La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

1 de noviembre de 2025

Principios revolucionarios de Bandera Social

La llegada al gobierno de los liberales en 1881 de la mano de Práxedes Mateo Sagasta se debió más a una concesión de los conservadores de Antonio Cánovas del Castillo, que sentían consolidada la monarquía de Alfonso XII, que a los apoyos recibidos por los antiguos progresistas, aún en trance de recuperarse del fracaso de la monarquía de Amadeo de Saboya. Pero, forzosamente, los liberales aplicaron su programa que incluía la libertad de asociación, reunión y expresión que posibilitó la reconstrucción de la antigua sección hispana de la Internacional, ahora rebautizada como Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE). A pesar de su crecimiento numérico y geográfico, mayor que el conseguido por su predecesora, muy pronto entró en crisis porque no fue fácil asumir la lejos que quedaba la revolución social y una realidad política muy distinta que la del Sexenio. El debate entre anarco-colectivistas y anarco-comunistas, la tensión entre los partidarios de la legalidad y la clandestinidad… marcaron un tiempo agitado y de una cierta grandilocuencia ideológica. En ese contexto vio la luz Bandera Social, impulsada por buena parte de los redactores de la Revista Social de Serrano Oteyza, en cuyo número del 4 de noviembre de 1886 se publicaron estos principios revolucionarios.

PRINCIPIOS REVOLUCIONARIOS

I

La Autonomía y la Anarquía.- El Colectivismo.- La Propiedad y el Trabajo.- El Pacto y la Federación.- Organización comunal y federativa en la Sociedad del porvenir.
Nadie puede negar que la Sociedad tiene el derecho de organizarse como quiera. Así, por ejemplo, el día que ella determine pasarse sin reyes y sin gobernantes, sin curas y sin soldados, sin explotación y sin explotadores de ningún género, claro está que empleará las manifestaciones de su voluntad como tenga por conveniente; y revisando derechos establecidos ó estableciendo nuevo Derecho, realizará lo que el Progreso y la necesidad le dicten.
Si escribiésemos en 1783 sosteniendo que los reyes de derecho divino son una iniquidad, que tantos conventos y tantos frailes son una vergüenza, y que ambas cosas han de desaparecer dentro de pocos años por el hierro y por el fuego, se nos hubiera tenido por visionarios y perversos, y, sin embargo, ambas instituciones han desaparecido; otras van transformándose paulatinamente al impulso de las nuevas brisas de los nuevos días.
Con esto creemos decir que nadie sabe lo que será el mundo dentro de cien años, aunque todas las teorías y todas las probabilidades auguran que habrán pasado fuertes ráfagas y realizándose profundas transformaciones.
Tanto es así, tanto es movedizo y cambiable todo lo que constituye la Sociedad, que todo por momentos se transforma.
Faltan todavía diecisiete años para morir nuestra centuria, y en diecisiete años muchas variaciones puede hacer, otras teorías más radicales y perfectas pueden quizás legar al siglo próximo.
Si es así, tanto mejor. Afirmamos la posibilidad y hasta la probabilidad; pero conste que, hoy por hoy, nosotros no conocemos criterio más racional y revolucionario que el que vamos en pocas líneas a manifestar.
La personalidad humana va definiéndose divinizándose; y paralelo con los adelantos científicos-industriales, van formulándose los científico-sociológicos. El criterio antiguo, de que en la Sociedad debe haber directores y dirigidos, va sufriendo nuevos embates por el criterio moderno, que proclama la igualdad natural, la instrucción, la dignidad, la emancipación para todos.
El derecho moderno, esto es, el derecho que va formándose, ha proclamado muy alto el principio de la Autonomía completa del individuo, justo principio que es desconocido por cuantos se fundan en la máxima de “cada uno para sí y Dios para todos”, que es como si dijesen: “cada uno dará sí y nadie para todos”.
Gobernarse por sí mismo, verdadera definición de la Libertad, implica la no existencia de otros que gobiernen; de lo contrario no hay tal autonomía.
La etimología del nombre nos explica su significado. Autonomía, como es sabido, proviene de las dos palabras griegas autos, que quiere decir propias, y nomos, que significa ley. Por lo tanto, el sustantivo femenino autonomía, equivale á “libertad de gobernarse por sí mismo, por propias leyes”.
¡Ah! precioso derecho democrático; ¡cuán desconocido estás hasta de la mayoría de los mismos demócratas.
Debiéndose el individuo gobernar por sí mismo, por su propia voluntad, es evidente que en la sociedad no debieran existir leyes, ni decretos, ni otra clase de prescripción jurídica que tuviese referencia á garantir ni á reglamentar los derechos individuales.
Para la defensa de los derechos debe existir una positiva solidaridad entre todos; y si no es así, no hay tal defensa. La colectividad entera debe ponerse al lado del que resulte atropellado, del mismo modo y hasta con más presteza, como se auxilia al vecino cuando un incendio amenaza devorar .su morada. Porque la defensa de la libertad de nuestro prójimo, es la mejor defensa de nuestra propia libertad.
Y para cuando no fuese suficiente ó no fuese necesaria esa franca y espontánea asistencia popular, el jurado instituido socialmente y democrático de verdad, entendería en el asunto para resolverle en justicia.
Los que de buena fe y con sinceridad quieran la autonomía del individuo, son partidarios también, como consecuencia lógica, de la An-Arquia. No queremos decir que quieran la conmoción perpetua y el desorden sistemático como una de las acepciones que el nombre anarquía significa. Nos referimos á la acción científica, etimológica del sustantivo Anarquía, compuesto de an archa, dos palabras griegas, que equivalen á sin autoridad.

