó á la seguridad del Estado; elevar y fortalecer las instituciones judiciales, sin cuyo influjo tutelar no es, posible la buena aplicación del sistema represivo, que garantiza el orden sin coartar el libérrimo ejercicio de ningún derecho; dar independencia y vigor á ese poder augusto que, encerrando la acción de cada individuo en el bien trazado círculo de su propio derecho, asegura la inviolabilidad de cada uno, y que, amparando al ciudadano contra las arbitrariedades del poder y contra los abusos de la administración, asegura la libertad de todos; establecer sin demora el jurado, conciencia de la sociedad y complemento necesario e indispensable de nuestro sistema judicial; cumplir el voto de las Cortes Constituyentes realizando la organización municipal del país, base solidísima de la libertad de los pueblos y elemento indispensable de moralidad en su administración; consumar la reforma de nuestra Hacienda con la supresión de gastos inútiles, con el aumento de las rentas públicas y con la elevación del crédito nacional; regenerar la administración, simplificando su organismo, reduciendo por este medio el número de empleados públicos y reservándolos para el mérito y la aptitud; buscar con ahínco y castigar con implacable celeridad la corrupción administrativa donde quiera que se descubra; difundir por todos los ramos de la legislación patria la savia, la escuela y el espíritu de nuestro Código fundamental, para dar al gobierno, á la administración, al derecho, á todas las partes, en fin, del organismo social, aquella unidad que siendo fuente de vida y condición de robustez en cualquier tiempo, es único medio de salvación en los momentos actuales; extinguir á todo trance la rebelión de Cuba y asegurar á toda costa la integridad nacional, sin hacer para ello concesiones que el honor de España no consiente, ni transacciones que el patriotismo de nuestro partido rechaza; y, una vez restablecida la paz, entrar para aquella isla en el camino de las reformas que la Constitución de 1869 ha ofrecido libremente á nuestros conciudadanos de Ultramar, y que han comenzado á plantearse en Puerto Rico, donde la tranquilidad no se ha turbado y donde el complemento de estas reformas y la abolición de la esclavitud no han de influir para que se turbe; practicar, en fin, por mano del funcionario que cobra, la política más beneficiosa al contribuyente qué paga, ya que de tantos años á esta parte es esa la política que sin tregua reclama la opinión general: he aquí sus firmes propósitos.
Fundir en un conjunto perfectamente homogéneo las fracciones que, progresistas siempre en el fondo, habían adelantado más ó menos los límites de su ideal político antes de 1868, pero que, identificadas con absoluta unidad de sentimientos, de ideas y de interés en la Constitución de 1869, reconocen hoy como emblema de su común bandera los derechos individuales, independientes de toda soberanía y superiores á todo Convenio; la soberanía nacional, base de todo pacto, y el criterio radical, guía de toda reforma: esa ha sido, es y debe ser la norma invariable de su conducta.
Y por fortuna para España estos levantados propósitos no han quedado en meras ilusiones del deseo, ni en vanas ambiciones de partido. De ello da insigne testimonio la breve historia del último ministerio radical, cuyo programa, consagración solemne de todos nuestros principios, y elocuente confesión de todas nuestras patrióticas ambiciones, cumplido en todas sus partes con religiosa escrupulosidad, con universal aplauso y con éxito completo, traza la única senda posible en adelante para cualquier gobierno que presuma de radical y pretenda apellidarse progresista.
En dos meses de existencia, ese ministerio, abriendo las válvulas de la opinión y sin forzar los frenos de la pública autoridad, ha visto mantenido el orden, restablecido el crédito, calmadas las agitaciones intestinas, desvanecidas las amenazas reaccionarias, restituidos pacíficamente á sus hogares los emigrados políticos, convertidas al trabajo, en bien de la patria, las fuerzas que antes se perdían en vanos alardes de poder, cuando no en estériles luchas fratricidas; calmadas las pasiones, depuestas las armas, levantado el nivel del espíritu público, satisfecha la sed de economías en vano reclamadas por la opinión durante el trascurso de tantos años, y llegado en triunfo entre universales aclamaciones el monarca, cuyas egregias prendas y varonil confianza en la lealtad española han ganado para siempre los corazones de aquellos generosos pueblos en cuyo seno fingía mayores peligros la apocada ignorancia de los pusilánimes ó la interesada astucia de los ambiciosos.
