Lenin y Trotsky en una pegatina de la Liga Obrera Comunista, 1982 (Archivo La Alcarria Obrera)
En 1933 la Editorial Vida Nueva publicaba el libro La revolución española de León Trotsky, donde el pensador marxista ruso analizaba los últimos acontecimientos de la vida pública española, que habían desembocado en la proclamación de la Segunda República. Para la edición, se encargó un prólogo a Juan Andrade, uno de los más destacados dirigentes del comunismo heterodoxo hispano. Escrito en diciembre de 1932, en él se analizan los repetidos ataques del PCE contra la joven República, la hegemonía de la CNT en el movimiento obrero español y el desprecio de todos los comunistas por el anarquismo, el carácter táctico de la alianza de comunistas y anarquistas que no tenía más objetivo que desplazar a los ácratas de la hegemonía sindical, el abierto enfrentamiento entre los grupos trotskistas que acabaron fundiéndose en el POUM, la lucha entre un estalinismo que hablaba de anarcofascismo y un trotskismo que hablaba de anarquismo contrarrevolucionario…
Vida Nueva, que a pesar de no abrazar ninguna doctrina política determinada, tiende a divulgar todas las manifestaciones del pensamiento moderno, quiere, con esta compilación de los trabajos de León Trotsky en torno a los grandes problemas políticos españoles en general y del movimiento obrero en particular, dar a conocer los juicios del más autorizado revolucionario internacional y teórico marxista de nuestra época sobre las cuestiones que el desarrollo de la revolución ha planteado en España antes y después del 14 de abril de 1931. Al hacer esto Vida Nueva cumple una función meramente informativa, y si me confía esta presentación de la obra es únicamente porque mi compenetración ideológica con el autor puede en pocas líneas servir para explicar sin deformación alguna el objetivo perseguido por Trotsky, cosa importante en estos momentos en que para combatirle políticamente se recurre incluso a adjudicarle la paternidad de recopilaciones, poco inteligentemente hechas, de malos recortes de periódicos.
Al igual que su maestro Carlos Marx, que en 1854 consagró varios artículos a los problemas de la política en España, artículos que después han sido recogidos en un volumen bajo el mismo título de La revolución española, León Trotsky, en la etapa culminante de la historia contemporánea de nuestro país, ha seguido con atención el desarrollo de los hechos y ha procurado con su experiencia de dirigente máximo de la revolución de Octubre orientar a la clase trabajadora española. Para seguir al día la revolución, se unían a las dificultades de la distancia los obstáculos de hallar la documentación precisa y la urgencia de no demorar los conceptos tácticos para que no resultaren anulados por nuevas conmociones. La lectura de los trabajos que constituyen este tomo demostrará que supo salvar los inconvenientes y encontrar el acierto en los pronósticos.
Quizás el lector estimará que el examen de los sucesos políticos y el señalamiento de la estrategia a seguir ante ellos se limita sólo al primer semestre del pasado año, para no volver sobre el tema español hasta septiembre del actual. En primer lugar, en los trabajos escritos en los siete primeros meses de 1931 se formulan concepciones que tienen todo un valor programático general; por otra parte, las normas de actuación que se establecen son peculiares de todo un sistema de estrategia política revolucionaria. Pero, además, otras circunstancias han hecho que el autor no haya podido seguir al día el curso de los acontecimientos españoles. Toda su atención se ha concentrado en estos últimos tiempos en la situación alemana, donde con una proyección más amplia y mundial se ponían al descubierto todos los desatinos de una política de aventurerismo demagógico. Es toda una escuela seudoteórica la que Trotsky ha combatido a la luz de los acontecimientos españoles el pasado año, y del desarrollo de la revolución en Alemania este año.
“La revolución española y la táctica de los comunistas”, escrito en el mes de enero, después de los sucesos de Jaca y del complot de diciembre, tiende a estimular, ante las inmediatas contiendas, la intervención de los comunistas en la lucha por la liquidación de la monarquía feudal. El comunismo oficial había establecido una serie de premisas teóricas, que no tenían en la práctica otro alcance que aislar al partido del movimiento y dejarle en el desierto lanzando estentóreos vivas y consignas ultrarrevolucionarias no secundadas por nadie. Contando con apenas mil afiliados en la península, sin atender a la correlación de fuerzas, reaccionando ante los acontecimientos como puros bakuninistas, los dirigentes españoles, cumpliendo las instrucciones de los jefes internacionales, formulaban aspiraciones demagógicas, inspiradas, al parecer, en el deseo de quedar flotando en el vacío, pero satisfechos de su imaginación en la invención de la frase revolucionaria. La consigna lanzada el 14 de abril -¡con menos de mil afiliados!- de “todo el poder a los soviets” puede quedar como ejemplo perenne de estridencia detonante e ineficaz.
