Joaquín Abreu Orta (Tarifa, 1782 - Algeciras, 1851) fue el introductor en España de las ideas de Charles Fourier y el auténtico pionero del socialismo utópico en nuestro país. Militar de profesión, combatió en la Guerra de la Independencia, liberal de convicción, fue elegido diputado a Cortes durante el Trienio constitucional. Exiliado desde 1823, recorrió el norte de África y diversas naciones europeas para residir finalmente en Francia, donde conoció a Charles Fourier y su pensamiento. De vuelta a la península, en 1835 publicó, bajo el seudónimo de Proletario, una serie de artículos en un periódico de Algeciras, El Eco de Carteya, que fueron reproducidos en El Vapor de Barcelona. Eran los primeros aldabonazos de un futuro que estaba llamando a la puerta. Añadimos uno de esos artículos.
Yo tengo un amigo de oficio carpintero, su salud es robusta, su edad cuarenta años, su habilidad nada menos que adocenada, su economía para gastar el fruto de su trabajo poco común y trabaja cuanto puede; su mujer tiene treinta años de edad, es costurera diestra, de salud cabal y sin más ocupación que la del cuidado de su casa, de una hija pequeña que tienen y de la costura: mi amigo se ha visto forzado a expatriarse porque el trabajo de los dos era insuficiente para mantener la familia. Yo me siento con sobrado vigor para producir diez veces más de lo que consumo, no tiro el dinero y, sin embargo, me veo lleno de remiendos, nunca regalado, frecuentemente hambriento: miro alrededor de mí y, con cortísimas excepciones, no veo más que compañeros experimentando la misma desgraciada suerte.
¿Qué es esto?, me suelo preguntar a mí mismo, ¿quién ha presidido en tan inicuo orden de cosas? ¿Cuáles son las causas para que la inteligencia, la fuerza, la economía sean capaces de mantener cómodamente a un ser dotado con los medios más eficaces de producir y conservar? Todo está bien al salir de las manos del autor de la naturaleza, todo degenera entre las manos de los hombres, dice un autor celebre; yo lo creo así porque esto llena mi corazón y mi entendimiento; yo busco, en consecuencia, el origen de mis males en el orden social que el hombre se ha establecido.
Trabajar y consumir el fruto de su trabajo, trabajar del modo más conforme a la organización del individuo son dos derechos que cada cual tiene en la asociación, cualquiera de ellos que no se practique ha de causar perturbaciones y miserias que aumentarán si los dos se violan. No basta que estos derechos se consignen en los libros, en las leyes: es indispensable que se cumplan, de otro modo no puede haber bienestar en los individuos. ¿Es la tendencia de las leyes conocidas a asegurar la ejecución de estos derechos? No, por cierto, ellas se esmeran únicamente en declarar los derechos, pero el cuidado de la ejecución lo dejan exclusivamente al individuo impotente. ¿Qué haremos mi amigo y yo para satisfacer nuestro apetito que proviene de no haber encontrado el trabajo que buscábamos, de que el salario, cuando lo logramos, es insuficiente a nuestra necesidad? La declaración de los derechos del hombre y otras muy ponderadas no nos alimentan, son los hechos declarados en ellas los que nos valieran.
Veamos un poco. El trabajo es el primer elemento de la producción, porque son nulos los frutos que espontáneamente nos diera la naturaleza y porque aún fuera menester trabajar para recogerlo; pero el trabajo se hace más o menos productivo en razón a la mayor o menor inteligencia con que está dirigido: un hombre empleará tanta fuerza en pulverizar una piedra como emplearía en amasar el pan; sin embargo, los diversos resultados hacen palpable que cuando el trabajo está bien dirigido se obtienen productos útiles y más abundantes; esto es, que la ciencia es otro elemento de producción.
El capital no es otra cosa más que la representación de un trabajo acumulado: la reja del arado es un capital, es el fruto de seis días de trabajo dado por un herrero; el arado, los bueyes, etc., son otro capital, el producto de muchos días de trabajo empleados por uno o muchos individuos de diversos oficios. Lo mismo sucede con los telares, molinos, etc., y cualquiera máquina o instrumento que empleamos en la producción: todos son la representación de muchos días de trabajo, la acumulación de ellos. Sin estas máquinas, sin estos instrumentos no podríamos trabajar, o nuestro trabajo sería muy poco productivo, luego el capital es otro elemento de producción.
Tres, pues, son los elementos de producción: el trabajo, la ciencia, el capital; todos concurren a ella, cualquiera que falte deja en la nulidad al fruto, por consiguiente, para que éste se distribuya equitativamente es indispensable que haya un reparto entre los tres proporcional a la importancia de las funciones de cada uno. Si el capital representa veinte días de trabajo, la ciencia diez y el trabajo cinco, el fruto se deberá repartir entre treinta y cinco, tomando cada cual la parte que le corresponde.