Ensanchemos, pues, el espíritu y preparemos el ánimo á coronar la empresa apenas comenzada por aquel ministerio. El gran partido progresista-democrático tiene principios fijos que le sirven de norte, aspiraciones comunes que le estimulen en su camino, y un programa práctico de gobierno, ya ensayado con éxito, cuyo juicio corresponde al país. Fáltale sólo una robusta organización proporcionada á tan poderosos elementos de vida.
Aun cuando formado por el movimiento mismo de la Revolución durante el período constituyente, aunque robustecido durante lo que llevamos de período constituido por la impotencia de las fracciones conservadoras, por las necesidades políticas de la nación, por el voto unánime de las muchedumbres y por el generoso desinterés de sus hombres más eminentes, el gran partido progresista-democrático necesita buscar hoy una organización vigorosísima que, facilitando el empleo de sus fuerzas, haga fecundo el feliz consorcio de todos sus partidarios. Para llegar á fin tan deseado, tiene ya en gran mayoría el voto de sus representantes en las Cortes; tiene una junta directiva que se afana por unificar la acción de sus fuerzas y encauzar el caudal de su actividad; tiene lo que los partidos, como los ejércitos, han menester ante todo: un jefe de pelea que han levantado sobre el pavés y consagrado con sus aclamaciones las numerosas huestes radicales; y tiene por dicha, como ejemplo que le alienta y como laminar que le guía, la gloriosa historia, los preclaros timbres y el venerando nombre del insigne pacificador de España, del ilustre duque de la Victoria.
Organizarnos bajo tan favorables auspicios es obra sencilla, y ya casi por completo realizada. Si hay descontentos, nuestra conducta disipará su disgusto y nuestro comportamiento ganará sus voluntades; si hay disidentes de buena fe, ellos volverán á nuestro campo cuando la experiencia patentice su error y el tiempo calme su irritación: y si por desdicha hay entre todos alguno tan pobre de espíritu que, anteponiendo consideraciones personales al bien común persevere en su hostilidad, dejémosle ir en mal hora adonde le conduzca su extravío. Segregaciones de este género, lejos de debilitar á los partidos, los depuran y los fortalecen.
Despejada, pues, la atmósfera, y ordenadas las huestes -ya lo sabéis- sólo la unidad, la cohesión y la disciplina bastan para darnos la victoria. A establecer esa necesaria armonía de esfuerzos se consagra con ahínco la junta directiva del partido progresista democrático, y una circular ya trazará en breve á nuestros correligionarios todos la senda que en su concepto han de seguir y la conducta que deben observar para estrechar vínculos, unir voluntades, desvanecer recelos e implantar en todos los ánimos nuestras ideas, nuestros propósitos y el entusiasmo que anima nuestros corazones.
Nosotros en tanto les pedimos su consejo para ilustrar nuestra marcha y su cooperación decidida para llevar á cabo nuestra obra, reducida á estos sencillos términos: implantar la libertad en nuestro suelo y consolidar la dinastía de Saboya que es su escudo más fuerte y su más genuina representación.
Madrid 15 de octubre de 1871.
