Edward Hallet Carr (1892-1982) es uno de los historiadores de los movimientos sociales más interesantes, tanto por su carácter pionero, pues publicó sus primeras obras en los años treinta del siglo pasado, como por la erudición que sustenta su obra, entre la que destacan los catorce tomos de su Historia de la Rusia soviética. Uno de sus libros más conocidos es el titulado Los exiliados románticos, en el que traza una biografía individual y colectiva de Mijaíl Bakunin, Alexander Herzen y Nikolai Ogarev. En el Epílogo de esta obra, escrita en 1933, muestra abiertamente su simpatía por Karl Marx y su desprecio por Mijaíl Bakunin, al que llega a reprochar no haberse muerto antes para mayor gloria del padre del socialismo científico. La realidad que se puso al descubierto con el hundimiento de la Unión Soviética es un ajuste de cuentas con el pretendido carácter científico del marxismo y con la visión de Carr de Marx y Bakunin.
La tragedia de Liza [Herzen] es una adecuada conclusión para la historia de los Exiliados Románticos. Seis meses más tarde, Bakunin, el en otro tiempo apodado «Liza mayor», murió en Berna, en la misma obstinada actitud, que mantuvo durante toda su vida, de negarse a aceptar un compromiso con la realidad. Un año más, y la muerte de Ogarev en Greenwich se llevó al último de aquella brillante generación de los años cuarenta que habían dejado a Rusia en la plenitud de su fe y su esperanza, y que ahora, treinta años después, yacían en dispersas e ignoradas sepulturas, en suelo francés, suizo o inglés. Antes de su muerte la corriente ya había barrido su pasado y los había dejado en la ribera tristes y desamparados, lejos de las principales corrientes del pensamiento contemporáneo. Es un lugar común decir que la generación de Herzen, Ogarev y Bakunin -como cualquier otra generación- fue una generación de transición; pero la transición por la que esta generación tuvo que pasar fue turbadoramente rápida, y los hombres, como Herzen y Bakunin, procedentes de un país cuyo acervo filosófico y cuyas formas contemporáneas de pensamiento a la moda llevaban un retraso de treinta años con respecto a los de Europa, se encontraron reemplazados mucho antes de haber completado la tarea asignada o de haber empezado a decaer sus facultades naturales. No pudieron disfrutar, como más afortunados profetas, de una vejez reverenciada y admirada. Otras voces arrastraban a sus discípulos mientras ellos aún seguían predicando su evangelio. La historia de los Exiliados Románticos acaba, apropiadamente, en tragedia y -peor aún- en tragedia teñida de futilidad, pero ellos tienen su lugar en la historia. A los cincuenta años de su muerte, la Revolución rusa honró a Herzen como a uno de sus más grandes precursores, dando su nombre a una de las principales vías de la capital, y, para admiración y ejemplo de la moderna juventud revolucionaria, le erigió un monumento, así como a Ogarev, en el recinto de la Unidad de Moscú.
Bakunin podía haber tenido -a no ser por una circunstancia- su justo lugar junto a ellos. Incluso, en justicia, podía haber reclamado un monumento más espléndido, pues Bakunin fue, incomparablemente, el mayor líder y agitador salido del movimiento revolucionario del siglo XIX. Pero cometió un error. Debía haber muerto, como Herzen, o refugiarse como Ogarev en el retiro y la decrepitud. De hecho, vivió para enfrentar sus debilitadas fuerzas contra el impulso de las nuevas generaciones y disputar a Karl Marx, en nombre del anarquismo romántico, el caudillaje de la revolución europea. En 1872 Marx provocó su expulsión de la Internacional y ello determinó su exclusión, para siempre, del santoral revolucionario. No se encuentra ningún monumento, ningún recuerdo de Bakunin dentro de los confines de la Unión Soviética.
La originalidad de la nueva doctrina revolucionaria de Marx no radica, como han pretendido sus pocos escrupulosos adversarios, en su carácter rapaz o destructivo -Proudhon ya había definido la propiedad como un robo y Bakunin fue, con mucho, más ardiente apóstol de la destrucción que Marx-, sino en la esencia misma de sus postulados.
Antes de Marx, la causa de la revolución había sido idealista y romántica, objeto de intuitivo y heroico impulso. Y Marx la hizo materialista y científica, objeto de deducción y frío razonamiento. Marx substituyó la metafísica por la economía, los filósofos y los poetas por los proletarios y los campesinos. Trajo a la teoría de la evolución política el mismo principio de metódica inevitabilidad que Darwin había introducido en la biología. Las teorías darwinista y marxista son estrictamente comparables en la severidad con que subordinan la naturaleza y la felicidad humanas al devenir de un principio científico. Y han demostrado ser los más importantes productos de la ciencia victoriana y los que han ejercido una mayor influencia.
Cuando Karl Marx substituyó a Herzen y Bakunin como la figura más prominente de la Europa revolucionaria, empezó realmente el amanecer de una nueva era. La incolora y respetable monotonía de la vida doméstica de Marx ya ofrece un sorprendente contraste con la abigarrada diversidad de la vida de los Exiliados Románticos. En éstos, el Romanticismo halló su postrera expresión; y aunque sobrevivió en Rusia un puñado de osados terroristas y en Europa otro de pintorescos anarquistas, el movimiento revolucionario adquirió, más y más, a medida que avanzaban los años, las serias, dogmáticas y realistas características de los últimos tiempos victorianos. Y con la persona de este típico savant victoriano, Karl Marx entró en una fase cuya vitalidad todavía no se ha agotado.
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