Los cálculos que con los tres elementos indicados se pueden formar sobre cualquier establecimiento dejarán conocer que la parte del fruto retirada por el capital es muy superior a la que le corresponde; del resto saca también su ventaja la ciencia y el mísero trabajo experimenta la injusticia de los dos. Así, en primer lugar, los que ejercitan el trabajo acosados de una necesidad perentoria reciben por compensación calculada, no sobre la parte de fruto que les correspondiera, sino por lo indispensable a mantener miserablemente su existencia, el salario que el capital y la ciencia señalan. Si alguna vez los trabajadores reunidos exigen y obtienen por los diversos medios conocidos alza de precio, nunca esta ventaja es permanente ni deja de ser mezquina. Cuando los proletarios romanos hicieron palpable la importancia de sus funciones desde el Monte Sacro, fueron unos necios al contentarse con la declaración de algunos derechos, la organización de un orden que les asegurase de hecho el fruto entero de su trabajo es lo que debieron pedir y obtener.
Aunque no tan mal retribuida, la ciencia ha hallado más fácil pactar con el capital que defender al trabajo. Los que la siguen llenan las antesalas de los capitalistas, ensalzan la marcha que a todos nos devora, ofrecen mejoras de un venturoso porvenir, conciben planes, sistemas que luego desacredita la experiencia intrincándonos más en un laberinto de muy difícil salida, y reciben ellos mismos una menguadísima retribución comparada con la que les correspondiera por la utilidad de sus diarios descubrimientos. Aplíquense ellos a prestamos un modo de hacer la justa distribución de la producción, dejen de quemar incienso al capital, considerándolo como único capaz de dar la ley, líguense con nosotros los pobres y entonces vendrá el desengaño de que las fuentes de la riqueza pública no están donde nos las tienen indicadas, sino en que cada uno consuma lo que es suyo.
El capital, por su parte, si bien absorbe toda la riqueza producida menos la absolutamente indispensable a mantener la vida de los que trabajan y la corta que se llevan sus aduladores, percibe mucho menos de lo que recibiría doblando, triplicando, etc., la producción. Esto no podría dejar de suceder si se acabase la lucha entre intereses tan opuestos como los que actualmente nos guían, si el trabajo saliese de la esclavitud en que se halla, si la ciencia estuviese remunerada e independiente, si la conveniencia del individuo ocupado en cualquiera de los elementos de la producción fuese parte de la conveniencia pública.
Entonces, reunidos los esfuerzos a un mismo fin, la producción sería aumentada prodigiosamente, cabiendo al capital rentas muy superiores a las que hoy saca con tanto perjuicio de la comunidad; al sabio, la justa retribución debida al aumento del fruto que dieran sus invenciones; al trabajador, la verdadera perspectiva de riqueza, porque sólo la economía bastará para hacerlo a su vez capitalista. No es así, y por ello no hay calamidad pública que deje de convenir a algunas clases o individuos. Los albañiles tienen ventaja, por ejemplo, en los terremotos; los médicos, en las epidemias; los comerciantes, en las hambres.
El capital, en fin, sostenido por la ciencia, ha logrado ya establecerse base de la legislación; las graves cuestiones ya no se deciden sin la intervención de los capitalistas; el capital no sólo se contenta con usurpamos gran parte del fruto del trabajo presente, sino que liga más y más el trabajo futuro, condenando a las generaciones que han de venir a mayores desgracias que las nuestras.
¿Contra quién deberán dirigirse nuestros comunes lamentos? No contra los capitalistas, porque ellos quieren lo que está en la naturaleza humana, aumentar lo que poseen; y no pueden hacerla de otro modo sino empleando los medios conocidos, dando por cuatro lo que vale dos y recibiendo por dos lo que vale cuatro. No contra los trabajadores, porque en su ignorancia sólo siguen el impulso que reciben. Son los sabios, pues, los que nos han perdido con sus falsas doctrinas. Recurramos a ellos; en todas clases hay hombres generosos en quienes el amor al orden y a la justicia es superior al de su misma existencia, que digan si es necesaria la ilustración para que el que tiene hambre alce la mano a tomar el pan que se le presenta; para que tome la capa el que tiene frío; para que se acerque después a su semejante y se complazca en su compañía, etc., etc., etc. Si esto es así, condenen esas teorías reinantes de bienestar, semejantes al miraje de Egipto, que de error en error nos van conduciendo Dios sabe dónde, y llévennos a lo positivo para darnos paz sin la que nada hay que esperar.
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