Retrato del Brigadier Manuel Villacampa del
Castillo (Archivo La Alcarria Obrera)
El 19 de septiembre de 1886 el brigadier Manuel Villacampa
se sublevó en Madrid y avanzó hacia la Puerta del Sol para proclamar la
República en España, poco más de una década después de que el general Arsenio
Martínez Campos la enterrase con su pronunciamiento en las playas de Sagunto y
cuando el país aún vivía agitado por la repentina muerte del rey Alfonso XII y
la inestabilidad provocada por una restauración monárquica que ceñía la corona
a un niño recién nacido. Manuel Ruiz Zorrilla, desde su exilio parisino, y los
últimos militares republicanos que habían sobrevivido a los cambios producidos
en el ejército español desde el final del Sexenio Revolucionario, se embarcaron
en una intentona precipitada y que era más el resultado de un voluntarismo
aventurero que de una necesidad social. El semanario anarquista madrileño
Bandera Social publicó entre el 30 de octubre, cuando se levantó la censura
militar tras el fallido alzamiento militar republicano, y el 25 de noviembre un
análisis de la situación que permite conocer hasta qué punto se habían alejado republicanos
y anarquistas.
SOBRE LO PASADO
I
Apaciguada algún tanto la marejada que produjeran los sucesos del 19 de
septiembre, debemos cumplir la palabra empeñada y, aunque por modo somero, dar
nuestra opinión cuanto á los acontecimientos ocurridos en esta localidad.
Podíamos haberlo hecho con sólo tergiversar el orden de nuestro trabajo
durante el estado de sitio, pues los fusionistas mostrábanse ávidos de poder
apuntar un detalle, fuera de donde quisiera, con tal que este detalle redundara
en perjuicio y nuevo cargo contra los vencidos.
Pero este salvoconducto, á precio tal adquirido, repugnaba á nuestra
hidalguía, y antes que servir intereses bastardos, hubiéramos preferido cien
veces arrostrar las consecuencias de la persecución, guardar silencio ó romper
nuestra pluma; todo, en fin, menos atacar á los que se encontraban amordazados,
perseguidos y encarcelados.
Malquistos con los republicanos burgueses, cuya conducta ni es garantía
de la libertad ni de la justicia, en lo que entendemos nosotros por justicia y
libertad, la ocasión que se nos presentaba era propicia, no para vengarnos,
sino para devolverles cuanto daño nos han hecho, hacen y harán en lo sucesivo.
Hoy, pues, que las circunstancias han cambiado, y todos tienen expedito
el camino de la propia defensa, escudriñemos con ánimo sereno, y siguiendo el
derrotero de la lógica y la razón, las causas determinantes del movimiento
frustrado.
Espectadores, digamos así, no interesados en el asunto directamente,
podemos hacer desde nuestro punto de vista un juicio exento de la pasión propia
de quienes han sido actores ó debieran haberlo sido.
Para ello, pues, debemos retrotraer la política española, eso que se
llama política, á tiempos un tanto anteriores á la fecha del 19 de septiembre; que,
aunque ésta parezca la decisiva, por lo reciente, reconoce causas incubadas con
antelación y gérmenes procreadores bien distintos y extraños á los en esa noche
manifestados, por más que en el encadenamiento de la historia tengan
explicación categórica.
Fijemos nuestro punto de partida en la Revolución de septiembre de 1868,
y desde entonces, dando la mano á los hechos acontecidos, llegaremos al que es
hoy todavía el tema obligado de la discusión.
La revolución de septiembre hubiera sido, ni más ni menos, que un motín
de la soldadesca
(calificación dada á la
última asonada por El
Imparcial) sin la aquiescencia
del pueblo. Los militares, que con tanta frecuencia se ofuscan, han querido
mermar la parle que le correspondía al pueblo en aquella jornada, atribuyéndose
para sí la gloria ganada en Alcolea. Basta para contrarrestar esta opinión la
consideración de que el gobierno, si hubiera tenido confianza en la
tranquilidad de las poblaciones, hubiera desguarnecido todas las plazas y
acumulado tal número de fuerzas en Alcolea, que probable es que hubieran tenido
que volver á la emigración los apóstoles de España con honra.