Era evidente que la situación de aquellos meses (diciembre a marzo de 1931) tenía que tropezar con una salida: o una nueva dictadura más feroz y consciente que la de Primo de Rivera o el desmoronamiento de la monarquía feudal. Si la hegemonía en el movimiento obrero revolucionario la poseía el anarcosindicalismo y el partido comunista no jugaba un papel decisivo, era lógico que este último, para no naufragar en el impulso revolucionario y en el ilusionismo democrático de las masas, al mismo tiempo que para procurar dirigir sus luchas políticas, tratase de seguir una norma de conducta bien orientada. La tendencia en la clase obrera hacia una acción mancomunada era una base firme para plasmar este anhelo de organización. Con este fin preconizaba Trotsky la constitución de juntas revolucionarias, organismos de frente único y de lucha obrera. Con ello evitaba el partido comunista el dejar a las masas trabajadoras abandonadas al aventurerismo ocasional de los anarquistas. Pero esta táctica englobaba otra finalidad: la de profundizar la separación ideológica de los militantes obreros y campesinos socialdemócratas de sus jefes, mediante la comprobación de sus claudicaciones y traiciones en la acción diaria.
Los acontecimientos del 14 de abril cogen desprevenido al partido, parcelado y sin concepción de las necesidades políticas de la hora. Lo mismo que en la actualidad con respecto a Alemania, los dirigentes de la Internacional Comunista, es decir, la burocracia stalinista, y por tanto sus meros ejecutores, los “líderes” de entonces habían desvalorizado la importancia del movimiento revolucionario español. Hechos a la divulgación de recetas aplicables a todos los casos, no habían previsto las situaciones concretas. En el cálculo de sus evaluaciones se había establecido que la descomposición de la monarquía feudal no tendría otra alternativa más que la revolución social, y se descartó la escapatoria republicana, es decir, la etapa democrática. Cogidos de sorpresa, el camino era persistir en el error clamando por la toma del poder por los soviets, unos soviets tan inexistentes como el propio partido.
Establecer una táctica justa en un período de inestabilidad revolucionaria supone, en primer lugar, no sobreestimar las propias fuerzas. No se trata para un partido comunista de obtener un éxito publicitario en el exterior, si no de jugar un papel efectivo en el curso de los hechos y de las acciones de masas. Por otra parte, no se puede partir de la concepción inicial de que el enemigo se dejará engañar fácilmente. Basando las perspectivas futuras en este error, no se llega más que a estrellarse en el fracaso. Lo que distingue a la escuela (¿?) stalinista es su suficiencia pretenciosa, su reiteración en el error para cubrir el prestigio burocrático. Más que los intereses en sí de la revolución, se defiende el prestigio de la casta oligárquica.
El 14 de abril se despertó un profundo ilusionismo democrático en las masas pequeñoburguesas, obreras y campesinas. Los comunistas no podían ni debían aceptar semejantes ilusiones; pero tampoco podían ignorarlas. Su táctica debió haber consistido en fomentar estas ilusiones en los que tenían de progresivas, y en lo que había de eficacia en ellas para impulsar el ritmo de la revolución. Es decir, que el partido en su aspiración de conquistar la hegemonía en la dirección de las masas obreras, debiera haber llevado a sus últimas consecuencias las consignas democráticas. El partido, por el contrario, se planteaba diariamente como finalidad inmediata la toma del poder. Confundiendo el deseo de los comunistas con las perspectivas reales del movimiento, se caía en la esterilidad, en el aislamiento. Con la correlación de fuerzas de entonces, ¿cómo era posible, desde un punto de vista marxista, proponerse tareas tan desproporcionadas? Semejante situación sólo podía conducir a la táctica de golpes de mano desesperados.
En eso precisamente residía el peligro que Trotsky denunció, para evitarlo, en su segundo trabajo “La revolución española y sus peligros”. El fortalecimiento de la clase dominante del nuevo régimen, la concepción errónea de un falso ascendiente entre el proletariado por parte del partido comunista ofrecía la posibilidad de que el aventurerismo de los dirigentes españoles, animado y encauzado por los “jefes” internacionales, condujese a una de esas explosiones de masas que la historia conoce con el nombre de “jornadas de julio”. EL hecho, afortunadamente, no se produjo; pero no por falta de voluntad de los stalinistas internacionales y españoles, sino porque la escasez numérica del partido, su falta de influencia positiva entre las masas, no le permitió ser el protagonista de dichas “jornadas”. Abonaba la tendencia del partido y de la Internacional Comunista hacia esta actuación aventurera la fórmula stalinista de la “revolución obrera y campesina y dictadura democrática”, o, lo que es lo mismo, una panacea intermedia, preconizada ya en China por Stalin y sus epígonos, entre la revolución burguesa y la proletaria. El partido se planteaba así la cuestión: nuestra fuerza no es suficiente para llegar a la dictadura del proletariado, pero, entretanto, limitémonos a realizar la “revolución obrera y campesina”. Y, mientras… se profundizaba la separación del partido y de las masas obreras, y éstas seguían bajo la influencia directa de los anarcosindicalistas y socialistas.