Juan Montero Guijarro, diputado por Albacete, José  María Valera, diputado por Casas Ibáñez (Albacete), Miguel Alcaraz, diputado por Almansa (Albacete), Enrique Arce, senador por Albacete, José España, senador por Albacete, José Poveda y Escribano, diputado por Elche (Alicante), Lorenzo Fernández, Muñoz, diputado por Denia (Alicante), Joaquín Carrasco, diputado por Vélez-Rubio (Almería), Jacinto María Anglada y Ruiz, diputado por Vera (Almería), José Pascasio de Escoriaza, diputado por Purchena (Almería), Manuel Merelo, diputado por Almería, Ramón Orozco, diputado por Gergal (Almería), Salvador Damato, diputado por Berja (Almería), Juan Anglada, senador por Almería, Manuel Orozco, senador por Almería, Juan José Moya, senador por Almería, Duque de Veragua, diputado por Arévalo (Ávila), Manuel Lasala, senador por Zaragoza, José María Chacón, diputado por Zafra (Badajoz), Rafael Prieto y Caules, diputado por Mahón (Baleares), Rafael Saura, senador por Baleares,  José Rivera, diputado por Miranda (Burgos), Patricio de Pereda, diputado por Villarcayo (Burgos), Faustino Moreno Portela, diputado por Aranda (Burgos), Benigno Arce, diputado por Bribiesca (Burgos), Francisco Javier Higuera, diputado por Salas (Burgos), Juan de Alaminos, Senador por Burgos, Eugenio Diez, senador por Burgos, Isidro Sainz de Rozas, diputado por Trujillo (Cáceres), Marqués de Camarena, diputado por Cáceres, Modesto Duran Corchero, diputado por Los Hoyos (Cáceres), Marqués de Torre Orgaz, senador por Cáceres, Facundo de los Ríos y Portilla, diputado por Lucena (Castellón), Segismundo Moret, diputado por Ciudad-Real, Aureliano Beruete y Moret, diputado por Almadén (Ciudad-Real), Joaquín lbarrola, diputado por Daimiel (Ciudad-Real), Luis González Zorrilla, diputado por Toro (Zamora), Cayo López , diputado por Alcázar (Ciudad-Real), Gabriel Rodríguez, diputado por Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), Saturnino Vargas Machuca, senador por Ciudad Real, Luis Alcalá Zamora, diputado por Priego (Córdoba), Juan Ulloa, diputado por Cabra (Córdoba), José Alcalá Zamora, senador por Córdoba, Santiago Andrés Moreno, diputado por Muros (Coruña), Gaspar Rodríguez, diputado por Ortigueira (Coruña), José María de Beranger, diputado por El Ferrol (Coruña), Enrique Fernández Alsina, diputado por Carballo (Coruña), Tomás Acha, senador por La Coruña, Gregorio Alonso, diputado por Tarancón (Cuenca), Marqués de Valdeguerrero, diputado por San Clemente (Cuenca), Antonio Vicens, diputado por Santa Coloma (Gerona), Vicente Romero Girón, diputado por la Motilla (Cuenca), Joaquín María Villavicencio, diputado por Huéscar (Granada), José Dolz, diputado por Alcira (Valencia), Vicente Fuenmayor, senador por Soria, Marqués de Sardoal, diputado por Santa Fe (Granada), Luis de Moliní, diputado por Albuñol (Granada), Joaquín García Briz, senador por Granada, Juan Ramón La Chica, senador por Granada, Santos Cardenal, diputado por Sigüenza (Guadalajara), Ramón Pasaron y Lastra, diputado por Pastrana (Guadalajara), José Domingo de Udaeta, senador por Guadalajara, Manuel L. Moncasi, diputado por Benabarre (Huesca), Camilo Labrador, senador por Huesca, Manuel Montoya, senador por Jaén, Lorenzo Rubio Caparrós, senador por Jaén, Joaquín Álvarez Taladriz, diputado por Murias (León), Fausto Miranda, diputado por Astorga (León), Ruperto Fernández de las Cuevas, diputado por Valencia de Don Juan (León), Servando Ruiz Gómez, diputado por La Becilla (León), Fernando de Castro, senador por León, Romualdo Palacio, diputado por Balaguer (Lérida), Manuel Becerra, diputado