II

Existe un dualismo encarnizado entre el principio de Autoridad y el de Libertad. La guerra es á muerte, y no puede cesar, sin que desaparezca uno de los dos. El que ha de vencer, después de tan cruel lucha, es la Libertad. No es posible otra cosa; porque la Libertad es la verdad misma, es la naturaleza, es la razón, es la dignidad; mientras que la Autoridad es todo lo contrario.
Así, ¡cómo es posible que el mundo pueda existir sin Autoridad, sin poder, sin gobierno, sin Estado! ¡Cómo es posible, por consiguiente, el triunfo de la Anarquía! Tal como está organizada actualmente la sociedad no lo es, en efecto.
Ante todo, ha de haber una transformación económica muy radical. La propiedad individual, el salario, el interés al capital, la explotación, en fin, determinan un estado de fuerza, de intranquilidad y de guerra, con su víctima obligada, el Proletariado y el pauperismo. Esta situación necesita del Estado, con todo su séquito de ejércitos y policías, de magistrados y de curas, y conste que aún no puede lograr la tranquilidad moral ni material; porque no es posible hallarla. El orden no se impone, ni se inventa. Existirá cuando la Sociedad esté fundada en la Naturaleza y en la Justicia.
La cuestión de la propiedad es, pues, el caballo de batalla. La cuestión de las cuestiones. Las modernas teorías están conformes con que la más conveniente es la propiedad colectiva de todos los instrumentos del trabajo, fábricas, talleres, minas, vehículos, máquinas y toda la tierra, que es el primer elemento para la producción.
De esta teoría ha nacido la idea y la escuela denominada colectivismo, que, a la vez que quiere colectivos os medios de trabajar, afirma la verdadera propiedad individual, que es el fruto integro del esfuerzo ó de la labor hecha por cada operario, deducidos los gastos de administración. De este modo queda abolida la iniquidad del salario, sustituido por el trabajo asociado, y garantidas con el mismo, la libertad y la propiedad individual, que, lo repetimos, es fruto del trabajo realizado por el individuo.
Aquí la parte de la ciencia social, que se llama administración es donde llenará su genuino cometido. La determinación del valor y el medio de representarlo, las horas de trabajo que convendrán, las clases de producción preferentes, los medios para realizar el cambio de productos con productos, son temas que serán estudiados por todos porque á todos nos interesarán por igual, que serán discutidos por medio de la prensa, de Congresos especiales -pero accidentales, no permanentes porque de ellos no habrá necesidad- facilitando el cambio de ideas la revista, la hoja y el folleto, y finalmente serán realizados por los llamados á ser administradores, que no podrán dictar ninguna ley, decreto ni disposición, sino limitarse á su oficio y publicar los resultados estadísticos para el conocimiento de todos y la constante investigación de la verdad y de la conveniencia.
Hemos dicho que nadie tiene derecho a poseer lo que no sea fruto de su propio esfuerzo. Este principio de justicia integra la abolición del derecho de heredar. ¡Qué mejor ni más rica herencia puede encontrar el ser al venir al mundo, si la Sociedad entera le asegura la subsistencia hasta que pueda trabajar, la instrucción general y después técnica ó profesional, y el trabajo que elija y prefiera, libre de toda gabela, ni merma explotadora! ¡Qué capitalista de nuestros tiempos puede asegurar á sus hijos más eficaz asistencia, mejor instrucción, ni más perfecta seguridad de vivir con un trabajo higiénico y al abrigo de quiebras, robos y disgustos!
Puesto el hombre en semejante situación, está en perfecta condiciones de pactar. Solo no puede producir más y mejor que asociado y procurarse perfectos talleres colectivos.