El objetivo concreto planteado era, no la lucha por el poder, sino la lucha por la conquista de las masas para asaltar el poder. Pero de un error de principios se deriva toda una serie de errores en la táctica. Si en aquel período el partido comunista despreciaba el combate por las consignas de la democracia, era evidente que quedaba al margen de las masas y que abandonaba en la realidad la conquista eficaz de las mismas. Sobre el terreno de la actuación de las juntas obreras, popularizando en todo su radicalismo las consignas democráticas, agrupando en un frente único a la clase trabajadora, se hubiera destacado la verborrea contrarrevolucionaria del anarquismo y el papel agente del capital del socialismo. En momentos de intensidad revolucionaria, la misión de la vanguardia obrera es formular consignas francamente combativas que no se desprendan directamente del programa, pero que estén inspiradas en las necesidades prácticas de la lucha diaria y que sirvan para impulsar revolucionariamente a las masas.
Los stalinistas sustituyen el análisis marxista por un esquematismo fanfarrón y plebeyo. En la cuestión del frente único, el ultimatismo constituye la última invención de la necedad política. La teoría del “socialfascismo” ha originado internacionalmente innumerables errores estratégicos. Para España, donde los anarquistas representaban y representan un papel fundamental entre los obreros de instinto revolucionario, había que ingeniarse una nueva fórmula y se ingenió: el anarcofascismo. Las palabras por sí suelen ser políticamente inofensivas, siempre y cuando no sean lanzadas como conclusión de una teoría. En esto precisamente todo el mal del “socialfascismo” y en España también del “anarcofascismo”: en que es una teoría y en que tiene un desarrollo práctico. Desarrollo que se manifiesta esencialmente en el movimiento sindical y en la política de frente único.
Trotsky preveía, desde el comienzo del proceso revolucionario, el papel nefasto que estaba destinado a desempeñar el anarquismo. Los hechos lo han confirmado; pero al mismo tiempo han ratificado también que el stalinismo, que se paga mucho de las palabras gruesas, es incapaz de acertar a neutralizar la fuerza del anarcosindicalismo. Toda la revolución se ha desenvuelto llevando la dirección del movimiento obrero revolucionario los elementos anarquistas. La incapacidad política del anarcosindicalismo es tan absoluta, que sólo a la derrota puede conducir; eso sí, en medio de un derroche de heroísmo y de espíritu combativo. La relación de fuerzas del anarquismo y del comunismo cerca de la clase obrera puede decirse que no se ha modificado desde el 14 de abril, cuando el frente del anarcosindicalismo ha sido tan manifiesto que se debía de haber roto la desproporción numérica a favor del partido comunista.
La clase obrera en general no podrá creer en la sinceridad de la propaganda de los comunistas sobre la unidad y el frente único, si los propios comunistas no comienzan por establecer su unificación. Pero no es esto solo. El acierto en la política del partido cerca de las masas obreras estaba y está en gran parte condicionado por su acierto en la política interior del partido. El comunismo en España ha ofrecido el ejemplo monstruoso de caminar dividido y descompuesto durante toda la ruta de la revolución. En este sentido tiene un gran valor histórico la carta de Trotsky, que se reproduce en este tomo, dirigida al Buró Político del partido comunista ruso. La carta está fechada en los momentos más intensos del proceso revolucionario, es decir, cuando objetivamente se hacía más perentoria la unificación de todas las fuerzas comunistas españolas. Por eso Trotsky, a través de todos sus estudios dedicados a la situación política española insiste en el mismo tema, al cual están ligadas toda una serie de cuestiones.
El día 5 de mayo Trotsky formula los “diez deberes del comunista español”. Frente a la incoherencia y confusión de los elementos del comunismo oficial, Trotsky estructuraba en forma concreta la táctica a desarrollar. Consciente, aunque distante, de la escasa fuerza numérica del partido, repetía en todos sus escritos la necesidad de conquistar una influencia real entre los trabajadores. Partiendo de esta premisa, señalaba la estrategia a seguir ante cada situación. Hoy día podemos ya ver con una perspectiva histórica el valor de las posiciones fijadas entonces. El partido comunista, alentado por constantes estridencias y frases demagógicas, no ha jugado ningún papel político esencial, aunque sus militantes, individualmente, han dado reiteradas pruebas de arrojo y sacrificio.