Pero sucedió lo contrario, y triunfó la Revolución. Tres años hacía que
aquella misma Revolución había sido derrotada en las calles de Madrid. Después
de la batalla se llevaron á cabo por la reacción triunfante larga é
interminable serie de fusilamientos.
Si los revolucionarios debieron usar la ley de las represalias con sus
verdugos del día antes no es asunto para discutido ahora; lo cierto es que fueron
más generosos que lo había sido aquella reina y su gobierno responsable y no
causaron más víctimas que las ocurridas en el fragor del combate.
No hubo, pues, fusilamientos, cosa que tanto pábulo ha dado ahora, y la
Revolución se consolidó, como en política se dice, por medio de la soberanía nacional.
Esta misma señora eligió Cortes, no sin que antes estallara aquella formidable
insurrección republicana entre cuyos jefes se contara el benévolo Castelar.
Domeñados los republicanos, en cuyo desastre parece debieran andar las concupiscencias,
quizá la traición de algún jefe timorato, las Cortes votaron la monarquía, y más
tarde á Amadeo I rey de España.
Los realistas borbónicos apenas se atrevían á levantar la cabeza, y á
pesar de haberse hecho las elecciones por sufragio, sólo lograron traer á ellas
unos cuantos representantes. ¡Si tendrían prestigio!
Como no pretendemos hacer historia descriptiva sino examen retrospectivo,
pasamos por alto la muerte de Prim, las intrigas sin nombre de Montpensier y
sus obligados para coronarle... y llegamos al momento en que Amadeo, á quien no puede negársele en justicia
las buenas cualidades personales, cansado de sufrir impertinencias y lidiar un
día y otro día con esa chusma que se llama hombres políticos, abandonó el
trono, prefiriendo la vida del simple particular á tener que habérselas cotidianamente
con entes que reflejaban en todos sus actos un fondo de innobles pasiones y de
ruines aspiraciones.
Todo quedó como una balsa de aceite, al parecer. Pero los monárquicos,
que si habían transigido por especulación, veían se iban á oscurecer en cuanto
llegaran las elecciones de desandar lo andado. Al efecto, secundados ó
engañando á los inocentes batallones monárquicos, dieron el grito de rebelión y
se encerraron en la plaza de toros.
Confiaban en la artillería, la Guardia civil y otros refuerzos, y tenían,
sabido es de todo el mundo, el proyecto de entrar á sangre y fuego contra los de
las gorras coloradas. Conocida era en su mayor parte toda aquella generalesca incitadora del motín; muchos
de ellos fueron hechos prisioneros, y sin embargo, los republicanos ni
los fusilaron ni los desterraron, sino que los trataron con la mayor
consideración, proporcionando á algunos abrigo y acompañándolos hasta su casa.
Es decir, que una vez que triunfó la reacción monárquica, 1866, fusiló y
encarceló á diestro y siniestro, y dos veces que triunfaron los llamados revolucionarios,
1869 y 1873, perdonaron generosamente á los vencidos.
El contraste es digno de señalarse. Pasemos de otro salto á las
elecciones republicanas, luciéronse éstas también por sufragio universal. ¿Cuántos
diputados borbónicos vinieron á aquellas Cortes?
Expedito tenían el camino; así es que si no obtuvieron sufragios, debióse
esto á que su causa estaba por todo extremo desacreditada ante la opinión de un
pueblo que sabía perfectamente lo que podía esperar de aquella Isabel como
reina y como mujer. Esta repugnancia que el pueblo les manifestaba debió
encender su amor propio y animarles á dar más recursos á las cuadrillas de
salteadores, que con la bandera del carlismo, asolaban á los pueblos y
asesinaban á los indefensos.
Hasta los más alejados de la política sabían á ciencia cierta que
aquellos carlistas no tenían de tal causa sino la boina, su ignorancia y las
perversas mañas que esta causa lleva en pos de sí. En el fondo de aquella superficie
que gritaba ¡viva Carlos VII! Se agitaba otra cosa, y aquella cosa era la
restauración alfonsina. Los jefes más importantes eran alfonsinos, el dinero
era de la misma procedencia, la artillería, jefes y cañones, habían salido de
las filas y de los bolsillos isabelinos.
Si los republicanos de entonces hubieran sido revolucionarios, con gran
facilidad habrían sofocado el movimiento carlista-alfonsino.
