El Correo Español, 13 de julio de 1909
Benigno Bolaños y Sanz, que se hizo popular con el seudónimo de Eneas, fue uno de los periodistas más notables de la provincia de Guadalajara durante la Restauración. Nacido en el pueblo de Establés en 1865, abandonó el Señorío molinés para ingresar en el Seminario de Sigüenza, pero antes de cantar misa se trasladó a Zaragoza para seguir estudios universitarios, alcanzando el grado de Doctor en Filosofía y Letras y licenciado en Derecho. De ideología carlista, desde muy joven colaboró en la prensa de este partido a través de su relación con el seguntino Manuel Pérez Villamil, cooperación que mantuvo en Zaragoza y, finalmente, en Madrid, donde fue director de El Correo Español, el portavoz del carlismo en los años del cambio de siglo. El 13 de julio de 1909 falleció en su domicilio de la capital del reino, en la Colonia de Carabanchel, el único periodista de la provincia que dirigió un diario nacional en el siglo XIX.
Eneas ha muerto
Nos va a ser difícil, rayano en lo imposible, coordinar las ideas y escribir unas líneas.
Pasa la redacción de El Correo Español en estos instantes por la mayor desgracia y por la más tremenda de las amarguras.
Lo diremos con sólo tres palabras:
Eneas ha muerto.
Decir que ha muerto Eneas es para nosotros como decir que ha muerto nuestro director, nuestro guía, nuestro maestro, nuestro inspirador, nuestro consejero. Y en esta familia espiritual que formamos los redactores de El Correo Español, unidos por los lazos de las ideas, él era en ocasiones como el padre y siempre como el hermano mayor, padre y hermano que se confundían en el consejo y en el afecto.
Decir que ha muerto Eneas es lo mismo que significar que ya no volverá a esgrimirse en defensa de nuestras ideas una de las mejores plumas de nuestra Comunión, la que bordaba artículos magistrales con saber de teólogo y filósofo, con pericia del conocedor profundo del Derecho, con forma de literato eximio, con construcción de gramático consumado, todo lo cual, aunado providencialmente en una sola persona, constituía a ésta en uno de los primeros periodistas, no ya de España, sino del mundo.
Decir que ha muerto Eneas es lo mismo que afirmar que hemos perdido en la Prensa al primer Caudillo, aquél en quien teníamos puesta la confianza, el que nos inspiraba la seguridad de la victoria, porque la pluma de Bolaños caía siempre sobre los argumentos o sobre los sofismas de los adversarios de esta Causa como el águila sobre la serpiente, y unas veces con elevación de pensamiento y en forma clásica que recordaba la prosa castiza del maestro Granada y los períodos elegantes de Hurtado de Mendoza, otras con ingeniosidades y donosuras que traían a la memoria los rasgos de Quevedo y de Gracián, poseedor de una cultura tan extensa como intensa, para lo cual no había reservado secreto alguno ni la literatura antigua ni la moderna, Bolaños iba a los combates tan bien pertrechado de armas que necesariamente había de vencer. Y venció siempre de todos, y muy especialmente de los que en realidad han sido y continúan siendo los peores enemigos de la Causa, los que la traicionaron o renegaron de ella.
Por estas consideraciones, que en estos instantes en que la pena nos ahoga difícilmente podemos hilvanar, la Comunión carlista se halla bajo el peso de una gran desgracia, y nosotros, sus compañeros, los que nos honrábamos con su dirección, con sus enseñanzas, con sus consejos paternales y estábamos unidos a él por un afecto fraternal, consideramos esta pérdida como la de uno de los seres más queridos, y sólo hallamos consuelo al dolor elevando nuestros corazones y nuestros espíritus a lo Alto, de donde ha venido el decreto que nos priva del gran escritor, piadosamente pensando, dada su ejemplar vida y cristiana muerte, y los méritos contraídos acá abajo por quien pasó su vida luchando por Cristo, para coronarle de laureles inmarcesibles en la gloria.
Los últimos momentos
Después de las últimas noticias que dimos de nuestro querido Director, según las cuales parecía haber entrado en una franca mejoría, el Sr. Bolaños sufrió algún retroceso, del cual no dimos cuenta, porque a pesar de la gravedad de su estado era tal su amor al periódico, que todos los días lo revisaba y no queríamos disminuir sus ánimos. Pero nada hacía temer el fatal desenlace ocurrido.
Ayer, sin embargo, empezó ya a alarmar la reproducción de los síntomas antes observados y que se consideraban vencidos, y más que por la gravedad de su estado por satisfacer un piadoso deseo del enfermo, se vino a buscar a su confesor, el P. Acevedo, Religioso Redentorista, y a las nueve de la noche de ayer purificó su alma en el tribunal de la penitencia.
No fue posible administrarle el Santo Viático por los frecuentes vómitos que el enfermo tenía.
La noche última transcurrió en medio de zozobras, aun cuando el haber logrado reaccionarlo a las doce hizo concebir alguna esperanza a la familia y al médico de cabecera. A las siete de la mañana cesaron los vómitos y el enfermo quedó tranquilo; entró a verle un señor Sacerdote, y ambos acordaron aprovechar la ausencia de vómitos para administrarle S.D.M.
Con todo fervor y tranquilidad de ánimo asombrosa, el Sr. Bolaños recibió al Rey de Reyes, reflejando en su rostro la alegría que le producía el tener dentro de sí a tan soberano huésped.
Acto continuo procedióse a administrarle la Extremaunción, el enfermo contestaba con pasmosa tranquilidad a las oraciones del Sacerdote; dijo éste la última y con su última palabra enmudecieron los labios de nuestro Director. ¡Había muerto!