La polémica entablada sobre el Bloque Obrero y Campesino tiene un significado sintomático. El partido dirigido por Joaquín Maurín había canalizado el descontento existente en la región catalana contra los procedimientos empleados en el partido. Pero, a su vez, esta organización aprovechaba dicho malestar no para colocar a su organización sobre un terreno político justo, sino para orientarla en un sentido erróneo y lleno de dobleces. El equívoco creado así daba lugar a peligros de gravedad política. Su desarrollo posterior ha demostrado que dicho partido ha quedado reducido a una organización pequeñoburguesa separatista, alejada teóricamente del marxismo.
Desde el mes de junio del pasado año no dedica Trotsky ningún trabajo a España hasta el mes de septiembre del actual, con su artículo “Los kornilovistas y los stalinistas españoles”. Ante la realidad de la actuación, y sobre todo partiendo del análisis que la misma prensa comunista oficial hace del resultado de los acontecimientos, se ve como la Internacional Comunista y sus representantes en España, por seguir una política de puro verbalismo revolucionario, han dejado pasar sin una intervención acertada todas las situaciones concretas de interés político en que la fisonomía del partido podía destacarse ante las masas obreras. El partido comunista se vio obligado el 10 de agosto a apoyar objetivamente al gobierno republicano-socialista, y al mismo tiempo no obtuvo ningún resultado palpable políticamente con su actuación, independientemente de la derrota de los generales monárquicos. Si durante todo el curso de la revolución el partido comunista hubiera seguido una política consecuente, el 10 de agosto hubiera significado un gran fortalecimiento de sus posiciones entre la clase obrera, y al mismo tiempo que la derrota de los generales, el debilitamiento del gobierno republicano-socialista. Con la táctica seguida se ha permitido que el gobierno republicano, inmediatamente de la derrota de los generales, derrota debida sólo a la reacción resuelta de la clase trabajadora, se volviera inmediatamente contra el movimiento revolucionario obrero para desencadenar una represión feroz.
En todos los trabajos de este tomo se ve que reiteradamente el autor se esfuerza por explicar el alcance internacional de los mismos, e insiste una y otra vez para que los militantes extranjeros los sometan en sus reuniones a discusión y sigan de cerca los hechos. La táctica seguida por la Internacional Comunista en España el año pasado, como en la actualidad en Alemania, no tiene meramente un carácter local o nacional: se deriva de la teoría general imperante en la dirección actual de la Internacional. La táctica seguida es puramente la modalidad de actuación de una doctrina: la stalinista. Por eso las enseñanzas deducidas del curso de la revolución en España tienen una ejemplaridad internacional. No es puramente la dirección del partido comunista español la que se ha mostrado como fracasada, sino la propia dirección de la Internacional Comunista.
Estos trabajos, cuando alguno de ellos se publicaron, dieron lugar a un desencadenamiento impetuoso de los ataques contra Trotsky y los defensores españoles de su política. La numerosa prensa comunista oficial de todo el mundo dedicó los más duros ataques a Trotsky. Se falsificaron y deformaron las posiciones. Se llegó a decir que Trotsky y la Oposición Comunista preconizaban una colaboración y un apoyo a los ministros socialistas. La simple lectura de los trabajos es suficiente para demostrar la mala fe y la perversidad de semejantes ataques. En cambio, el tiempo se ha encargado de confirmar todos los pronósticos, desgraciadamente para el comunismo español e internacional.
En el mes de enero de 1931, Trotsky decía en su trabajo “La revolución española y la táctica de los comunistas”, “…la victoria de la revolución española se puede considerar como asegurada, por lo menos hasta el momento en que el Ejecutivo de Madrid sea acusado por Stalin y Manuilsky de haber aplicado erróneamente la línea general”. En octubre de 1932 se ha confirmado esta profecía de Trotsky, y el Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista ha destituido a la dirección Bullejos-Trilla-Adame-Vega, que durante todo el proceso de la revolución española, iniciada el 14 de abril, había estado al frente del partido. Una vez más se repite la historia: para cubrir sus propias faltas, el stalinismo no tiene reparo en ejecutar políticamente a aquellos que hasta ahora sólo fueron fieles ejecutores de sus órdenes. Sálvese el prestigio burocrático… aunque se pierdan las revoluciones.
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