1 de octubre de 2025

El Manifiesto de los Treinta

Uno de los documentos más citados y menos reproducidos de la historia del anarquismo y del sindicalismo en España es el llamado Manifiesto de los Treinta, por el número de firmantes en su publicación en el diario L’Opinió del 30 de agosto de 1931. Desde posiciones ajenas al sindicalismo revolucionario, y desde las tendencias reformistas nacidas de él, se ha querido presentar este documento como la expresión del auténtico sindicalismo mayoritario frente a la imposición de una minoría anarquista representada por la Federación Anarquista Ibérica, obviando que muchos de los firmantes también se declaraban anarquistas y pertenecían a otros grupos ajenos a la FAI, que en el Congreso de la CNT de 1931 personajes como Ángel Pestaña o Juan Peiró habían sido ratificados casi por unanimidad para puestos de responsabilidad confederal, y que difícilmente podía una organización que nunca llegó a sumar 10.000 afiliados controlar a una central sindical con cientos de miles de adherentes que multiplicaba por 100 la base social faísta. Lo cierto es que desde 1929, con la firma del Manifiesto de inteligencia republicana, convivían en la CNT distintos proyectos para el día después de la proclamación de la nueva República y que el representado por Pestaña, Peiró y López no contó con el aval de la mayoría de los cenetistas, como se pudo comprobar cuando unos y otros, por separado, pudieron actuar libremente y medir sus fuerzas.