Ni un estremecimiento, ni nada que alterase la placidez de su rostro indicó su tránsito de la vida a la muerte; pareció como que su alma no esperaba más que la última oración de la Iglesia para remontar su vuelo a la mansión de los bienaventurados donde le estuviera reservado un lugar.
Tal ha sido la muerte Bolaños; muerte de justo por lo tranquila y por los auxilios con tanta resignación recibidos.
¡Dios habrá acogido tu alma en la mansión de los justos!
Quién era Bolaños
Bien quisiéramos dar a nuestros lectores una biografía del querido muerto a quien lloramos en esta casa; pero en su excesiva modestia nos ha hecho carecer siempre de datos biográficos; Bolaños no creía tener mérito alguno; no consideraba necesario que se conocieran los que tenía; es más, imaginaba no tenerles y cuando por sus brillantes escritos recibía felicitaciones, las atribuía más que a su propio mérito a la amistad de los muchos que le felicitaban.
Para saber algo de él se necesito la Asamblea de la Buena Prensa de Zaragoza, y que con motivo del por nadie discutido triunfo que allí alcanzó, persona que de antiguo le conocía dijera algo de él en El Noticiero de la capital aragonesa. Aprovechando nosotros su ausencia de Madrid, reproducimos aquellas notas biográficas, seguramente incompletas, que de otra manera no hubieran aparecido en El Correo Español.
No eran una biografía, pero eran algo y a ese algo tenemos que atenernos. Hoy volvemos a publicarlas, a falta, como decimos, de una biografía completa. Dicen así:
“Hace algunos años, los numerosos lectores que en España tiene El Correo Español, y muy especialmente los periodistas provincianos, al saborear con íntimo deleite los luminosos, correctísimos y magníficos artículos de fondo que en el citado diario aparecían con la firma de Eneas, solían preguntarse llenos de curiosidad y admiración: ¿Quién es Eneas? ¿Qué insigne pensador y publicista se oculta bajo ese pseudónimo, de uno de los protagonistas y principales héroes de la inmortal epopeya virgiliana?
No tardó en saberse que el tal Eneas era un hombre joven, natural de Establés, pueblo del antiguo señorío de Molina de Aragón, en la provincia de Guadalajara, y cuyo verdadero nombre era D. Benigno Bolaños y Sanz; que en el Seminario de Sigüenza, primero, en la Universidad de Zaragoza, después, y últimamente en la Central de Madrid, había recorrido el vasto círculo de las disciplinas eclesiásticas, filosóficas y jurídicas, siendo a la vez teólogo, letrado y filósofo. El misterio de su inmensa cultura, de su ilustración extraordinaria, de su estilo gallardísimo y castizo, estaba descubierto.
La decidida vocación de Bolaños por el periodismo revelóse en él en edad muy temprana. Diez y ocho años contaba cuando hizo sus primeros ensayos en La Ilustración Católica, importante revista que entonces dirigía el célebre Pérez Villamil.
Fue más tarde uno de los fundadores del benemérito semanario El Pilar, en el que bajo la dirección del inolvidable D. Manuel S. Pastor, dejó hermosas huellas de su peregrino ingenio, siendo saludado por todos como una legítima esperanza, que pronto se trocó en espléndida realidad al poner su pluma al servicio de El Intransigente, periódico que, en defensa de las ideas tradicionalistas, fundó y sostuvo el malogrado general carlista aragonés D. Francisco Cavero.
En 1888, los carlistas pensaron en tener en la Corte un periódico que fuera el órgano oficial de su Comunión, y desde el primer momento contaron con Bolaños como uno de los principales redactores de la proyectada publicación.
De lo que Eneas ha sido, de lo que ha escrito, de lo que ha hecho en El Correo Español, no hay que hablar. Con sus artículos y trabajos podrían formarse volúmenes sin cuento, y esos volúmenes constituirían la obra apologética del catolicismo más hermosa, perfecta y acabada en el terreno periodístico.
La pluma del gran maestro, esa pluma infatigable y fecunda, puesta siempre a servicio de la verdad y del bien, de la Iglesia y de los grandes intereses sociales de la Tradición y de la Patria, pluma verdaderamente áurea, que parece arrancada de las manos de Veuillot, el gran polemista francés; de Vildósola, el glorioso batallador; de Tejado, el literato ilustre; de Villoslada, el admirable cantor de la vieja Vasconia; de Balmes, el filósofo español, por antonomasia, del siglo XIX, es más que una pluma una espada, una espada que a diario lleva la confusión, el desorden y la muerte a las filas de los ejércitos enemigos. El poder de su dialéctica es formidable. Sabe como pocos descubrir el punto flaco del adversario, y una vez descubierto, arremete briosamente contra él y lo arrolla, lo acorrala y destruye tornando vencedor a su campamento después de quemadas las tiendas enemigas y reducidos a pavesas sus míseros aduares.
Hombre de tales cualidades y singular valía, era natural que tuviese asiento en la Cámara de los Diputados, y a ella hubiera ido el año 1891, representando al distrito de Molina, si el caciquismo republicano, allí imperante, con sus amaños y trapacerías, no le hubiera arrebatado el acta, en buena lid ganada.
La sencillez y modestia del eximio maestro, su fino trato y distinguidas maneras le aseguran la simpatía y afecto de cuantos le tratan.
Su hablar es como su escribir, reposado, razonador, persuasivo y elocuente. No deslumbra, pero cautiva y lleva la convicción, aún a las inteligencias más refractarias y opuestas a sus doctrinas. Su palabra se dirige al entendimiento antes que a la imaginación, sin que por eso excluya de su oratoria, siempre fácil y gallarda, los primores de una retórica escogida y limpia de lugares comunes, realizando esa hermosa armonía y sublime equilibrio entre el fondo y la forma, entre el pensamiento y la palabra, que es en lo que consiste el supremo arte de la oratoria”.
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