por Becerrea (Lugo), Eugenio Montero Ríos, diputado por Madrid, Manuel Ruiz Zorrilla, diputado por Madrid, Cristino Martos, diputado por Madrid, Baltasar Mata, diputado por Madrid, Manuel de Llano y Persi, diputado por Getafe (Madrid), Vicente Rodríguez, diputado por Chinchón (Madrid), Víctor Zurita, diputado por Alcalá de Henares (Madrid), Laureano Figuerola, senador por Madrid, Marqués de Perales, senador por Madrid, Federico Macías Acosta, diputado por Vélez Málaga (Málaga), Casimiro Herráiz, senador por Málaga, Juan Sastre y González, diputado por Lorca (Murcia), Tomás María Mosquera, diputado por Carballino (Orense), Ignacio Rojo Arias, diputado por Celanova (Orense), Julián Pellón y Rodríguez, diputado por Valdeorras (Orense), Nicolás Soto y Rodríguez, diputado por Ginzo de Limia (Orense), Mariano Diéguez Amoeiro, diputado por Verin (Orense), Rafael María de Labra, diputado por Infiesto (Oviedo), Benito Diéguez Amoeiro, senador por Orense, Vicente Núñez de Velasco, diputado por Carrión (Palencia), Fernando Sierra, senador por Palencia, Eulogio Eraso, senador por Palencia, José Crespo del Villar, diputado por Lalín (Pontevedra), José Montero Ríos, diputado por Taveiros (Pontevedra), Eduardo Gasset y Artime, diputado por Cambados (Pontevedra), Ramón Martínez Saco, diputado por Redondela (Pontevedra), Severino Martínez Barcia, diputado por Tuy (Pontevedra), Manuel Gómez, senador por Pontevedra, Juan A. Hernández Arbizu, diputado por Quebradilla (Puerto Rico), José Antonio Álvarez Peralta, diputado por Vega Baja (Puerto Rico), José Julián Acosta y Calvo, diputado por San Germán (Puerto Rico), Eurípides de Escoriaza, diputado por Agrualilla (Puerto Rico), Román Baldorioty, diputado electo por Ponce y Sabana Grande (Puerto Rico), Francisco María Quiñones, diputado electo por Riopiedra (Puerto-Rico), José M. Cintran, diputado electo por Güayama (Puerto Rico), Julián E. Branco, diputado electo por Caguas (Puerto-Rico), Luis María Pastor, senador por Puerto Rico, Pedro Mata, senador por Puerto Rico, Wenceslao Lugo Viña, senador por Puerto Rico, Guillermo F. Tirado, senador por Puerto Rico, Felipe Ruiz Huidobro, diputado por Torrelavega (Santander), Ángel Fernández de los Ríos, senador por Santander, Santiago Diego Madrazo, senador por Salamanca, Salvador Saulate, diputado por Cuellar (Segovia), Antonio Ramón Calderón, diputado por Estepa (Sevilla), Nicolás María Rivero, diputado por Écija (Sevilla), Francisco Ruiz Zorrilla, diputado por Burgo de Osma (Soria), Benito Sanz Gorrea, diputado por Almazán (Soria), Basilio de la Orden, diputado por Agreda (Soria), Manuel de la Rigada, senador por Soria, Fernando Fernández de Córdova, senador por Soria, Vicente Morales Díaz, diputado por lllescas (Toledo), Enrique Martos, diputado por Orgaz (Toledo), José Echegaray, diputado por Quintanar de la Orden (Toledo), Vicente Brú y Martínez, diputado por Requena (Valencia), José Soriano Plasent, diputado por Torrente (Valencia), Pascual Fandós, diputado por Chiva (Valencia), José Peris y Valero, diputado por Sueca (Valencia), Manuel Pascual y Silvestre, senador por Valencia, Cristóbal Pascual y Genís, senador por Valencia, Sabino Herrero, diputado por Medina de Rioseco (Valladolid), Toribio Valbuena, diputado por Villalón (Valladolid), Miguel Herrero López, senador por Valladolid, Juan Antonio Seoane, senador por Valladolid, Felipe Bobillo, diputado por Benavente (Zamora), José María de Varona, senador por Zamora, Celestino Miguel y Dehesa, diputado por Egea (Zaragoza), Joaquín María Sanromá, diputado por Humacao (Puerto Rico).