A LOS CAMARADAS, A LOS SINDICATOS, A TODOS.
Un superficial análisis de la situación por que atraviesa nuestro país nos llevará a declarar que España se halla en un momento de intensa propensión revolucionaria, del que van a derivarse profundas perturbaciones colectivas. No cabe lugar la trascendencia del momento ni los peligros de este periodo revolucionario, porque quiérase o no, la fuerza misma de los acontecimientos ha de llevarnos a todos a sufrir las consecuencias de la perturbación. El advenimiento de la República ha abierto un paréntesis en la Historia normal de nuestro país. Derrocada la Monarquía; expulsado el rey de su turno; proclamada la República por el concierto tácito de grupos, partidos, organizaciones e individuos que habían sufrido las acometidas de la Dictadura y del periodo represivo de Martínez Anido y de Arlegui, fácil será comprender que toda esta serie de acontecimientos habían de llevarnos a una situación nueva, a un estado de cosas distinto a lo que había sido hasta entonces la vida nacional durante los últimos cincuenta años, desde la Restauración acá. Pero si los hechos citados fueron el aglutinante que nos condujo a destruir una situación política y a tratar de inaugurar un periodo distinto al pasado, los hechos acaecidos después han venido a demostrar nuestro aserto de que España vive un momento verdaderamente revolucionario. Facilitada la huida del rey y la repatriación de toda la chusma dorada y de "sangre azul", una enorme exportación de capitales se ha operado y se ha empobrecido al país más aún de lo que estaba. A la huida de los plutócratas, banqueros, financieros y caballeros del cupón y del papel del estado siguió una especulación vergonzosa y descarada, que ha dado lugar a una formidable depreciación de la peseta y una desvalorización de la riqueza del país en un cincuenta por ciento.
A este ataque a los intereses económicos para producir el hambre y la miseria de la mayoría de los españoles siguió la conspiración velada, hipócrita, de todas las cogullas, de todos los asotanados, de todos los que por triunfar no tienen inconveniente en encender una vela a Dios y otra al diablo. El dominar, sojuzgar y vivir de la explotación de todo un pueblo al que se humilla es lo que se pone por encima de todo. Las consecuencias de esta confabulación de procedimientos criminales son una profunda e intensa paralización de los créditos públicos, y por tanto, un colapso en todas las industrias, que provoca una crisis espantosa, como quizá jamás se había conocido en nuestro país. Talleres que cierran, fábricas que despiden a sus obreros, obras que se paralizan o que ya no comienzan; disminución de pedidos en el comercio, falta de salida de los productos naturales; obreros que pasan semanas y semanas sin colocación; infinidad de industrias limitadas a dos o tres y muy pocas a cuatro días de trabajo. Los obreros que logran la semana entera de trabajo, que pueden acudir a la fábrica o al taller seis días, no exceden del treinta por ciento. El empobrecimiento del país es ya un hecho consumado y aceptado. Al lado de todas estas desventuras que el pueblo sufre, se nota la lenidad, el proceder excesivamente legalista del gobierno. Salidos todos los ministros de la revolución, la han negado apegándose a la legalidad como el molusco a la roca, y no dan muestras de energía sino en los casos en que de ametrallar al pueblo se trata. En nombre de la República, para defenderla, según ellos, se utiliza todo el aparato de represión del Estado y se derrama la sangre de los trabajadores cada día. Ya no es en esta o la otra población, es en todas donde el seco detonar de los máuseres ha segado vidas jóvenes y lozanas. Mientras tanto, el gobierno nada ha hecho ni nada hará en el aspecto económico. No ha expropiado a los grandes terratenientes, verdaderos ogros del campesino español; no ha reducido en un céntimo las ganancias de los especuladores de la cosa pública; no ha destruido ningún monopolio; no ha puesto coto a ningún abuso de los que explotan y medran con el hambre, el dolor y la miseria del pueblo. Se ha colocado en situación contemplativa cuando se ha tratado de mermar privilegios, de destruir injusticias, de evitar latrocinios tan infames como indignos. ¿Cómo extrañarnos, pues, de lo ocurrido? Por un lado altivez, especulación, zancadillas con la cosa pública, con los valores colectivos, con lo que pertenece al común, con los valores sociales. Por otro lado lenidad, tolerancia con los opresores, con los explotadores, con los victimarios del pueblo, mientras a éste se le encarcela y persigue, se le amenaza y extermina.
Y, como digno remate a esto, abajo el pueblo sufriendo, vegetando, pasando hambre y miseria, viendo como le escamotean la revolución que él ha hecho. En los cargos públicos, en los destinos judiciales, allí donde puede traicionarse la revolución, siguen aferrados los que llegaron por favor oficial del rey o por la influencia de los ministros. Esta situación después de haber destruido un régimen, demuestra que la revolución que ha dejado de hacerse deviene inevitable y necesaria. Todos lo reconocemos así. Los ministros, reconociendo la quiebra del régimen económico; la prensa, constatando la insatisfacción del pueblo, y éste revelándose contra los atropellos de que es víctima. Todo, pues, viene a confirmar la inminencia de determinaciones que el país había de tomar para, salvando la revolución, salvarse.
UNA INTERPRETACIÓN Siendo la situación de honda tragedia colectiva; queriendo el pueblo salir del dolor que le atormenta y mata, y no habiendo más que una posibilidad, la revolución, ¿cómo afrontarla? La historia nos dice que las revoluciones las han hecho siempre las minorías audaces que han impulsado al pueblo contra los poderes constituidos. ¿Basta que estas minorías quieran, que se lo propongan, para que en una situación semejante la destrucción del régimen imperante y de las fuerzas defensivas que lo sostienen sea un hecho? Veamos. Estas minorías, provistas de algunos elementos agresivos, en un buen día, o aprovechando una sorpresa, plantan cara a la fuerza pública, se enfrentan con ella y provocan el hecho violento que puede conducirnos a la revolución. Una preparación rudimentaria, unos cuantos elementos de choque para comenzar, y ya es suficiente. Fían el triunfo de la revolución al valor de unos cuantos individuos y a la problemática intervención de las multitudes que les secundarán cuando estén en la calle.