Y no habrían menester para ello de aquellas tremendas quintas. Bastaba
con que se hubieran acordado que el foco de la insurrección no estaba en los
campos sino en las poblaciones. Una medida revolucionaria hubiera dado más al traste
con el carlismo-alfonsino que cien batallas. Pero no supieron ó no quisieron.
Todos sus cabezas tenían miedo á la Revolución, y como decían con una modestia ridícula,
no se atrevían á aceptar ante la
historia las consecuencias de un hecho que hubiera cambiado el modo de
ser de esta región.
Después de haberse votado la república federal por unanimidad, se
sobrecogieron de su obra y quisieron deshacerla. Los que tenían alguna fe política
marcharon á Cartagena y allí proclamaron lo que las Cortes habían votado. Contra
ellos encaminaron todas las fuerzas, con gran contentamiento de los
carlistas-alfonsinos que, al verse libres de las tropas; camparon por sus
respetos. Contra los de Cartagena se empleó la energía que faltaba para batir á
los carlistas-alfonsinos. Y como si esto fuera poco y los republicanos hubieran
tomado á formal empeño el desacreditar la república y labrar su ruina,
confiaron el mando de divisiones y brigadas á los que sabían estaban comprometidos
en la causa de la restauración, y por tanto habían de hacerles traición.
Poco tardó en llegar la confirmación de este hecho. Cuando ya todo estuvo
bien preparado á espaldas del gobierno de Castelar, ó con su anuencia, surgió
el 3 de enero.
Si entonces no se realizó todo de una vez, fue porque abrigaban la
seguridad de hacerlo más tarde ó todavía no se atrevían á levantar una bandera que
había sido unánimemente rechazada por el pueblo.
II
Al pasar la vista por la parte de este artículo publicada hemos notado
bien la discrepancia que existe entre el original efectivo y el extracto. Nuestro
afán de reducirlo á las menores dimensiones ha hecho que algunos de los más
interesantes pasajes adolezcan de inmenso vacío y hasta de la precisa ilación
que menester es en todo escrito destinado á ver la luz pública.
Pero el daño está hecho. No tiene remedio, so pena de volver atrás é
incluir una numerosa parte de lo suprimido, lo cual hemos tratado de evitar á
todo trance por no incurrir en extrema prolijidad. Así, pues, reanudamos, en la
forma que nos sea posible, el trabajo comenzado.
Habíamos quedado en la inolvidable fecha del 3 de enero. Lo que pasó
después de esta hazaña memorable no tiene nombre. Los monárquicos
constitucionales, que siempre tienen la soberanía nacional en la boca, que
hablan de la representación nacional como cosa sagrada ó inviolable, no
desdeñaron aceptar un ministerio que sólo á virtud del mayor atropello cometido
con esas dos cosas, soberanía y representación nacional, pudieron conseguir.
En aquella época vióse lo que puede la audacia y con cuánta facilidad
suple al prestigio y á la inteligencia.
Un general, cuyo nombre hallábase envuelto en las sombras de lo
desconocido, pudo ofrecer la gobernación del Estado á unos caballeros, lo cual dice
la importancia que tendrá esta institución cuando tan pocos títulos son
menester para dirigirla y representarla.
Sigamos con los alfonsinos, pues no hemos de incurrir en la torpeza de
exponer los actos llevados á cabo por aquella quisicosa que se llamó gobierno del
3 de enero. Basta apuntar que fue un borrón en la historia, y que los que á
escribir ésta se dedican harían gran merced no señalándole, á fin de evitar esa
vergüenza á lodos los partidos políticos de este país.
Aquello trajo esto. Es decir, cuando los alfonsinos creyeron oportuno el
momento, después de haber ido, como Ruiz Zorrilla, á minar al ejército, corromper
su fidelidad y buscar la revolución en las cuadras de las compañías,
comisionaron á uno (creemos que entonces brigadier) para que diera el grito de Alfonso XII. Sagunto
fue el teatro de esta epopeya.
Todavía no tenían confianza los hombres civiles en el resultado de su
empresa. Pero este militar, dando una muestra de disciplina, de consecuencia á
aquella república que le había sacado de su prisión, ascendiéndole y encomendándole
un cargo de confianza, se sobrepuso á sus compañeros civiles de conspiración, y
á pesar de tener tan pocas fuerzas, casi como las que llevaron á cabo el motín
de la soldadesca el 10 de septiembre
último y encontrarse al frente del enemigo, que eso dicen que es un enorme delito,
levantó la bandera sediciosa.
