Carta de Isabel Muñoz Caravaca, Atienza, 1910 (Archivo Municipal de Atienza)
En un primer momento, la burguesía revolucionaria, que acababa de desplazar a la rancia aristocracia en el disfrute de la hegemonía social, se mostraba contraria a la mendicidad y la miseria, que creía consecuencia exclusiva de la holgazanería, hasta el punto de caracterizar la pobreza como un vicio, según vimos en el artículo que reprodujimos del Boletín legislativo, agrícola, mercantil e industrial de Guadalajara de noviembre 1833. Pero muy pronto, en los espíritus más abiertos y en las inteligencias más despiertas a la realidad, surgió un eco sordo que se compadecía de los desposeídos y aspiraba a cambiar una sociedad injusta y desigual. A este grupo de burgueses que hicieron de la caridad una antesala de la justicia, pertenecía Isabel Muñoz Caravaca, a cuya pluma se debe este texto, publicado en Flores y Abejas el 7 de junio de 1914.
Yo quería escribir como quien pinta un cuadro, copiando del natural, porque no tengo imaginación para otra cosa; y en eso hay sus inconvenientes. Si pinto a los señores de la Adoración Nocturna, se enfadará la Santa Madre Iglesia; si pinto a militares, me expongo a dar un resbalón y que me venga encima la Ley de Jurisdicciones; y si hacemos un dibujito de los exploradores, se me van a torcer los papás… Cuenta que yo no quería decir de nadie nada malo, sino descubrir pequeñas ridiculeces, que las tienen, que todos las tenemos.
Verán ustedes, hablaré de los pobres de pedir limosna, y éstos, de seguro no se enfadarán; son tolerantes y son amigos míos. Y a ver si de la pintura sale la demostración de que el pedir limosna es un arte.
No me faltan modelos: vienen a buscarme a mi casa, pues abunda la clase en esta bendita población. Hay días en que es un tilín, tilín interminable. “Una limosnita”. “Un centimito...”. “Que tengo a mi marido enfermo”. “Que tengo baldadita a mi abuela”. “Que tengo mucha gana”... Desfila diariamente por aquí la colección completa; la mujer que tiene un chico cada tres meses, el hombre que busca trabajo y nunca lo halla, el que constantemente va de camino, yendo y viniendo como una lanzadera sin llegar nunca a parte alguna, y la que después de recibir cualquier cosa se pone a rezar un padrenuestro. No faltan miserias excepcionales, como la del que se ha muerto y piden para hacerle una caja; ni el santero de Nuestra Señora del Amparo, que aparece periódicamente pidiendo no sé si para él o para el culto...
Yo quisiera dar a todos, pero suelo andar yo también a tres menos cuartillo y no puede ser: quisiera dar a todos porque sus desdichas quitan el sueño.
Viene una mujer enlutada, muy pobre, pero muy limpia; no tiene edad, quizás algún día ha sido hermosa, y en su cara veo yo huellas de tragedia: convengamos en que para ser personaje trágico no hay que llamarse Phedra, ni Alcestes, ni Hécuba, ni ser princesa como esas damas; que la tragedia lo mismo se refugia en el pueblo que en el trono... Puede que todo sean tontunas mías y la tragedia solo exista en mi cerebro... los que tenemos pocas ocupaciones vemos visiones fácilmente... Pide en voz baja y lamentable y es una profesional sin duda, pero sin duda también es una infeliz necesitada.
Profesionales y necesitados todos lo son. Yo no creo en la fábula del mendigo capitalista. Venía un pobre viejo más sordo que un tabique, andando a trompicones con unos zapatos claveteados, llevando con un garrote el compás, y dando unos campanillazos que no parecía sino que se hundía la casa cuando él se descolgaba por aquí: ¡armaba con la portera cada zipizape...! Su modo de pedir era emocionante: “¡Aunque solo sea un poquito de pan!” Venía a la hora de comer generalmente y después de oírle, todo lo que no fuera un poco de pan, no lo podía yo comer: una patata frita venía a ser para mí un remordimiento; tan lacrimoso era el acento que aquel hombre empleaba. Un día vino, fui a darle no sé qué, y cuando se lo ofrecía, él estaba echando abajo la campanilla de la casa de enfrente... “Tome usted, buen hombre” y nada, no me oía, “¡¡Qué tome usted!!” Hube de acercarme a él y tocarle un brazo. “Soy sordo”, me dijo medio llorando. “Y yo ciega, amigo, qué le vamos a hacer; vivamos lo que se pueda”... Y no respondo de que me oyera, pues siempre me di muy mala maña para hablar a sordos: me desgañito y no me hago entender. Hace de esto muchos meses, y no le he vuelto a ver; ¿si se habrá muerto?
También me preocupa la existencia de una vieja ¡pobrecilla! Talmente parecía un ser fantástico de los que cabalgan a veces en una escoba. Traía una cesta, un palitroque, unas greñas grises y una cantinela que no interrumpía aunque le dieran limosna. “¡Una pobre vieja!... ¡Que Dios se lo pagará!, ¡que Dios se lo aumentará!” decía con voz balbuciente y velada de carraca rota. ¡Dios se lo pagará! Es esta una confesión de insolvencia que convierte al Ser Supremo en cajero de todos los tramposos; pues no hay perro chico, ni mendrugo, que su Divina Majestad “Toma tú, toma tú”, no tenga que ir pagándonos a todos... ¡Pobre corazón humano rezumando usura aunque se dirija al cielo!... Mi pobre bruja debe de haber pagado su cuenta también, con los fríos despiadados de este invierno.
Todos los sábados, a la una en punto, viene un viejo, encogido de frío en Enero y en Agosto: “¡Una limosssna!” pide; y suele añadir: “No vengo más que los sábados”. Si se le dice que hoy no tenemos, contesta con despecho “¡Bueno!” Un día le dijeron, que Dios le ampare. “Que nos ampare a todos” respondió con aire y desapareció escalera abajo rezongando como si le hubiesen llamado tonto y feo.
Pues viene otro que llama, miramos por el ventanillo y enseguida comienza muy comedido: “Muy buenos días, señora. Me encuentro sin trabajo” o bien “No tengo más remedio que pedir...” Es un ejemplar notable: es un retórico espontáneo, y mientras se queda en la puerta esperando que le den, desembucha él solo tropos muy aceptables: si se le diera cuerda, soltaría a caño abierto períodos elocuentes. Su voz, su aspecto, su ademán, son oratorios: es un râté... No es un mendigo de oficio, es un parlamentario fracasado.
La galería no es interminable, pero sí muy numerosa; a todos estos que cito los conocerán ustedes seguramente como yo. Y quédense por hoy en el tintero unos cuantos más. Pero no cerraré mi catálogo sin hacer mención de un hombre no viejo, muy tostado del sol, flaco, con los ojos saltones, mirando como si buscara algo que se le hubiera perdido por los espacios siderales; va cubierto de harapos y su cara no se lavó jamás. Nunca he visto a un fakir, pero ha de ser algo parecido... Llega a una puerta, eleva los brazos, temblequeándole las manos, y suelta una voz recia, a la vez suplicante y amenazadora, clamando de este modo a los cielos y a la tierra: “¡Seis hijos traspillaos de hambre!” Aquí relampaguea lúgubre, la luz rojiza de la injusticia social que así maltrata a los hijos de los hombres: este es el fondo, y bien patético, lo cual no quita para que la forma haga soltar el trapo, a reír... Y yo me atrevo a hacer aquí punto riendo, sin escrúpulo, porque en la Corte de los Milagros debe ser muy ancho de manga el protocolo.
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