No hace falta prevenir nada, ni contar con nada, ni pensar más que en lanzarse a la calle para vencer a un mastodonte: el Estado. Pensar que éste tiene elementos de defensa formidables, que es difícil destruirle mientras que sus resortes de poder, su fuerza moral sobre el pueblo, su economía, su justicia, su crédito moral y económico no estén quebrantados por los latrocinios y torpezas, por la inmoralidad e incapacidad de sus dirigentes y por el debilitamiento de sus instituciones; pensar que mientras que esto no ocurra debe destruirse el Estado, es perder el tiempo, olvidar la historia y desconocer la propia psicología humana. Y esto se olvida, se está olvidando actualmente. Y por olvidarlo todo, se olvida hasta la propia moral revolucionaria. Todo se confía al azar, todo se espera de lo imprevisto, se cree en los milagros de la santa revolución, como si la revolución fuera alguna panacea y no un hecho doloroso y cruel que ha de forjar el hombre con el sufrimiento de su cuerpo y el dolor de su mente. Este concepto de la revolución, hijo de la más pura demagogia, patrocinado durante docenas de años por todos los partidos políticos que han intentado y logrado muchas veces asaltar el poder, tiene aunque parezca paradójico, defensores en nuestros medios y se ha reafirmado en determinados núcleos de militantes. Sin darse cuenta caen ellos en todos los vicios de la demagogia política, en vicios que nos llevarían a dar la revolución, si se hiciera en estas condiciones y se triunfase, al primer partido político que se presentase, o bien a gobernar nosotros, a tomar el poder para gobernar como si fuéramos un partido político cualquiera. ¿Podemos, debemos sumarnos nosotros, puede y debe sumarse la Confederación Nacional del Trabajo a esa concepción catastrófica de la revolución, del hecho, del gesto revolucionario?
NUESTRA INTERPRETACIÓN. Frente a este concepto simplista, clásico y un tanto peliculero, de la revolución, que actualmente nos llevaría a un fascismo republicano, con disfraz, de gorro frigio, pero fascismo al fin, se alza otro, el verdadero, el único de sentido práctico y comprensivo, el que puede llevarnos, el que nos llevará indefectiblemente a la consecución de nuestro objetivo final.
Quiere éste que la preparación no sea solamente de elementos agresivos, de combate, sino que se han de tener éstos y además elementos morales, que hoy son los más difíciles de vencer. No fía la revolución exclusivamente a la audacia de minorías más o menos audaces, sino que quiere que sea un movimiento arrollador del pueblo en masa, de la clase trabajadora caminando hacia su liberación definitiva, de los sindicatos y de la Confederación, determinando el hecho, el gesto y el momento preciso a la revolución. No cree que la revolución sea únicamente orden, método; esto ha de entrar por mucho en la preparación y en la revolución misma, pero dejando también lugar suficiente para la iniciativa individual, para el gesto y el hecho que corresponde al individuo. Frente al concepto caótico e incoherente de la revolución que tienen los primeros, se alza el ordenado, previsor y coherente de los segundos. Aquello es jugar al motín, a la algarada, a la revolución; es en realidad, retardar la verdadera revolución.
Es, pues, la diferencia bien apreciable. A poco que se medite se notarán las ventajas de uno u otro procedimiento. Que cada uno decida cuál de las dos interpretaciones adopta.
PALABRAS FINALES. Fácil será pensar a quien nos lea que no hemos escrito y firmado lo que antecede por placer, por el caprichoso deseo de que nuestros nombres aparezcan al pie de un escrito que tiene carácter público y que es doctrinal. Nuestra actitud está fijada, hemos adoptado una posición que apreciamos necesaria a los intereses de la Confederación y que se refleja en la segunda de las interpretaciones expuestas sobre la revolución.
Somos revolucionarios, sí; pero no cultivadores del mito de la revolución. Queremos que el Capitalismo y el Estado, sea rojo, blanco o negro, desaparezca; pero no para suplantarlo por otro, sino para que hecha la revolución económica por la clase obrera pueda ésta impedir la reinstauración de todo poder, fuera cual fuere su color. Queremos una revolución nacida de un hondo sentir del pueblo, como la que hoy se está forjando, y no una revolución que se nos ofrece, que pretenden traer unos cuantos individuos, que si a ella llegaran, llámese como quieran, fatalmente se convertirían en dictadores al día siguiente de su triunfo. Pero esto lo queremos y lo deseamos nosotros. ¿Lo quiere también así la mayoría de los militantes de la Organización? He aquí lo que interesa dilucidar, lo que hay que poner en claro cuanto antes. La Confederación es una organización revolucionaria, no una organización que cultive la algarada, el motín, que tenga el culto de la violencia por la violencia, de la revolución por la revolución. Considerándolo así, nosotros dirigimos nuestras palabras a los militantes todos, y les recordamos que la hora es grave, y señalamos la responsabilidad que cada uno va a contraer por su acción o por su omisión. Si hoy, mañana, pasado, cuando sea, se les invita a un movimiento revolucionario, no olviden que ellos se deben a la Confederación Nacional del Trabajo, a una organización que tiene el derecho de controlarse a sí misma, de vigilar sus propios movimientos, de actuar por propia iniciativa y de determinarse por propia voluntad. Que la Confederación ha de ser la que, siguiendo sus propios derroteros, debe decir cómo, cuándo y en qué circunstancias ha de obrar; que tiene personalidad y medios propios para hacer lo que deba hacer.
Que todos sientan la responsabilidad de este momento excepcional que todos vivimos. No olviden que así como el hecho revolucionario puede conducir al triunfo, y que cuando no se triunfa se ha de caer con dignidad, todo hecho esporádico de la revolución conduce a la reacción y al triunfo de las demagogias. Ahora que cada cual adopte la posición que mejor entienda. La nuestra ya la conocéis. Y firmes en este propósito la mantendremos en todo momento y lugar, aunque por mantenerla seamos arrollados por la corriente contraria.
Barcelona, agosto de 1931.
Juan López, Agustín Gibanel, Ricardo Fornells, José Girona, Daniel Navarro, Jesús Rodríguez, Antonio Valladriga, Ángel Pestaña, Miguel Portolés, Joaquín Roura, Joaquín Lorente, Progreso Alfarache, Antonio Peñarroya, Camilo Piñón, Joaquín Cortés, Isidoro Gabín, Pedro Massoni, Francisco Arín, José Cristiá, Juan Dinarés, Roldán Cortada, Sebastián Clará, Juan Peiró, Ramón Viñas, Federico Uleda, Pedro Cané, Mariano Prat, Espartaco Puig, Narciso Marcó, Jenaro Minguet.