La restauración, pues, no salió de los comicios; fue el resultado de un
golpe de fuerza afortunado. Convencidos los alfonsinos de la realidad, que aún
les parecía dudosa, no tardaron en hacer tabla rasa con lo muy poquitito que
habían hecho los republicanos.
Cual famélica bandada de cuervos lanzáronse sobre su presa, inaugurando
una de las series más vergonzosas de arbitrariedades que registra la historia. Todo
cuanto había que corromper lo corrompieron, prostituyéronlo todo, hasta que ya,
redondeados, que es el busilis de todas las políticas, dieron acceso á los liberales (así se llaman ellos), para
que los ayudaran á roer el hueso.
Dejemos á un lado las humillantes transacciones, las repugnantes
componendas, las bajezas de todas clases que éstos viéronse compelidos á hacer para
que les concedieran, cual vergonzosa limosna, ocupar algunos meses el poder.
Si un hombre solo llegara al grado de rebajamiento que han alcanzado aquí
los partidos monárquicos liberales y demócratas, para sólo husmear una
credencial, ese hombre seria un ente envilecido.
No es posible tener en menos estima el propio decoro, no cabe ir más allá
en materia de servilismo y abdicación de sí mismo.
Es verdad que llevan cruces, han obtenido grados, mercedes, posición,
pero todo ello es un grano de anís comparado con los extremos á que han
recurrido y con el anatema quo sobre ellos formula la gente seria, honrada y
sensata.
Hemos llegado, sin darnos cuenta de ello, al desenlace de nuestro
trabajo; pero ya que en esto nos hemos extralimitado algún tanto al ocuparnos de
la cosa política, cosa que á decir verdad poco ó nada nos incumbe, pues está
probado que de ella no hemos de esperar nada tangente, provechoso y útil,
demoraremos al número próximo el encadenamiento de los cabos sueltos de estos
dos artículos.
III
Hemos prometido resumir. Resumamos, pues, no sea que el diablo la hurgue,
y nos sorprenda lo que se anuncia sin haber terminado el juicio sobre lo
pasado.
Dimos tregua á nuestro trabajo del número anterior dejando á los
conservadores entregados al consiguiente saqueo como premio á su victoria. Sallando por encima de esos
repulgos de empanada que caracterizan á los revolucionarios (?) de historia,
responsabilidades, melindres y cuchufletas, tomaron este país como por derecho
de conquista y se decidieron á hacer política conservadora.
Que esto no les costó mucho es notorio. Los republicanos, apenas habían
cambiado nada, pues el tiempo lo emplearon en tirar de las botas al que iba
empingorotándose por la cucaña presupuestívora.
El obstáculo que más trabajo les hubiera costado vencer era el pueblo, y
el pueblo estaba harto de las inconsecuencias de Castelar, de las veleidades de
Pi, de las estolideces de Ruiz Zorrilla, de las contubérnicas concesiones
hechas al espíritu reaccionario por Salmerón, de la falta de energía de
Figueras y de todas las muestras de incapacidad revolucionaria de que habían
dado pruebas todos los
hombres y nombres del santoral republicano.
El comercio, que es tan liberal, pero tan liberal, había hecho su
pacotilla. Mientras duró la república, de uno ó de otro modo, consiguió repletar
sus almacenes de géneros, que una vez en rigor los consumos íbase á aumentar el
precio de todos los artículos y deseaba á todo trance se restableciera la
monarquía, pues de esta suerte, honrada y legalmente, vendería por treinta lo
adquirido por diez.
El ejército... Hagamos abstracción de éste, á fin de terminar.
El resultado, pues, de esto fue que los conservadores, que durante se
practicó el sufragio, sólo pudieron agenciarse una representación anodina, adquirieron
por fuerza lo que nunca hubieran conseguido por la voluntad del pueblo,
legalmente manifestada en los comicios.
Tan enemigos del desorden, no titubearon en provocarle por todos los
medios ilícitos, alimentando la fratricida guerra que sembró á España de luto,
desolación, y más que de desolación y luto, de oprobio.
Tan asustadizos y declamadores contra el derecho de insurrección, á él
apelaron para saciar su desenfrenado apetito.
