En el periódico republicano de
Guadalajara El Atalaya de Guadalajara
se publicó el 18 de abril de 1893 un artículo muy significativo titulado “La
mujer en el hogar”, del que era autora Isabel Giménez Ruiz, una maestra que
había nacido en el año 1848 en el pueblo de Huete, en la Alcarria conquense, y
que mostraba una comprensión muy ajustada y una visión muy avanzada sobre el
papel de la mujer en la España de su tiempo. Huyendo de debates accesorios, y
evitando cualquier rasgo que pudiese ser considerado prueba de soberbia
intelectual, defendía la dignidad de las mujeres y alertaba de que los vertiginosos
avances políticos y sociales que estaba conociendo el siglo XIX que ya
terminaba, no se habían traducido en cambios significativos para las mujeres
que, por el contrario, habían retrocedido. Creemos que es el primer texto
abiertamente feminista que se publicó en Guadalajara y por eso lo publicamos
aquí como público reconocimiento.
LA
MUJER EN EL HOGAR
No es mi ánimo suscitar cuestiones
sobre los derechos de la mujer, de si es o no conveniente que por medio del
estudio se eleve a los más altos puestos, pues plumas mejor cortadas que la mía
y talentos más esclarecidos han demostrado con abundantes razonamientos el pro
y el contra de tan arduo asunto.
Y tan completas demostraciones obliga a
confesar a hombres de reconocido talento (sin que nadie les obligue): “Es
cierto que la mujer puede reemplazarnos en casi todas las profesiones; pero
nosotros no podemos reemplazar a la mujer debidamente en el hogar”.
Sentado, pues, este precedente
irrefutable, siendo la mujer la única para todos los quehaceres domésticos,
para el cuidado esmerado y minucioso de un enfermo querido, practicando en
estos casos a su cabecera actos del mayor heroísmo y abnegación, se la ve noche
y día acudir solícita a su alivio, sin que su espíritu poderoso se deje vencer
por la materia cansada.
Si se la considera como madre, ¿qué os
diré mis queridos lectores? Nada nuevo, pues en la conciencia de todos están
tiernamente grabados cuantos cuidados, desvelos y sacrificios han merecido de
la tierna madre a quien deben la vida, y pálido resultará cuanto pueda decir para
encarecer las virtudes de la buena madre de familia.
Pero aquí es a donde quiero traer esta
poderosa cuestión, para llamar la atención sobre un punto de extremada
necesidad y de general provecho, si fuera convenientemente atendido.
Sólo la mujer ha retrocedido, en el
siglo de los adelantos, a los tiempos en que gemía como abyecta esclava.
Y que no asuste a nadie mi humilde
aserto. La mujer es considerada hoy, para una gran parte de hombres, como una cosa; para otros, como un instrumento de placer, y para muchos,
como una esclava miserable; sus
trabajos en el hogar son menospreciados con punible desdén, y sus sacrificios
escarnecidos. Siendo lo más lamentable, que los esposos que obran así prohíben
a la infortunada esposa que eduque y enseñe convenientemente a sus hijos.
Con frecuencia escuchamos de aquellos
seres, dirigiéndose a sus hijos: “No hagas caso de tu madre, dile que no te da
la gana”. Y frases más duras y soeces.
Ved ahí explicada la causa de nuestro
retroceso; a medida que el hombre avanza en su desenfreno, usando de las
prerrogativas que las leyes le conceden, se erige en señor y dueño de vida y
hacienda de la que Dios le dio por compañera. A medida que avanza, repito,
oprime más y más la cadena en que gime su desgraciada víctima.
Los resultados de tan lamentable
retroceso, no pasa día sin que se dejen sentir. El crimen, con horribles
detalles a cuál más espantoso, es resultado del poco respeto que la pobre madre
inspira en el hogar doméstico. ¿Podría evitarse? En gran parte sí.
Concediendo a la mujer más protección
en las leyes judiciales, pues si bien se reflexiona, las vigentes son por demás
injustas con nosotras, y si estas leyes bastaban en el siglo pasado, al
presente no son suficientes, porque la sociedad de hoy no es como la de entonces.
Antes la mujer no necesitaba el escudo
de la ley porque era amada y respetada de su esposo y de sus hijos.
Hace algunos años vi en un periódico,
ilustrado con preciosos grabados, un hermoso cuadro que dice sobre este asunto
más que yo pueda expresar: presentaba a los hijos de antaño yendo a misa cogidos de la mano de su madre y abuelas, con
un recogimiento que hoy parecería ridículo, pues a dichos niños ya les apuntaba
el bozo.
Los hijos de ogaño los retrataba en las mesas de los cafés contando a docenas sus
conquistas amorosas, con estudiadas maneras, saboreando sendos puros y
echándoselas los bebés de hombres de
mundo.
Nada más fácil que ver desobedecidas a
las madres que con lágrimas y sollozos se oponen a que sus hijos (remedo
todavía de hombre), salgan de noche con un arsenal entre la faja –relinchando a
imitación de las bestias- a destrozar huertos, plantíos, a practicar mil
raterías, a producir riñas y escándalos que llenan de luto a sus desventuradas
madres, y en vano éstas acuden a sus maridos para que hagan valer su autoridad
y sujeta al hijo descarriado; pues se ríe y le contesta: “Déjale, para eso ha
nacido hombre”, y esto es lo menos grosero que responden.
Y el hijo sigue haciendo progresos en
el vicio y termina en el crimen, sin que las lágrimas de su madre conmuevan al
hijo endurecido; y cuando el padre quiere contenerle, es ya tarde: si antes vio
impasible la desobediencia de la madre, ahora ve su autoridad pisoteada y no
puede rechazar el oprobio que cae sobre su culpable torpeza.
Entre los aristócratas no es menos
temible esta falta de respeto y amor a la madre; en sus rostros casi infantiles
se dibuja el vicio más asqueroso; la crápula y el despilfarro, los conduce de
vicio en vicio al desconocimiento de toda noción moral.
¿Podrán ser buenos esposos estos entes?
No: porque pierden la fe en la mujer y
no distinguen a la meretriz de la honrada; están gastados, todo les hastía y
hacen de su infeliz esposa una mártir desventurada, víctima con frecuencia, de
crueles tratamientos inconcebibles y repugnantes.
Y que no acuda la esposa al Juez
pidiendo amparo, porque sus respuestas la llenarán de espanto. Pues en más de
una ocasión he oído contestar a una desventurada: “¿La ha matado a usted? Pues
no puedo hacer nada”
Isabel Giménez Ruiz. Illana, 9 de abril
de 1893.
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