15 de septiembre de 2025

Mujer, Universidad y represión en 1929

Como en tantas otras ocasiones, dentro y fuera de España, los jóvenes estudiantes universitarios fueron la punta de lanza de lucha contra las dictaduras; así merecen ser recordadas la madrileña Noche de San Daniel de 1865 y las revoluciones que sacudieron el mundo hacia 1968. Incluso nuestro país vio como las Universidades se convirtieron durante los años 70 del siglo pasado en foco constante de oposición a la dictadura del general Franco. Una situación parecida a la que sufrió el general Miguel Primo de Rivera y su dictadura bufa en los últimos años de la monarquía de Alfonso XIII. La respuesta de los regímenes autoritarios siempre es aumentar la represión de forma cruel e indiscriminada, como ocurrió en 1929 cuando el gobierno de Primo de Rivera procedió a castigar con la pérdida de la matrícula y del curso a todos los estudiantes de varias universidades españolas, empezando por la Central de Madrid. Con un rancio paternalismo machista, el Ministerio excluyó a las alumnas de este castigo, en lo que ellos creían un rasgo de galantería. Sin embargo muchas de las pocas mujeres que estaban matriculadas en estos centros universitarios protestaron contra la disposición y solicitaron ser equiparadas a sus compañeros masculinos en la represión. Los nombres de aquellas universitarias, que salvaron la dignidad de esta institución educativa y de todo un país, merecen ser recordados.