Así se explica que el Sr. Romero dijera, al interpelar á Sagasta qué
haría si el país eligiera unas Cortes republicanas, que él (el Sr. Romero
Robledo) las disolvería cuantas veces aconteciera esto, lo cual determina hasta
qué punto es una farsa eso de ir á los comicios.
Piadosamente pensando, parecía lo natural que los republicanos, si fueran
revolucionarios, hubiesen abandonado los escaños del Congreso una vez
pronunciadas aquellas frases, que eran un desafío en toda regla lanzado al
rostro de los que tienen la pueril pretensión de que, por medio de las urnas se
puede hacer otra cosa que gastar saliva, lucir sus facultades oratorias y
embaucar á cuatro mentecatos, que ni escarmientan en lo pasado ni en lo presente,
ni creemos que en lo porvenir.
Es de tal magnitud el maleficio que ejercen los parlamentos, que es muy
difícil, diríamos imposible, que nadie puede sustraerse á su pernicioso influjo,
por inflexible que sea su carácter y prevenciones que tome para evitar el
contagio.
Pero por muy opuesto que fuera lo dicho por el Sr. Romero á las inocentes
pretensiones de los que aspiran, así de bóbilis bóbilis, á realizar sus doctrinas
por medio de los votos, lo fueron aún más las declaraciones terminantes del
conservador malagueño.
Éste, con ese desprecio con que mira á todos los que no son Cánovas del
Castillo, con esa arrogancia que le han hecho adquirir la pequeñez de los
hombres políticos españoles de un lado, y de otro la cohorte de aduladores que
le ha rodeado constantemente desde que se hiciera amo del cotarro, después de
lo de Sagunto, excediéndose á sí mismo en audacia, declaró paladinamente que prefería
la monarquía á la paz.
Ni aun así abrieron los ojos los partidarios de las vías legales, y eso
que la cosa no podía ser más contundente ni había menester más palabras para explicarse.
Aquella preferencia de la monarquía á la paz decía claramente á los
republicanos el camino que debían lomar; poro no se movieron; importábales mucho
conservar el papel de comparsas que para el buen éxito de su obra les tienen
encomendados los monárquicos.
Es más, no sólo no se movieron entonces sino que todavía esperan
continuar su incalificable papel en cuanto se reanuden las sesiones. Estos tiempos
de vacaciones deben haberle aprovechado en estudiar algunos golpes de efecto
para cuando llegue el día. Es probable que tirios y troyanos, fingiendo que lo
sienten, se pongan como un trapo, haya voces, protestas, exclamaciones,
algarabía, mucho ruido, que todas estas emociones son necesarias para excitar
un poco la curiosidad, llamar la atención, justificar el nombramiento de
diputado al presente y adquirir la esperanza de la reelección.
Pero la cosa no pasará de ahí. Y esto sí que puede aseverarse infaliblemente,
sin pretender sentar plaza de sibila ni menos tener los alcances astronómicos
del Zaragozano, pues es tan viejo como el parlamentarismo mismo.
Resumidos, pues, estos puntos, resulta:
1º Que la carencia de ideas revolucionarias de los republicanos, sus
condescendencias ilimitadas con las gentes de dinero y su falta de energía y
virilidad para llevar á resolución el problema que les estaba encomendado
fueron las causas generadoras de la restauración.
2º Que los conservadores, á trueque de realizar su objetivo, no dudaron
en apelar á todos los recursos, conjuras, soborno, conspiraciones, guerra civil
y, por último, al derecho de insurrección, con lo cual, si bien consiguieron su
objeto, también enseñaron cuál es el camino que debe seguir todo el que aspire
al triunfo de ideas opuestas á las de los que ocupen el poder.
De aquí, pues, que todos intenten y traten de buscar un nuevo Sagunto
reparador, y esa serie de conatos de revolución que hasta llegar al del 19 de
septiembre, último de la serie, han tenido lugar.
Respecto de éste, aun contra toda nuestra voluntad, diremos la última
palabra en el número próximo, pues se presta á enseñanzas elocuentísimas que
deben ser muy tomadas en cuenta por los que en lo porvenir pretendan llevar
adelante la obra revolucionaria.
IV
Más de dos meses han transcurrido desde la memorable noche del 19 de
septiembre.
A pesar de haberlo presenciado, todavía nos preguntamos, sin podernos dar
contestación categórica, si aquello fue algarada, motín, ó en otro orden,
traición, impotencia, jugada de Bolsa, ó lo quo es peor, justificación de
fondos recibidos. Que de todos estos extremos hase hablado, ya en público, ya
en privado, sin que, categóricamente, haya sido replicado por los interesados.
Sea de ello lo que quiera, lo cierto es quo el movimiento anunciado, casi
públicamente, para dos días después, sufrió una antelación improvisada, con
gran sorpresa de los elementos del pueblo en él comprometidos, quo sólo
tuvieron conocimiento de lo ocurrido al día siguiente.
Esto es tan cierto, que muchos de buena fe entusiastas partidarios de la
república, hombres probados de toda su vida, no acertaban á comprender el por
qué de aquella anticipación, que tan fatales resultados produjo y ha de
producir en lo sucesivo para los republicanos.
Hombres avezados á sufrir privaciones y arriesgar su vida, capaces de
guardar un secreto contra todas las inquisitorias, maldecían á voz en grito de
aquel engaño manifiesto, de aquel alejamiento á que había pretendido
relegárseles para que no obstruyeran sin duda la marcha triunfal del nuevo capitán
general de Madrid al frente de la guarnición, que era el que debía proclamar la
república en la Puerta del Sol.
A este acto lo faltó tanto para drama como le sobró de ridículo para sainete.
¿Qué hacía el pueblo entretanto? Como el que oye llover, supo que los soldados
habían atravesado la población
gritando ¡viva la república! En otro tiempo, á ese mismo pueblo, que oía impasible
los gritos de ¡viva la república! lo hubiera faltado tiempo para asociarse á
los que tal gritaban, sin pararse en barras de los perjuicios que esto podía
irrogarle.
Pero los desengaños tantas veces sufridos, las apostasías de tanto y
tanto político habíanle aleccionado en lo que esperar podía de sus salvadores, y
enseñándole á mantenerse en prudente reserva.
Y que obraba cuerdamente no cabe duda. Si el movimiento del 19 tenía
algunas condiciones de viabilidad eran eminentemente militares. Los jefes
republicanos, temerosos de que la clase obrera tomará parte en el asunto,
querían hacer dos cosas á la par: la Revolución y la contrarrevolución.
En obsequio nuestro, pretendían anocheciéramos monárquicos y
amaneciéramos republicanos, sin desorden, sin ruido. De ese modo, no había derecho
á reclamar otra cosa que lo que los heroicos vencedores hubieran concedido
graciosamente, y los jefes republicanos hubiéranse llenado la boca diciendo á
las clases conservadoras: “lo ven ustedes; hemos hecho una revolución ordenada;
hemos puesto particular empeño en sacar á salvo los sagrados intereses de la
propiedad, del Estado y de la familia; somos revolucionarios, pero pacíficos”.
Hubiéranse concedido unos cuantos grados y condecoraciones, cambiado la
corona real por el gorro frigio, y tutti
contenti. Cuando
más, y como represalia á los muchos sufrimientos del pueblo, se hubiera
tolerado que los chicos ó grandes arrancasen las armas reales de las muestras
de confiterías, ultramarinos, pescaderías, etc., etc., y se escribiera con
carbón algún nuevo letrero en la fachada del ministerio de Hacienda.
Ahora bien; ¿merecía esto la pena de siquiera perder el tiempo en
narrarlo?
Por mal camino no se llega á buen fin, y los Revolucionarios españoles
hace tiempo que se han empeñado en seguir estrechos y tortuosos senderos, de
tal suerte está esto comprobado, que nosotros creemos que el mayor enemigo que
tiene la revolución y la misma república en España es Ruiz Zorrilla y demás
jefes importantes del republicanismo.
Por si todavía no les son suficientes los desengaños sufridos en estos
últimos años, téngalo entendido una vez más. La revolución política en España
ha muerto. Cuantos esfuerzos hagan para encender la fe apagada son estériles;
el pueblo, los trabajadores, no están dispuestos á verter más sangre por
encumbrar zánganos que luego se vuelvan contra él.
No quiere esto decir que el trabajador no sea revolucionario ni que
renuncie á la revolución. Lejos de eso, propende á la revolución, pero á la
revolución verdad.
Al aniquilamiento de la burguesía, en una palabra.
Y esto se llama Revolución Social.
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