"Excelentísimo señor ministro de Instrucción Pública:
las que suscriben, estudiantes de la Universidad de Madrid, manifiestan a V. E. que declinan la galante deferencia que representa el quererlas excusar del régimen creado a nuestra Universidad, ya que consideramos que la galantería en este caso es incompatible con nuestro sentimiento de la justicia. No acudiremos a la convocatoria de exámenes del próximo mes de septiembre, porque deseamos permanecer solidarizadas con la causa de la Universidad, que es la de la cultura española, lo mismo que nuestros compañeros estudiantes, con quienes nos sentimos plenamente identificadas en la defensa que han hecho de los derechos del Estado en materia de enseñanza. Nosotras en la Universidad somos y seguiremos siendo estudiantes afanosas de ayudar a la obra de cultura en aquel centro y compañeras leales de nuestros leales amigos, sobre todo en estos momentos de dura persecución contra ellos.
Lo que tenemos el honor de poner en conocimiento de V. E.
Madrid, 25 de abril de 1929"

Consuelo Burell, Virginia Robles, Carmen Olmedo, Concepción Mareque Seoane, Pepita Marín, Carmen Gómez, Isabel Téllez, María Luisa Álvarez, Carmen Castro, Pepita Carabias, María Isabel Barreiro, Elena Manrique, Adelaida Bello, Carmen Caamaño, María Luisa Riboo, Pepita Callao, Aurora Riaño, Concepción Meseguer, María Trinidad G. Suárez, Julia Fernández, Angelita Blázquez, María R. Carreña, Carmen Marañón, Carmen de Ortueta, Consuelo de Ortueta, Elena G. Morales, Consuelo Gutiérrez del Arroyo, Margot Arce, Elisa Bernis, Margarita Salaverría, Elena G. del Valle, María Teresa Toral, Pilar de Madariaga, Antonia Hernández, Dorotea Barnés, Rosa Bernis, Juana Álvarez Prida, María Núñez, Lucía Castro, Adela Bamés, Amparo Núñez, Concha Prieto, Encamación Puyola, María del Carmen Nogués, Isabel Vicedo, Petra Barnés, G. Fernández, Anita Gaset, Araceli Gallego, María Aragón, Carmen Pardo, Carmen Niño, María Paz O. del Valle, Pilar Lago, Elena Gómez Moreno, María O. de la Peña, Amada López Menenses, Ángeles Tormo, Pilar Martínez Sancho, Eloísa Malasecheverria, María Isabel Fernández, María Bello, Carmen Castro Cardus, Concepción Zulueta, Glorita Rojas Gutiérrez, Carmen Ochoa, Carmen Sainz, Nieves López, Natividad Lasala, Mercedes Hernández, Laura Duarte, Elena Felipe, Consuelo González, Concepción Seseña, Natividad Gómez Ruiz, Mercedes Vázquez, Antonia Casado, Dolores Jarones, Salomé Lorenzana, Nieves Piñoles, Obdulia Madariaga, Pilar González, Amelia Azarola, Obdulia Fons, Dolores Mur, Amalia Gómez, Carmen Lorenzana, Dolores Castilla, Pilar Ríos, María Encar, G. Herreros, Aurelia Garrido, María Luisa Bartolozzi, María Santullano, Pilar Loscertales, Antonia Fernández, Emilia Hernández, Casilda Hoyos, Pilar Hors, Enriqueta Hors, Concha G. Velasco, Nieves de Hoyos, Aurelia Gómez Becerro, Julia Fernández, Emilia Díaz, Blanca Gayoso, María Caballar, Teodora Enciso, Beatriz López Ocaña, Elena G. Spéncer, Josefa Llaudaró, Fe Sanz, Fernanda G. del Real, Carmen Guerra, Carmen Alvarado, María del Carmen G. Gómez, Antonia Dardano, Isabel Ribera, Lucia Bonilla Smith, Encarnación Corrales, Dagny Stabel-Hausen, Adelaida Muñoz, Socorro Blanco, Ascensión Jalones, Hildegart Rodríguez, Mariana C. Velasco, María Luisa Bravo, Carmen Moyano, Balbina Rodríguez, Pilar González y González, Paulina Bardan, Carmen Jimez, Leonor Mercado.